Miró a Brutus de arriba a abajo con una mirada experta. Su amante había cambiado el uniforme militar y las
caligae
por unos zapatos de piel suave y una toga de la mejor lana de un blanco luminoso. Nunca contento, su
vestiplicus
, cuya tarea consistía en colocar los complejos pliegues de la toga, se afanaba y esmeraba a su alrededor. Al final Brutus se cansó y despidió al adulador esclavo.
Docilosa aprovechó para desaparecer.
—¿Y bien?
—Estás muy guapo, mi amor —murmuró Fabiola mientras se acercaba y le ponía la mano en la entrepierna.
Habían pasado toda la tarde copulando como conejos; sin embargo, la respuesta de Brutus fue inmediata.
—Tal vez podrías decir que te duele el estómago —le sugirió con voz seductora.
—Para —rio—. No podemos perdernos el banquete.
—Por nada del mundo —repuso Fabiola, y lo besó en los labios.
Brutus, que desconocía sus intenciones, sonrió orgulloso.
«Gran Mitra —rezó—. Dame una señal. Necesito saber si César es mi padre.»
Una pequeña guardia formada por cuatro legionarios y un
optio
los acompañó hasta la enorme tienda de César.
Sextus contempló con el semblante preocupado cómo se marchaba la pareja. No le gustaba perder a Fabiola de vista. Nunca.
Un mayordomo con calvicie incipiente los esperaba en la entrada.
—¡Bienvenidos! —saludó con una reverencia—. Seguidme, por favor.
Fabiola, a quien repentinamente invadió una sensación de aprensión, se quedó helada. ¿Estaba loca? Incluso aunque su sospecha fuese cierta, pensar en hacer daño a uno de los hijos predilectos de Roma equivalía a suicidarse. Esbozó una sonrisa irónica. ¿Qué más daba? Aunque había sobrevivido a peligros terribles, su hermano mellizo había soportado cosas mucho peores. «Sin Romulus, mi supervivencia no importa —pensó Fabiola—. No hay que temer a la muerte.»
Brutus no se había percatado de su reacción y entró entusiasmado detrás del esclavo. Fabiola se armó de valor y se apresuró.
La sala espaciosa, pero espartana, donde César se reunía diariamente con sus oficiales había sido redecorada con muebles de comedor. Como era costumbre, se había colocado un diván grande en tres extremos de cada mesa y el cuarto extremo había quedado despejado. La pareja tan sólo eran dos de entre los más de veinte invitados a la cena. Legados, tribunos y oficiales del Estado Mayor descansaban sentados de tres en tres en cada diván, y numerosos esclavos se movían de un sitio a otro entre los invitados. Todavía no había señal de César, pero el murmullo animado de la conversación llenaba el ambiente.
Cuando Brutus y Fabiola pasaron por delante de las primeras mesas, se giraron cabezas y se oyeron murmullos de admiración. Brutus saludaba con la cabeza y se inclinaba ante muchos de los oficiales, mientras que Fabiola sonreía vacilante. Cuando llegaron a la mesa central, Brutus saludó a los cuatro hombres reclinados en los divanes. Fabiola estaba encantada. Estaba claro que era aquí donde César se sentaría, y ser invitada a cenar a su mesa era uno de los más altos honores que le podían conceder.
—Marco Antonio, Tito Labieno, Cayo Trebonio y Cayo Fabio, buenas noches.
El cuarteto murmuró un cortés saludo, pero todas las miradas se posaron en la acompañante de Brutus.
—¿Puedo presentaos a Fabiola, mi amada? Para mi más absoluta sorpresa, ha arriesgado su vida en las tierras de la Galia para venir a verme.
Marco Antonio le lanzó una mirada prolongada y desagradable que ella ignoró.
—No me sorprende —repuso Labieno comprensivo. Era un hombre maduro y delgado, de cabello gris—. Eres uno de los mejores oficiales de César. Un buen partido.
—No le hagas caso, mi amor —objetó Brutus—. Junto con César y Fabio, este hombre ha vencido la última batalla. Y esos dos —señaló a Marco Antonio y a Trebonio— nos salvaron el pellejo la noche anterior con sus tropas de caballería.
Marco Antonio se rio con el comentario de Brutus.
—Tú también aportaste tu grano de arena —repuso arrastrando las palabras y pasándose la mano por el cabello rizado y castaño—. Por eso estás aquí. ¡Ahora, siéntate!
