El águila de plata (47 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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—Hizo una pausa—. Y otro anillo de fortificaciones mirando al exterior para evitar cualquier intento de detener el asedio.

Fabiola no podía ocultar su sorpresa.

—¿Los atacaban dos ejércitos? —preguntó.

El
optio
asintió enérgicamente con la cabeza:

—César tenía diez legiones, pero el enemigo debía de superarlo en número como mínimo por cinco a uno. Hay miles de galos muertos por todas partes, aunque dicen que es mucho peor en el noreste del campo de batalla.

—¿Es ahí donde se ha decidido la batalla? —preguntó Secundus. Se le iluminó el rostro.

—Sí. Los guerreros enemigos casi consiguieron penetrar en las defensas y César envió refuerzos al mando de Decimus Brutus, pero casi los aplastaron.

Fabiola palideció.

—Entonces César volvió a formar a los soldados y cambió el rumbo de la batalla.

—¿Recuerdas que eres uno de los soldados de Pompeyo? —bromeó Secundus.

—Yo cumplo órdenes como cualquiera —gruñó el
optio
—. Eso no quiere decir que no sepa valorar a un gran general.

—¿Brutus está vivo? —interrumpió Fabiola.

—Sí, mi señora. Lo he preguntado.

—¡Gracias a los dioses! —exclamó—. ¿Es seguro continuar?

—Sí que lo es. Yo os puedo llevar hasta él. —Hizo una mueca—. Pero tendremos que atravesar todo el campo de batalla.

—¡Adelante! —Convencida de que ya había visto lo peor, Fabiola ya no podía esperar más. Tenía que ver a Brutus.

El
optio
se detuvo dubitativo.

—El peligro ya ha pasado —dijo con brusquedad—. Tú mismo lo has dicho.

El oficial miró a Secundus, que se encogió de hombros. Lo intentó una vez más:

—No es un panorama digno de una mujer.

—Eso seré yo quien lo decida.

El
optio
, acostumbrado ya a su naturaleza dominante, saludó con brusquedad. Hizo una señal a los soldados para que lo siguiesen y encabezó el camino hacia la carretera.

Tras una pequeña elevación, empezaba el campo de batalla propiamente dicho. Un aire extraño e inquietante flotaba sobre toda la zona. Contrastaba enormemente con el frenético caos de los días anteriores, que Fabiola se esforzaba en imaginar. En el cielo, nubes de cuervos y grajos descendían en picado, sus ásperos gritos el único sonido. Como si de un bosque de arbolillos se tratase, de la tierra sobresalían innumerables lanzas y los huecos que quedaban entre ellas estaban rellenos con las formas más pequeñas y emplumadas de las flechas.

Sin embargo, lo que le llamó la atención fue el número de muertos, no podía evitar mirar.

Fabiola estaba completamente horrorizada. Nada podía haberla preparado para una cosa así, ni siquiera la sangre que había visto derramar en la arena. La tierra estaba plagada de cuerpos, muchos más de los que parecía posible que cupiesen en ella: la muerte a una escala irreal. Era tal la superabundancia de alimento que ni siquiera las bandadas de pájaros podían con ella. Y ahora los cadáveres también eran de romanos y no sólo de galos. Estaban amontonados en grandes pilas, tendidos unos sobre otros como borrachos adormecidos en un banquete. Había sangre por todas partes: en los rostros inmóviles, en las heridas abiertas, en las espadas y las lanzas abandonadas. Alrededor de los soldados que habían muerto desangrados había charcos de sangre coagulada. Bajo los pies, la hierba pisoteada por el paso de los soldados se había mezclado con el barro rojo y glutinoso y se pegaba a las sandalias de los legionarios. El ligero zumbido de las nubes de moscas que se apiñaban sobre cada trozo de carne expuesta perforaba la quietud.

