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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (39 page)

BOOK: Don Alfredo
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Los vecinos comentaban las excentricidades de Yabrán con ironía y cierta benevolencia, como expresiones inocentes de un nuevo rico. Ignoraban que ese nuevo rico estaba por lanzarse a la conquista del territorio, en sociedad o en competencia (según cayeran los dados) con el gran feudo local de Cecilia Bunge viuda de Shaw: Pinamar Sociedad Anónima, que había crecido durante la última dictadura militar.

El vecindario tampoco comprendió cabalmente quién era en realidad el dueño de Narbay cuando empezaron a florecer en la loma de la Ballena los hombres con anteojos negros y
walkie-talkies
que vigilaban la corta callejuela ocupada por casas de varios miembros de la Familia. Allí también veraneaban —en un chalet de Yabito SA— Blanca Rosa Pérez, la hermana de María Cristina, y su marido Raúl Oscar Alonso. Casualmente, eran accionistas de OCA, la empresa que Yabrán nunca admitió como propia.

En aquellos momentos de inocencia, algunos vecinos apuntaban sus cámaras fotográficas (sin película) hacia el chalet alpino, para divertirse con el despliegue de guardaespaldas que salían corriendo del hormiguero. Cuando empezaron a perseguir periodistas, dejaron de jugar. De Gall Melo hizo buenas migas con los Alonso y recibió frecuentes propuestas laborales por parte de Yabrán, que seguía agradeciéndole su intervención en favor de Mariano. Entre otras cosas, le propuso ser nombrado juez, "donde quisiera". El vecino de la Calle de la Ballena rehusó ésa y otras ofertas porque no le interesaba ingresar en la Justicia, pero al final terminó aceptando una propuesta para ser subadministrador de ENCOTEL, bajo las órdenes de Raúl Carmelo Vaccalluzzo, el primer interventor del correo oficial en la nueva administración justicialista. De Gall Melo fue nombrado por decreto del Poder Ejecutivo. En febrero de 1990, al divisar la firma de Carlos Saúl Menem al pie, el abogado patricio (que nunca hubiera imaginado que los peronistas lo designarían para cargo alguno) entendió de pronto el inmenso poder que detentaba —sin demostrarlo— el extravagante
Cartero.
En esas mismas fechas, Don Alfredo había hecho nombrar al brigadier Echegoyen al frente de la Aduana.

Desde que ocupó su despacho, el número dos de ENCOTEL empezó a recibir pedidos "extraños" por parte de algunos subordinados de "la línea" y a presenciar "cosas raras" a su alrededor. Pronto, también, se produjeron roces y confrontaciones con su jefe, el interventor Vaccalluzzo, a quien conoció cuando ambos fueron designados en sus cargos. Cuando aparecieron las primeras desinteligencias, el Administrador limitó la capacidad de acción de su segundo, rodeándolo de gente de su confianza, como el asesor
ad honorem
Carlos Juvenal Romero Villar, un comisario de policía retirado que casualmente sería presidente de Orgamer, la empresa de servicios médicos, limpieza y seguridad del Grupo que actuaba en Ezeiza. Vaccalluzzo también tenía como asesor al abogado Carlos Cofiño, de quien había sido socio en un estudio jurídico cuando éste se desempeñaba como apoderado de OCASA y vicepresidente de la Asociación de Permisionarios (APE) en representación de la compañía amarilla. Por prudencia, por presión o por desconocimiento de la situación imperante en el Correo, De Gall Melo tuvo que poner la firma en diversas resoluciones de ENCOTEL que le suscitaban reservas. Pero hubo disposiciones que firmó Vaccalluzzo solo, sin intervención del subadministrador, aprovechando las ausencias de Gall Melo provocadas por sus frecuentes giras laborales por el interior. Años más tarde, cuando fue citado a declarar por la Comisión Anti Mafia del Congreso, Vaccalluzzo debió afrontar las preguntas de los diputados Darío Alessandro y Juan Pablo Cafiero, para quienes los trece meses que duró la primera gestión justicialista en el Correo habían favorecido netamente al Grupo Yabrán y perjudicado seriamente a sus competidores.

