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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (6 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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La pregunta de Carolina la golpeó de lleno, porque no la esperaba y porque, desde que su amiga había llegado a su casa, no habían hecho otra cosa que hablar del encuentro de la noche pasada con Arturo. Ni siquiera se habían dado un baño en la piscina pese al calor. Estaban tiradas en las tumbonas, al sol, disfrutando del silencio de la mañana, todo un lujo teniendo en cuenta que Dani todavía seguía en la casa.

—¿Qué pasa con Sergio? —se traicionó Montse.

—«¿Qué pasa con Sergio? ¿Qué pasa con Sergio?» —la imitó Carolina poniendo una cara ridícula—. A ver, ¿qué quieres que pase? ¿Lo has visto?

—Sí, ayer.

—¡Huy, pero qué cerda! —su amiga se incorporó hasta quedar sentada de cara a ella—. ¡Cuenta, cuenta!

—No hay nada que contar —dijo Montse despacio, alargando algunas vocales.

—¡Y un cuerno!

—Nos tropezamos casualmente y estuvimos charlando un par de horas, nada más.

—¿Casualmente? ¡Y qué más, rica! ¿Habéis quedado?

—Para esta tarde.

—¡Huy, huy, huy! —se llenó de sospechas Carolina—. ¡Una cita!

—No es una cita, sólo hemos quedado.

—Ya, y yo soy Leonardo di Caprio reciclado y de paso. ¡No me vengas con historias!

Logró hacerla reír.

—Te gusta, ¿lo ves? —insistió Carolina.

—¿No decías que era mono? —se justificó Montse.

—¡Es monísimo, tía! ¡Y un sol, se le nota! ¡Si es que me parece genial!

—Pues no va a pasar nada, así que no te dispares.

—Ya.

—¿Crees que soy tan directa como tú?

—Te lo repito: es lo que te convendría este verano. Un poco de marcha loca, aunque sólo sea para desquitarte y ponerte en onda.

—¿Con él?

—Con él.

—Lo pensaré.

—A veces te daría una bofetada. ¿Cuántas veces crees que vas a encontrarte a un chico así y al que, encima, le gustas? Oye, que no somos
top models
. No estamos mal... —se pasó las manos por la cintura e hizo un gesto lleno de coquetería—, pero desde luego no somos
la
Schiffer —y volvió a cambiar de tema, tan súbitamente como era su costumbre, para preguntar de pronto—: ¿Le has dicho ya lo tuyo?
 

—No, ¿por qué habría de hacerlo?

—¿Qué tiene de malo? No tienes el sida ni nada de eso, ¿vale?

—Quería que fuéramos a la piscina esta mañana
—bajó la cabeza Montse.

—Y en lugar de aceptar, te quedas aquí.

—Me da corte —le confesó.

—No se lo digas de momento, pero la verdad es que con ese traje de baño tampoco se te nota nada.

—¿Tú te bañarías en público con este bañador?

—Tampoco es tan espantoso —mintió Carolina—.
Además, tarde o temprano, si sigue en el pueblo, se lo dirán. Todo el mundo lo sabe y en cuanto le vean dos veces más contigo...
 

—Déjalo. No quiero pensar en ello —y se levantó para echarse al agua.

—Dios, cómo te gusta —suspiró su amiga.

—No seas boba.

—Si no quieres decírselo, es que te importa.

—A veces te odio.

—Y yo a ti —le sacó la lengua Carolina—, porque a estas alturas de julio, aún no me he comido una rosca, y tú, mientras, deshojando margaritas: que si Sergio, que si Arturo... A ver si va a tener que darme algo a mí también para que me ponga de moda... ¡Eh, eh! ¿Qué haces? ¡No, no, que está muy fría!

Montse la estaba salpicando a conciencia, con todas sus ganas.

 

TERCER LATIDO

 

Dieciséis

 

N
ada más salir de su casa y cerrar la puerta, escuchó los latidos de su corazón y supo que sí, que Carolina tenía razón. Aquello era una cita.
 

Su primera cita de verdad desde...
 

¿Por qué, si no, se había arreglado tanto? Había buscado la ropa más adecuada para parecer informal pero al mismo tiempo estar bien y sentirse guapa o parecérselo a él. ¿Por qué se sentía feliz? ¿Por qué reía?
 

Tal vez fuese una locura, pero desde su operación, todo lo era. A veces se decía que vivía un tiempo prestado, que en otras circunstancias ya estaría muerta. Así que todo lo que hiciera desde entonces era un regalo, aunque viviera cien años. Un regalo muy hermoso que debía aprovechar.
 

Sí, le gustaba Sergio.
 

Era... diferente.
 