Se veían grupos de legionarios moviéndose metódicamente entre los muertos, arrebatándoles las armas y cualquier objeto de valor. Ocasionalmente, encontraban guerreros enemigos vivos, pero a ninguno se le perdonaba la vida. A estas alturas, los únicos que quedaban vivos en el campo de batalla eran los que no habían podido huir. Malheridos, los galos no servían como esclavos. Cada cierto tiempo, las espadas brillaban al sol y los gritos breves se deshacían en el aire.

La cantidad de cadáveres era tal que, al poco, los esclavos no pudieron continuar cargando con la litera. Al descender, Fabiola se tapó la nariz con la mano, intentando en vano no inhalar. El hedor empalagoso de la carne en descomposición ya se le estaba pegando a la garganta. Podía imaginarse lo que sería después de dos o tres días bajo el intenso sol.

A toda prisa, el
optio
ordenó a unos cuantos hombres que marcharan delante de Fabiola, abriéndole paso. Seguir aquel camino era como atravesar el averno, pero a esas alturas Fabiola no tenía intención de detenerse. Al fin Brutus se hallaba cerca. Y ella volvería a estar a salvo con él.

Vieron la circunvalación romana, y esta aparición hizo que Fabiola apartase la vista de la carnicería que tenía a su alrededor. Nadie podía quedarse impasible ante la escala de semejante obra de ingeniería. Y, por si fuese poco, la habían construido por duplicado en el otro lado.

Fabiola estaba sorprendida por la gran determinación de César. Realmente era el increíble general que Brutus le había descrito. Un hombre peligroso. ¿Un violador?

Sobre una meseta situada más arriba de las fortificaciones romanas se encontraba el objetivo de César: Alesia.

Intentar penetrar desde cualquiera de las dos direcciones habría sido una tarea suicida. Y defender los terraplenes, completamente aterrador.

El
optio
no había exagerado la magnitud de la masacre. Era mucho peor aquí que lo que habían dejado atrás. La escena le produjo náuseas e intentó no vomitar. ¿Sería el averno así? ¿Había sido Carrhae tan horrible?

Los gritos de dolor desviaban su atención de un horror a otro.

No lejos de allí, un grupo de legionarios se congregaba alrededor de un hombre tendido boca abajo que se quejaba: un anciano vestido con una túnica.

Fabiola se acercó y observó la escena horrorizada. No iba armado y probablemente había tenido la desgracia de caer en sus manos.

Las puntas de las jabalinas hurgaban en su cuerpo, haciéndolo sangrar y provocándole nuevos gritos. Las sandalias con tachuelas del ejército pisoteaban el cuerpo sin protección. Fabiola estaba segura de haber oído cómo se le partía un brazo. Apartar la vista no servía de nada. Una risa cruel le llenó los oídos. Su mirada volvía a la horrible escena una y otra vez. La tortura siguió hasta que los soldados se aburrieron. Primero uno de ellos desenvainó el
gladius
, y a continuación, otro lo hizo.

Fabiola se movió incluso antes de darse cuenta. Empujó a sus sorprendidos legionarios para abrirse paso y gritó con todas sus fuerzas.

—¡Basta ya!

—¡Vuelve aquí! —le gritó Secundus por detrás—. ¡No puedes intervenir!

Fabiola lo ignoró; no estaba dispuesta a presenciar semejante ejecución sumaria. Le recordaba demasiado a lo que quizá le hubiese pasado a Romulus. Además, tenía la fuerte sensación de que debía intervenir.

Sus gritos tuvieron el efecto deseado. Un par de legionarios dejaron lo que estaban haciendo y miraron a su alrededor. Lanzaron una mirada lasciva y desagradable y codearon a sus camaradas.

Fabiola ignoró sus miradas lujuriosas y se acercó.

Intimidados por su actitud decidida, los soldados que estaban más cerca se apartaron. Pero el que llevaba la voz cantante, un duro soldado con una cota de malla oxidada y un escudo de bronce abollado coronado con un simple penacho de crin, no se movió ni un solo paso. En lugar de apartarse, se relamió los labios en actitud provocadora mirando a la joven que había interrumpido su diversión.

