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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (5 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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—Se volvió loco, claro.

—Oh, sí, se volvió loco —sonrió Montse.

—Y acaba de salir del manicomio, se le notaba.

—Su familia tiene una casa en una de las urbanizaciones. Él va y viene. Hacía mucho que no lo veía.

—¿Fue por... esos problemas de los que acabas de hablarme?

—Sí.

—Entonces no se portó bien contigo.

—No, no se portó bien.

—¿Le odias?

—No —dijo, pero envolvió su respuesta con un gesto de asco.

—¿Todavía le quieres?

Giró la cabeza para mirarle de frente.

—Eres un preguntón, ¿eh? —le soltó con el ceño fruncido.

—Sí —reconoció Sergio haciendo un movimiento de resignación, de tono afirmativo, con la cabeza.

Tardaron un poco en echarse a reír, sólo un poco. Pero lo hicieron al unísono, liberándose de sus últimas energías negativas, de sus miedos y prevenciones, dando paso a una inicial sensación de libertad con la que se arroparon.

Tal vez por ello, un par de metros más allá, Montse volvió a oírse a sí misma diciendo algo que no esperaba, pero que le salió del alma, con todo su dolor, aunque con una especial sinceridad.

Algo tan simple como:

—No, ya no le quiero.

 

Trece

 

E
l camarero dejó las dos limonadas sobre la mesa y, antes de irse de nuevo, Sergio sacó una moneda de quinientas pesetas del bolsillo y se la tendió. Esperó el cambio, se lo guardó y volvieron a quedarse solos.
 

La mesa, aunque apartada del muro sobre el que transcurría la carretera, no estaba precisamente rodeada de silencio y paz. Además, de la piscina del pueblo, pese a la hora, todavía salían algunos bañistas. Eso hacía que muchas veces mirasen a otro lado a causa de algún ruido, o porque alguien saludaba a Montse.

 Sergio se dio cuenta de esta última circunstancia y le comentó:

—Nunca te he visto con nadie, salvo con Carolina.

—Es que ella es mi mejor amiga, y a veces pienso que mi única amiga también.

—Sin embargo, todo el mundo te conoce.

—Esto es un pueblo —advirtió ella—. No tiene nada de raro. Claro que nos conocemos todos, pero en lo que a mí respecta, ya se me ha pasado la época de las pandillas.

—¿A causa de... ese mal momento?

—Supongo.

—Pareces haber madurado mucho y de golpe por culpa de eso.

—¿Ah, sí? —preguntó ella con interés.

—Bueno, no sé, es lo que me parece a mí.

—No, no, si es posible que tengas razón —admitió—. Aunque no me conocías antes, así que no puedes saberlo.

—No te conocía, pero acabas de decir que se te ha pasado la época de las pandillas, y a tu edad lo más normal es salir en pandilla.

—Vaya, eres todo un experto.

—No, qué va.

—Oh, sí. Y encima has dicho lo de «a tu edad» como si tuvieras..., qué sé yo, treinta años.

—A veces creo que los tengo —se justificó Sergio con cansancio.

—No me digas que...

—Todos pasamos malos momentos, no eres la única.

—¿Cuál ha sido el tuyo?

—¿Y el tuyo?

—Yo he preguntado primero.

—Pero tienes tan pocas ganas como yo de recordar lo que no te gusta.

—Vale —admitió Montse.

Se llevó el vaso a los labios para disimular un silencio incómodo y casi lo apuró de un trago, víctima de una repentina sed. Tenía que empezar a despedirse. Cena a las nueve. Y no estaba muy segura de querer verlo después, así que lo mejor sería que no saliera de casa.

Sin saber por qué, intuía que volver a verlo, tan seguido y a solas, podía convertirse en algo peligroso.

Sergio pareció captar sus pensamientos.

—¿Saldrás después?

—No, hoy no.

—¿Por qué?

—Quiero ver un programa de la tele —mintió.

Su rostro mostró elocuentemente su desencanto.

—¿Y mañana? ¿Por qué no nos vemos aquí? —señaló la piscina.

—Nunca vengo a la piscina del pueblo —dijo ella—. Tenemos una en casa y prefiero bañarme allí. Menos gritos, salpicones y todo ese rollo.

—¿Quedamos el veinticinco de febrero del año que viene?

—¿Qué? —se echó a reír Montse.

—Supongo que, si te lo pido con tiempo, no habrá problema.

—No seas burro —siguió riéndose—. Después de mañana por la mañana, viene mañana por la tarde.

—Vale, entonces, ¿nos vemos mañana por la tarde?