En total, con o sin la firma de Rodolfo De Gall Melo, Vaccalluzzo produjo en tiempo récord numerosas resoluciones que festejó Don Alfredo:

• Renovó con enorme anticipación el permiso de OCASA, que vencía el 26 de marzo de 1995, prorrogándolo hasta el año 2000.

• Renovó con similar anticipación el de OCA, que vencía el 20 de enero de 1995, extendiéndolo también hasta el 2000.

• Renovó la autorización de Skycab SA, que caducaba el 22 de noviembre de 1992, hasta 1997.

• Mantuvo el canon de catorce dólares para la correspondencia tipo
courier
con el exterior, a pesar de que en 1988 la anterior Administración se había comprometido a suprimirlo. Esa medida encendió las iras de Federal Express, de la Secretaría de Comercio de los Estados Unidos y del laborioso embajador norteamericano. El
lobby
estadounidense se intensificó y Vaccalluzzo, tras una reunión con Peter Falkas, de la Asociación de Couriers, tuvo al menos que concederles una bonificación a los correos de puerta a puerta extranjeros.

• Cerró el registro a nuevos permisionarios y suspendió la habilitación a todos aquellos que ya tenían autorización concedida pero aún no habían comenzado a operar.

• Prorrogó por cuatro años el contrato de servicio postal pre y postaéreo que la anterior administración radical había otorgado a OCASA y que la habilitaba para ingresar o retirar carga de los aviones sin ningún control.

Sobre este punto clave insistiría Domingo Cavallo en su maratónica denuncia ante el Congreso, donde manifestó también que las medidas "regulatorias" de la gestión Vaccalluzzo habían favorecido el "oligopolio" de Yabrán, en una "seudoprivatización desastrosa para el país", porque los precios de los correos privados "superaban entre cinco y diez veces a los cobrados por servicios similares en el exterior". Eso, a su juicio, "provocó una drástica reducción en la utilización de los servicios postales por parte de la población". La renovación del contrato tuvo otros críticos: un dictamen de la Sindicatura General de Empresas Públicas (SIGEP) precisó que la delegación del servicio pre y postaéreo le significó al Estado un perjuicio superior a los sesenta millones de dólares, aunque representó "un pingüe beneficio para el contratista". El informe de la Sindicatura agregaba un dato que cuestionaba la falta de una real competencia en esa concesión y desnudaba lo que el Grupo quería mantener oculto: "Las empresas Organización Clearing Argentino (OCASA) y la Organización Coordinadora Argentina (OCA) conforman un solo componente económico y están administradas por un mismo directorio. Por lo tanto, la elección de empresas mediante el sobre número 1 se limitó a elegir entre una sola empresa". Pero Vaccalluzzo no se había tirado a una pileta sin agua al firmar la prórroga: los ministros de Economía, Erman González, y de Obras Públicas, Roberto Dromi, impulsaron la cuestionada renovación del contrato.

Infatigable, Vaccalluzo también canceló el permiso de Autocompensación SA, tercera empresa en el orden nacional en el transporte de
clearing
bancario, correspondencia y documentación "puerta a puerta", que participaba en un 10 por ciento del mercado y empleaba a seiscientas personas. Durante diez años no había tenido problemas con ENCOTEL, pero a mediados de 1990 la empezaron a controlar y a perseguir por incumplimientos menores hasta revocarle abruptamente la autorización. Los dueños —Juan José y José Joaquín Arana— se desesperaron ante una medida que los conduciría inexorablemente a la quiebra y movieron cielo y tierra para tratar de revocarla. Pero Vaccalluzo se mostró inflexible y no les restituyó el permiso. Aunque no tenían pruebas para demostrarlo, enseguida entendieron de dónde venía el hachazo.