Fabiola pasó directamente a la ofensiva. Quizá la vergüenza sirviese de algo.

—¡Qué valiente torturar así a un anciano! —dijo entre dientes—. ¿Es que no habéis visto suficientes muertes?

Su pregunta fue recibida con risas desdeñosas.

Fabiola estudió los rostros duros y llenos de cicatrices a su alrededor y se dio cuenta de que eran algunos de los veteranos de César. Tras seis años de campañas ininterrumpidas en la Galia, guerra y muerte era lo único que conocían.

Secundus se acercó seguido de Sextus y del
optio
. Los tres tuvieron cuidado de no tocar sus armas.

—¿Quién demonios sois para darnos órdenes? —preguntó el cabecilla—. Además, ¿a ti qué te importa?

Sus compañeros sonrieron y, para demostrar su rebeldía, uno de ellos propinó una patada a la víctima.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? —gritó Fabiola—. ¡Haré que os azoten a todos!

Su arranque se encontró con miradas confundidas.

—¿Por qué no íbamos a matarlo? —preguntó un soldado delgado.

Fabiola miró más de cerca y se dio cuenta de lo que, a causa de la ira, no había percibido antes. Aunque la túnica del anciano estaba raída, le colgaba una hoz del cinturón. Se le había abierto una bolsita de cuero gastado y su contenido estaba desperdigado por el suelo. Había hierbas secas sobre pequeñas piedras pulidas por el uso; a su lado, los huesos diminutos de un ratón. Una daga corta con la hoja oxidada manchada de sangre ofrecía el último pedazo de evidencia. Ahora Fabiola comprendió por qué los soldados actuaban con tanta saña.

Pocos personajes provocaban más miedo en los corazones de los romanos que los druidas galos. Miembros de un poderoso grupo que conocía las antiguas tradiciones, eran reverenciados y odiados a partes iguales por su propia gente. Se rumoreaba que incluso el mismo Vercingétorix confiaba en uno de ellos para que le predijese el futuro.

—¿Lo veis? —dijo el legionario delgado—. Es un maldito druida.

—No por mucho tiempo —bromeó el cabecilla.

Hubo más risas.

Fabiola se acercó y vio que todas las heridas del anciano eran superficiales, todas menos una. A través de los dedos con los que se sujetaba la barriga, una gran cantidad de sangre le había empapado la túnica. Su intervención había llegado demasiado tarde. Era una herida mortal.

Y al mirar al druida, se dio cuenta de que él lo sabía.

Por extraño que parezca, el anciano sonrió.

—Parece que algunas de mis visiones eran ciertas —aseveró—. Una bella mujer morena que busca venganza.

Fabiola abrió los ojos como platos.

Detrás de ella, Secundus era todo oídos.

Durante unos instantes nadie habló.

—Eres amiga de una persona a quien César aprecia —dijo de repente con aspereza.

Los legionarios intercambiaron miradas de preocupación. La amenaza de Fabiola no había sido una vana amenaza. Sin una protesta más, dejaron que se arrodillase junto al druida.

Fabiola, aunque horrorizada por la situación general, también estaba intrigada. Se hallaba ante un hombre con más poder que cualquiera de los charlatanes que merodeaban por el templo de Júpiter de Roma. Pero se estaba muriendo. Tenía que averiguar qué más sabía antes de que fuese demasiado tarde.

El druida le hizo señas.

—¿Todavía sufres por tus seres queridos? —le preguntó en un susurro.

Un sollozo involuntario le subía por la garganta y Fabiola asintió con la cabeza. «Madre, Romulus.»

El anciano se quejó de dolor y Fabiola instintivamente se acercó y le cogió una mano nudosa y ensangrentada. Poco más podía hacer.

Sus siguientes palabras la conmocionaron.