Había en él algo intangible, extraño, algo que no alcanzaba a comprender. Y esa
magia era lo que más la desconcertaba. Cada vez que recordaba su cara, el brillo de sus ojos, su timidez, y su miedo, y su inseguridad, lo veía lleno de una sensibilidad desconocida. A su lado, y sólo había pasado junto a él unas pocas horas, se sentía a gusto, en paz. Todo cambiaba.
 

Como si Sergio fuese el futuro.
 

¿Absurdo? Tal vez. ¿Prematuro? Posiblemente. Y más después del encuentro con Arturo, que le había abierto todas las heridas, especialmente la de la frustración. ¿Qué sabía de Sergio? Nada. No era más que un misterio.
 

Un misterio.
 

Recordó la célebre frase que su profesor de Literatura repetía constantemente: «La vida es un misterio por descubrir, no un problema que resolver».
 

Bienvenida al misterio.
 

Ni siquiera se dio cuenta de que había llegado al pueblo. Sus pensamientos la habían acompañado todo el camino. Trataba de amargarse el momento diciéndose que él era un ave de paso, y al segundo se decía que no, que tal vez se quedase como había sugerido. Trataba de inculcarse un poco de dureza y calma, y al segundo pensaba en Carolina y en su estímulo. Trataba de convencerse de que ya lo había pasado bastante mal con Arturo como para repetir la experiencia tan rápido, y al segundo comprendía que necesitaba lo mismo que todo el mundo, lo que se buscaba
sin descanso y a veces por instinto, sin darse cuenta: amor.
 

Así que decidió dejarse llevar. Necesitaba tiempo.
 

Y esperar.
 

Sergio estaba en la puerta de la piscina, sentado sobre una hermosa moto de buena cilindrada que era la admiración de los críos y menos críos que la observaban.
 

 

Diecisiete

 

L
a música sobrevolaba por encima de sus cabezas llenando el recinto con su fuerza y penetraba en ellos por cada uno de sus poros, impregnándolos, saturándolos. El sudor emergía de dentro a fuera y la música fluía en sentido inverso, consiguiendo la catarsis perfecta. Y en medio de la pista, rodeados por otras decenas de acólitos, su
libertad cobraba forma, estallaba con el éxtasis de sus sentidos saturados.
 

Montse abrió los ojos un momento. Le gustaba bailar con los ojos cerrados, dejándose llevar. Y hacía mucho que no bailaba, una eternidad. Tanto que casi ni recordaba cuándo había sido la última vez, ni qué canción era su favorita por entonces. También aquello formaba parte de un pasado que se le antojaba lejano. Se dio cuenta de que Sergio estaba mirándola y volvió a cerrarlos. Su mirada la acompañó. Era igual que una caricia. No se sentía desnuda ante ella, sino protegida y a salvo.

Lo había pillado mirándola casi una hora antes. Y ahora ella deseaba hacer lo mismo, mirarle a él, bailando, moviéndose con buen ritmo. Una vez, para saber y comprender que era real, no un sueño.

Volvía a ser una chica normal.

Una chica normal saliendo con un chico... ¿normal?

Vestía bien, con clase, y sus modales no eran vulgares, ya lo había comentado con Carolina. Ahora, además, estaba la moto. No entendía mucho de máquinas como ésa, pero aunque él le dijo que no era más que una de 125, lo cierto es que parecía buena, y estaba cuidada, reluciente.

¿Cómo podía estar buscando trabajo en Vallirana alguien con una moto así?

La música cambió de golpe, se hizo más estridente, más hipnótica. Casi al unísono, los dos dejaron de bailar, aunque fue Montse la que puso cara de asco. Sergio sonrió y le abrió el camino para salir de la pista, ahora con el personal bailando con mayor fiereza. Tardaron un poco en llegar a la barra del local porque iban a contracorriente, pero cuando lo hicieron, se sintieron a salvo del caos que dejaban a sus espaldas. Sergio le acercó los labios al oído para hacerse entender mejor.

—¿Qué quieres tomar?

—Limonada.

—Vale, espera.

Se apartó de su lado y se incrustó en la barra, entre una rubia muy neumática y una morena sugerente que al instante le dieron un soberano repaso visual, de arriba abajo. A Montse incluso le pareció que la morena le decía algo, aunque no estaba segura. La rubia fumaba con descaro. Chicas de bandera. Dos buenas piezas.

Y de alguna forma supo que él muy bien podía estar con ellas, por muchas cosas, desde el atractivo hasta la clase que destilaba.

Pero no estaba con ellas, sino acompañándola.

Sergio pagó dos refrescos de limón y regresó a su lado. Montse vio cómo la morena le daba un último repaso visual. La rubia ya había desistido. Le tendió uno de los vasos y, de común acuerdo, se apartaron un poco más, hasta situarse en un rincón desde el cual la música no los alcanzaba de lleno ni les impedía hablar, aunque de todas formas no podían hacerlo en voz baja, ni siquiera en un tono natural.