Durante años habían logrado coexistir con el Grupo, haciéndole incluso de competidores caros en ciertas licitaciones, pero había una vieja deuda y el
Amarillo
—que tenía una paciencia oriental para esas cosas— se las estaba cobrando. Algunos años antes, Don Alfredo los había llevado al tradicional almuerzo de El Hueso Perdido y les había hecho la misma propuesta que a DHL y Los Pinos: debían cederle el 50 por ciento de las acciones. José Arana dijo que no, pero se quedó temblando. Mucho después revelaría su dilema de aquel momento: "Si le decíamos que no, nos mataba, y si le decíamos que sí, estábamos condenados a desaparecer".

Arana sabía de qué estaba hablando: tiempo antes de pedirles las acciones, Don Alfredo había intentado birlarles un importante cliente. Los Arana repartían el
clearing
de tres bancos: Galicia, Río y Crédito Argentino. Al
Amarillo
se le abrió el apetito y comenzó su ronda de seducción: viaje a Uruguay en un avión de Lanolec, suntuosa permanencia en Punta del Este y una propuesta —inaceptable— al atardecer:

—Si me dan el negocio del Banco Río, los cubro.

En su lucha por sobrevivir, los dueños de Autocompensación acudieron a Alberto Blaquier, que era asesor del Presidente. Blaquier prometió ayudarlos y lo hizo: llevó a José Arana a una oficina de la calle Florida donde se podían conseguir milagros. Era el despacho de Emir Yoma, el influyente cuñado de Carlos Menem. Antes de acceder al mano-santa, los hermanos habían preparado medio millón de dólares por si debían hacer "contribuciones" o afrontar costosos "honorarios". Una vez frente al hombre obeso y cordial, que el embajador Terence Todman denunciaría como cobrador de favores oficiales en el Swiftgate, sus sospechas sobre el origen de sus desgracias se convirtieron en certezas.

—Acá hay una sola persona que puede arreglar el problema y esa persona se llama Alfredo Yabrán —diagnosticó el Emir. José Arana asintió en silencio y el cuñado presidencial levantó el teléfono.

—Alfredo, acá estoy con Arana de Autocompensación que quiere arreglar... —propuso Yoma.

—Con Auto no hay negocio. Por ésos no me pidas —fue la seca respuesta de Don Alfredo.

Emir colgó y dijo, con una sonrisa resignada y a modo de despedida:

—Lo siento. Ya se lo dije. Si no lo puede arreglar Yabrán, no lo arregla nadie.

Autocompensación fue a la quiebra. José Arana se enfermó. Hoy vive con su mujer en una modesta casa del Oeste. Es una sombra.

La historia de Rodolfo Hilario De Gall Melo tuvo puntos en común con la del brigadier Echegoyen, pero también diferencias sustanciales, empezando por el hecho decisivo de que no acabó con un tiro en la cabeza. Acaso porque Yabrán, en realidad, no había tenido nada que ver con el final de Echegoyen, como sostienen sus amigos y defensores. O bien porque en el Correo había otros intereses en juego, menos letales que aquellos que se dirimían en los depósitos fiscales. Ciertos yabranistas sostienen que el abogado patricio jugó "chueco" desde el principio, porque tenía buenas relaciones con "los servicios", con ciertos organismos de inteligencia que habían empezado a investigar al Grupo y que pronto empezarían una campaña periodística a través del periodista Carlos Manuel Acuña, que entonces escribía en el diario
La Prensa.

Fuera o no un doble agente, de lo que no quedan dudas es de que se movió con extrema cautela. Cuando sus choques con Vaccalluzzo se volvieron más intensos y frecuentes, hizo lo que aconsejan los clásicos y comenzó a recabar información sobre el adversario. En el acopio halló datos atractivos: Vaccalluzzo tenía abierta una causa por defraudación y estafa a la Caja de Previsión Social de la Industria.