¿Era una cita?

—Sí, claro, estaré por aquí —dijo ella tratando de que no lo pareciera.

—Pues brindo por ello —Sergio levantó su vaso y también lo vació.

—Bien —suspiró Montse—. Ahora he de irme.

—Te acompaño.

Ella detuvo su ademán de ponerse en pie.

—No, no hace falta.

—Pero si no tengo nada que...

—Sergio, que no, gracias.

Su tono fue tan irrefutable como su mirada.

El chico se quedó clavado en su asiento.

—Hasta mañana —se despidió ella suavizando la situación con una sonrisa.

—Hasta mañana —la correspondió él.

Era la tercera vez que se despedían a solas y la tercera vez que ella echaba a andar sintiendo sus ojos clavados en su cuerpo. Pero no era la típica mirada del admirador que te desnuda con la mente. Era una mirada cargada de sentimientos confusos. Pudo percibir la ansiedad, la desazón, un cúmulo de energías y tormentas que caían sobre ella.

Le fue difícil no girar la cabeza.

Le fue difícil no apretar el paso y mantenerse serena.

Y le fue aún más difícil dejar de pensar en todo aquello, en la novedad que representaba, la sorpresa, el suave color de las sensaciones que sentía.

Tanto que acabó rindiéndose a la evidencia: no podía dejar de hacerlo.

 

Catorce

 

I
nició el ascenso de la pendiente que conducía a su calle pensando en Sergio y en las tres ocasiones en que había estado con él, incluida la primera, tan curiosa y ridícula, cuando notó una presencia cerca de ella. Al levantar los ojos del suelo, lo vio.
 

Arturo.
 

Se quedó paralizada. No sólo no se lo esperaba, sino que fue como si la atacara a
traición, como si él pudiera haber adivinado sus pensamientos. Supo que se había quedado blanca por la impresión, aunque él no pudiera notarlo, rodeada por las primeras sombras de una noche estrellada.
 

—Hola, Montse.
 

Estaba a unos cinco metros, de pie, aunque seguramente había estado esperándola sentado en la parte baja del muro de los señores Caldentey. Sólo dio un par de pasos en su dirección, así que, después de todo, los pocos metros que aún los separaban eran igual que un abismo.
 

Montse logró reaccionar.
 

Continuó caminando y trató de pasar de largo a su lado.
 

No lo consiguió. Arturo la retuvo cogiéndola del brazo. Montse hizo un gesto de furia para soltarse.
 

—Espera, por favor —le pidió el chico.
 

—¿Qué quieres? —le lanzó toda su ira en forma de mirada, una mirada cargada de reproches y desprecio.
 

—¿Cómo estás?
 

—¿Es eso? ¿Te interesa únicamente mi salud? Pues ya lo ves: muy bien. ¿No se nota?
 

—¿De verdad estás bien?
 

—¿Preocupado a estas alturas? —le disparó verbalmente ella—. ¿A ti qué te parece? No tengo aspecto de muerta, ¿verdad?
 

—Eres injusta —susurró él con dolor.
 

—¿Yo? ¿Injusta yo? —pareció sorprenderse Montse.
 

—No tuve muchas opciones.
 

—Tuviste una —se puso el dedo índice en el pecho y agregó—: Yo. Pero pasaste de mí.
 

—¿No lo entiendes? —elevó la voz Arturo—. No quería verte...
 

—¿Qué, morir? Vamos, puedes decirlo, ya lo he superado.
 

El muchacho bajó la cabeza. Montse experimentó un torbellino de sensaciones. Los recuerdos cruzaron su mente como si ésta fuese transparente. Eran como nubes sin rumbo, pero nubes compactas, llenas de momentos que un día fueron inolvidables.
 

Y había pasado tan sólo un año, aunque parecía que todo se remontara a otro tiempo y otra dimensión.
 

—El amor es hasta el final, ¿sabes? —le dijo imponiéndose a su culpable silencio—. No vale para pasarlo bien y cuando van mal dadas...
 

—Tuve miedo —confesó Arturo.
 

—¿Qué te crees que sentí yo? ¿Miedo tú? ¡Yo sí que tenía miedo, y estaba sola! ¿Dónde estabas tú cuando esperaba la muerte en el hospital? ¡Mierda, Arturo!, ¿dónde estabas?
 

—Lo siento. Ahora...
 

—Ahora soy otra —no le dejó hablar.
 

—No es verdad.
 

—Sí lo es, mírame.
 

Arturo seguía con la cabeza baja.
 

—Mírame —repitió Montse con más fuerza en la voz.
 