—Bueno, pues no está mal esto —dijo él, señalando la discoteca.

—Es lo único que hay —manifestó ella—. Todo el mundo viene a Molins.

—Desde luego, en Vallirana no hay muchas oportunidades.

—¿Y en Tarragona?

Sergio la miró extrañado, sin comprender.

—¿Qué solías hacer en Tarragona? —dijo Montse.

—No demasiado, estudiar y todo eso —divagó él—.
No soy muy asiduo de discotecas.
 

—Vaya, lo siento.

—No, si me encanta estar aquí. No soy muy asiduo porque a estos sitios o vienes acompañado o es un palo. Y puesto que estamos juntos...

—¿Por qué no has seguido estudiando?

—Pienso hacerlo, pero de momento... —apartó su mirada de ella, y Montse pudo asomarse a un océano de inseguridades—, creo que necesito otras cosas, encontrarme a mí mismo, ¿no se dice así?

—Y si estudias, ¿qué harás?

—Iba a empezar arquitectura.

—¿Arquitectura? —se asombró Montse—. Sopla. Desde luego lo tuyo...

—¿Tan raro es que quiera tomarme las cosas con calma?

—No, pero... reconoce que es desconcertante.

—Sí, supongo que sí.

—Lo que no entiendo... —comenzó a decir ella.

Sergio no la dejó continuar.

—Hace calor aquí —dijo interrumpiéndola deliberadamente—. ¿Salimos fuera un rato?

Montse lo observó. Más que una propuesta era una decisión, porque ya se movía buscando la salida, empujándola suavemente. Y se dio cuenta de que, por alguna razón, de la misma forma que ella no quería hablar de su operación, Sergio no quería hacerlo de su pasado, ni de su presente.

Estaban empatados.

Alguien pasó cerca de ellos corriendo y los empujó sin ninguna consideración. Parte del líquido del vaso que sostenía su compañero se derramó y le salpicó un poco.

—¡Eh! —gritó de pronto él—. ¿Estás ciego o qué?

El chico que lo había golpeado se detuvo en seco. Era tan alto como Sergio y parecía algo bebido.

—¿Pasa, tío? —le dijo en tono fanfarrón—. Lo siento, ¿vale?

—No estás solo —volvió a gritar Sergio.

—Ya, por eso vengo aquí. Si no, me quedaría en casa —le plantó cara el otro.

—Sergio, vamos —le pidió Montse.

De pronto no lo conocía. Se había puesto furioso, con los nervios a flor de piel. ¿O era por culpa de su pregunta y ésa era la forma de querer escapar de ella? Tuvo que presionarle el brazo con fuerza.

Su compañero vaciló un segundo.

Luego la miró.

Y mientras la paz irrumpía de nuevo en su ánimo, se relajó y dijo, revestido de un cierto cansancio:

—Sí, vamos.

Pasaron junto al
quedón
y salieron fuera.
 

 

Dieciocho

 

L
a moto enfiló la suave pendiente de la calle a velocidad mínima, pero no llegó a detenerse delante de la casa de Montse. Lo hizo a unos diez metros, por la parte de arriba. En el mismo momento de frenar, Sergio paró el motor. El silencio recuperó su dominio sobre aquel espacio lleno de quietud bajo el tachonado de estrellas que cubría el cielo. Las escasas luces que se veían, mortecinas y amarillentas, quedaban ocultas tras los muros, los árboles, la exuberancia de las plantas y las cortinas que cubrían los cristales de las casas. No estaban solos, pero se sintieron solos.
 

Montse bajó de la moto y se quitó el casco. Agitó la cabeza y se pasó una mano por el cabello, todavía muy corto. En el hospital habían insistido en ello, pese a sus protestas iniciales, y al final ya no le había importado. Sergio también se quitó el casco, pero no hizo ademán de apartarse del vehículo, así que se quedó encima, con las dos piernas apoyadas en el suelo, una a cada lado. Mientras ella seguía agitando la cabeza, él volvió a mirarla con palpable intensidad.
 

Ya no ocultaba sus sentimientos detrás del miedo o los nervios.
 

Cuando Montse se quedó quieta, se enfrentó a sus ojos.
 

Y al silencio.
 

—¿Qué pasa? —lo rompió ella.
 

Hubiera esperado cualquier otra cosa, menos aquello.
 

—Eres preciosa —dijo él.
 

Se le disparó el corazón y estaba segura de que el color había huido una vez más de sus mejillas. No dijo lo que dijo por coquetería, sino bajo el influjo de su convicción.
 

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