—Tenías un hermano. Un soldado que se fue a Oriente.

Fabiola intentó no desmoronarse completamente.

—¿Lo habéis visto? —preguntó.

El anciano asintió con la cabeza:

—En un inmenso campo de batalla, luchando contra una poderosa hueste con inmensos monstruos grises en el centro.

«Romulus aparecía en mi visión.» Fabiola miró en dirección a Secundus.

Como era de esperar, estaba emocionado. Mitra había hablado a través de ella.

Exultante, Fabiola intentó calmarse.

—¿Sigue con vida? —quiso saber.

Sus palabras quedaron colgadas en el aire sofocante.

—Roma debe tener cuidado con César.

Su comentario provocó gruñidos de enfado, y los legionarios se adelantaron con las espadas preparadas. Pero el anciano tenía los ojos vidriosos y la mirada perdida.

—¿Romulus está vivo? —Fabiola le pellizcó los dedos, pero no sirvió de nada.

Un último estertor escapó de los labios del druida y su cuerpo quedó sin vida.

—¡Hasta nunca! —bramó el cabecilla—. Nuestro general es el único hombre capaz de dirigir la República.

Carraspeó y escupió para después alejarse. Sus compañeros hicieron lo mismo. Allí ya no había diversión y, si se marchaban rápidamente, evitarían el castigo. Encontrar en un ejército a legionarios como aquéllos, sin ninguna característica especial, era prácticamente imposible.

Indiferente ante sus actos, Fabiola se hundió, ya no le quedaban energías.

No habría ninguna revelación sobre Romulus.

¿Cómo iba a poder soportarlo?

Capítulo 20 Barbaricum

Barbaricum, océano Índico, verano de 52 a. C.

Agachado a orillas de un muelle de madera toscamente labrado, Romulus escupió airado al mar. El viaje hacia el sur lo había avejentado. Unas oscuras ojeras de cansancio le habían aparecido bajo los ojos azules, y tenía la mandíbula cubierta por una barba de varios días. Llevaba el pelo negro más largo. Aunque no lo sabía, imponía. Puede que su túnica militar estuviese sucia y harapienta, pero su altura, las piernas y los brazos muy musculosos y el
gladius
envainado indicaban que era un hombre al que más valía no contrariar.

La mirada de Tarquinius se apartó de los hombres que había estado observando. Enseguida se percató del estado de ánimo de Romulus.

—Brennus escogió su destino —le dijo con calma—. Tú no podías impedírselo.

Sin sorprenderse de que le leyera el pensamiento, Romulus no contestó. En su lugar, observó con una mezcla de repugnancia y curiosidad la variedad de objetos que flotaban en el agua. Como era típico en un puerto grande, había cabezas de pescado podridas, trozos de madera, pequeños fragmentos de redes de pescar desechados y frutas medio podridas flotando entre los cascos de madera de los barcos amarrados.

Los gritos y las exclamaciones de comerciantes, tenderos, tratantes de esclavos y la posible clientela llenaban el aire cálido y salado. A tan sólo unos pasos de distancia se encontraba una parte del gran mercado que constituía la razón de ser de Barbaricum. Pese a las altas temperaturas y a la humedad, el lugar estaba abarrotado. Comerciantes barbudos y tocados con turbantes vendían índigo, diferentes tipos de pimienta y otras especias en sacos abiertos. Desnudos excepto por las cadenas, montones de hombres, mujeres y niños esperaban abatidos en pie sobre unos bloques como si fuesen ganado. Los caparazones de tortuga amontonados de forma ordenada formaban pilas más altas que un hombre. Y los colmillos bruñidos colocados a pares constituían una prueba muda de que no todos los elefantes se convertían en animales de guerra. Había mesas de caballetes cubiertas de turquesa, lapislázuli, ágata y otras piedras semipreciosas. Había hilo y telas de seda, algodón en balas y retales de muselina fina. El mercado era un verdadero cuerno de la abundancia.

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