Lo hizo. Ella se había jurado no llorar. Él, en cambio, parecía roto y a punto de hacerlo.
 

—De acuerdo —dijo el chico—, algo sí has cambiado, pareces más dura.
 

—Al contrario. De dura nada. Ahora amo la vida porque sé lo que es estar a punto de perderla. Me siento mejor, como persona, y también, feliz y contenta. Pero aún tengo miedo, vivo y duermo con él. Y es porque aún me siento sola y me cuesta adaptarme a cuanto me rodea desde que me dieron el alta. Pero sé que saldré adelante.
 

—Por favor, déjame que...
 

Volvió a quedarse cortado.
 

—¿Quieres intentarlo de nuevo o es sólo que te sientes culpable? Continúas siendo tan egoísta como ya lo eras antes, aunque yo no me diese cuenta.
 

—¿Egoísta?
 

—No me importa, en serio. Ya no —le mostró las palmas de sus manos desnudas—. Me duele pero no me importa. Yo estaba en el hospital y tú ya salías con Mercedes. Por cierto, ¿cómo está? Hace mucho que no la veo.
 

—Fue una locura. Igual hubiera podido fumarme unos porros o beber hasta emborracharme —quiso justificarse él.
 

—No me vale —negó Montse—. Te buscaste a otra y ya está, y encima fue ella, «Doña Caliente», ideal para hacerte olvidar, porque todo el mundo dice que es muy fogosa. Pero da lo mismo, de verdad. Dejémoslo así. Dicen que el primer amor no se olvida y yo no te olvidaré, aunque estoy empezando a comprender que lo nuestro sólo fueron fuegos artificiales.
 

Por primera vez, y tras aguantar estoicamente el chaparrón verbal, Arturo la miró con dureza.
 

—¿Es por ése? —preguntó.
 

—¿Quién?
 

—Ya sabes a quién me refiero. Ése con el que estabas.
 

—Es un amigo. Acaba de llegar al pueblo, aunque eso a ti no te importa.
 

—Has estado un par de veces con él.
 

—Exacto —frunció el ceño al darse cuenta del comentario—. ¿Me espías?
 

—No. Me lo han dicho, nada más.
 

—¡Genial! —suspiró molesta—. ¡Desde luego un pueblo es lo ideal para disfrutar de intimidad! ¿Tienes a muchos correveidiles a sueldo?
 

 

De pronto pareció cansarse de todo aquello. La ira aumentó y, sobre todo, la necesidad de escapar, de echar a correr. Su habitación estaba a menos de treinta pasos.
 

—Bueno, ya vale, ¿qué quieres?
 

—Nada —murmuró él con dolor.
 

—Entonces buenas noches —dijo ella.
 

Reanudó su camino, lo esquivó con miedo de que volviera a retenerla y, al no encontrarse oposición, ganó seguridad, confianza, y acentuó el ritmo de sus pasos.
 

Fueron exactamente treinta y dos hasta meterse en su habitación, a salvo.
 

 

Quince

 

—
Q
uiere volver —sentenció Carolina.
 

—No, no lo creo. Se siente culpable y nada más.

—Oye —hizo un gesto terminante su amiga—: lo que yo te diga. Quiere volver.

—Pues no me dijo nada.

—Tía, si es que tal y como lo cuentas, aún no sé cómo no echó a correr. Y no te digo que hicieras mal, qué va. Yo en tu caso, te juro que le pego una patada entre las piernas, así, de buenas a primeras, y luego, si puede, hablamos.

—Pues yo pienso que no. Y no me importa. Ni le culpo. A fin de cuentas la mayoría de la gente todavía me ve como un bicho raro, una especie de... monstruo de Frankenstein.

—¡Hala!, ¿qué dices?

—En serio. Puede que aún me quiera, no te lo discuto, pero esto... —se tocó el pecho con un dedo.

—Yo creo que te equivocas. Lo que pasa es que Arturo se ha dado cuenta de que metió la pata y que fue un inmaduro. ¿Aún sale con Mercedes?

—Ni idea.

—Si sale, que lo dudo, no le dura ni este verano.

—Bueno, ella es muy... convincente. Fíjate en lo poco que tardó en saltar sobre él en cuanto estuve fuera de circulación.

—Pero si no pegan ni con cola. Mercedes es un pendón desorejado, ideal para inmaduros como Arturo —repitió poniendo el dedo en la llaga.

—Mira, me da igual, en serio. Ya lo he superado.

—No habías vuelto a verlo, que es otra cosa. Ahora que ya te has enfrentado a él, sí que puedes superarlo. ¿Y Sergio?

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