Además, buscó replegarse rápidamente. Cuando descubrió ciertas "cosas raras" habló con el vecino influyente y le dijo:

—Mirá, yo de esto del Correo no entiendo nada. Mejor me voy a mi casa.

Yabrán se molestó y mostró el cobre:

—Dejate de joder. Vos tenés que hacer lo que yo te diga.

El patricio respingó ante la grosería del inmigrante pero metió violín en bolsa y siguió tomando notas de lo que pasaba en el hermoso y alicaído palacio del Bajo. Otra vez, cuando volvió a la carga con sus preocupaciones, Don Alfredo se mostró más comprensivo:

—Tal vez deberías tomarte unas vacaciones...

Pero su mayor preocupación no eran los eventuales negociados que pudiera descubrir, sino la creciente convicción de que su hija Elvira —que seguía de novia con Mariano y tenía acceso a la Fortaleza— podía haberse convertido en una suerte de rehén. A veces hablaba a solas con ella y en los relatos inocentes de Elvira descubría cada vez ciertas "puntas", datos que confirmaban sus propias sospechas, al mismo tiempo que advertía que ese mayor conocimiento íntimo de los Yabrán que iba adquiriendo su hija aumentaba el peligro que se cernía sobre ella. Cuando la tensión se le hizo insoportable, le insinuó a su vecino que había estado escribiendo una suerte de historia secreta del Correo y la había guardado a buen recaudo en una escribanía. Si algo le pasaba a él o a uno de los suyos toda la estantería podía volar por el aire. Don Alfredo entrecerró los ojos y sonrió, pero no dijo nada. Le quedaba claro, también, que el patricio no diría una palabra si no le daban motivo para hacerlo.

Por eso, la ruptura no se produjo por el tema del Correo sino por una circunstancia estrictamente personal. Cuando Mariano se fue de su casa, el primer apoyo que buscó fue el de su admirado De Gall Melo. Y aunque el abogado le aconsejó que hiciera las paces con su progenitor, Yabrán lo consideró —de una vez y para siempre— como un entrometido que ponía al hijo contra el padre. Mucho después, cuando las aguas ya se habían aquietado y Don Alfredo se cruzaba con el vecino por la Calle de la Ballena, desviaba la vista sin saludarlo. No procedía así con Elvira, por quien su padre temía tanto. Un día se la cruzó cerca de sus oficinas en la 9 de Julio, la saludó efusivamente y caminó unas cuadras con ella. La muchacha quedó conmovida, recordó aquella tarde frente a la mansión de la avenida Alvear y le comentó al padre el encuentro y lo que le había provocado:

—Pero si nunca te hizo nada. Nunca te mandó matar. Ya ves que no es tan malo como dicen.

De Gall Melo seguramente recordó esas palabras de su hija cuando la casualidad volvió a colocarlo frente a frente con Yabrán, como testigo del caso Cabezas.

23

Y llegó el tiempo de los espías y las zancadillas desde la sombra. El Grupo había avanzado sobre Ezeiza y los otros aeropuertos internacionales sin medir riesgos. Don Alfredo tenía contactos decisivos con el nuevo poder, pero carecía de un consejero político con visión estratégica como para evaluar los cambios profundos que el fin de la Guerra Fría y el "Nuevo Orden Mundial" habían introducido en el mundo y en el propio país. Menem, el caudillo patilludo que remedaba en clave de farsa a Facundo Quiroga, se aprestaba a tirar por la borda la doctrina nacionalista del peronismo para alinearse con los Estados Unidos y con los factores de poder locales que proponían el modelo económico neoliberal. El viejo Estado contratista, que hizo crecer a Yabrán y a todos los grandes empresarios de manera vertiginosa, estaba sentenciado. Él ignoró las señales y siguió avanzando en la construcción de su imperio... hasta toparse con el verdadero Imperio.

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