Brutus se sonrojó y llevó a Fabiola hasta su sitio en el extremo del diván de la derecha. Él se sentó en medio, de manera que los separaba un cabezal y ambos se hallaban frente al diván de César, vacío porque estaba reservado sólo para el general. Fabiola había aprendido la importancia de los diferentes lugares que se ocupaban, de manera que sabía que sólo Labieno y Marco Antonio estaban recostados en una posición superior a su amante. Esto la llenó de orgullo, pero también le preocupó la clara animadversión entre Brutus y Marco Antonio, el mejor amigo de César, que tenía fama de ser un hombre rebelde y peligroso. Enseguida sirvieron copas de
mulsum
, pero Fabiola apenas tuvo tiempo de dar un sorbo cuando estallaron fuertes vítores. Todos los oficiales se pusieron en pie y Fabiola comprendió que César había llegado.
Brutus se levantó y se dirigió a Fabiola con una sonrisa.
—¿Te das cuenta cómo le quieren?
Ella asintió con la cabeza.
—Los legionarios también —prosiguió—. Lo seguirían hasta el Hades.
—¿Por qué? —preguntó, en un intento por comprender.
—César siempre recompensa la valentía de sus soldados. Por ejemplo, todos los que han luchado aquí, en Alesia, recibirán a un esclavo como recompensa —le susurró Brutus—. Pero no sólo eso. César también es muy valiente, así que sienten un gran respeto por él. Cuando es necesario, dirige desde el frente. Ayer, los guerreros de Vercingétorix estuvieron a punto de vencernos, pero César cabalgó desde la empalizada hasta el frente de la caballería de reserva y aplastó la retaguardia. —Golpeó un puño contra el otro—. Nuestros soldados soportaban mucha presión a lo largo de toda la línea y estaban a punto de desmoronarse; sin embargo, en cuanto vieron a César con su capa roja galopando arriba y abajo, contraatacaron. Los galos, presos del pánico, emprendieron la retirada y así ganamos la batalla.
Los vítores y los aplausos enseguida alcanzaron proporciones ensordecedoras. Los oficiales que estaban más cerca se apartaron y, por primera vez, dejaron ver a César. Era un hombre delgado como un galgo, de pelo corto y ralo, rostro alargado con pómulos marcados y nariz aquilina. Aunque no era guapo según los cánones de belleza, algo en él llamaba la atención. Fabiola no sabría decir qué era. Se fijó en que la toga que llevaba tenía una estrecha franja púrpura, distintivo de censores, magistrados y dictadores. «Pocos pueden dudar de a qué clase pertenece César —pensó con admiración—. Pero ¿había violado él a su madre?» El sorprendente parecido con Romulus dio nuevo ímpetu a su sospecha.
—¡Bienvenido, señor! —saludó Marco Antonio efusivamente—. Nos honráis con vuestra presencia.
César los saludó con la cabeza uno a uno. Se detuvo más tiempo en Fabiola, que se sonrojó y se miró los zapatos. Conocer a uno de los hombres más poderosos de la República resultaba intimidatorio.
Brutus chasqueó los dedos y el general se encontró de inmediato con una delicada copa en la mano.
—Ésta debe de ser la bella Fabiola —dijo César con una mirada penetrante y carismática—. Al fin nos conocemos.
—Señor —respondió con una profunda reverencia—. Es todo un honor estar aquí, en el banquete de vuestra victoria.
Sonrió, y Fabiola se tranquilizó un poco.
—Sentaos, por favor.
Todos obedecieron, y Fabiola observó educadamente a los comensales enzarzados en animadas conversaciones. Como era lógico, primero hablaron de la batalla. A Fabiola le interesaba la conversación y no se perdió una palabra.
César dirigía la conversación y analizaba todos los aspectos de la campaña. Había muchas cosas que estudiar. El conflicto con Vercingétorix podía haber terminado en la ciudad amurallada de Alesia; sin embargo, había durado muchos meses. Se había iniciado con el asedio de varias ciudades leales a Vercingétorix, entre ellas Cenabum y Avaricum.
—Ya había oído hablar antes de Cenabum —dijo Fabiola.
—Probablemente porque los habitantes de la ciudad masacraron a los comerciantes romanos que vivían allí —explicó César—. Evidentemente queríamos venganza, por eso no tardamos tanto en asediar la ciudad.
—¿Qué sucedió? —preguntó Fabiola.
—Mis soldados prendieron fuego a las puertas, irrumpieron en la ciudad y la saquearon. —César esbozó una sonrisa ante su horror—. Los soldados son como lobos. Necesitan la emoción de la caza para mantener el interés.
Fabiola asintió con la cabeza al recordar la adrenalina que corría por sus venas cuando luchaba junto a Sextus. También podía imaginar el terror de los civiles cuando los legionarios irrumpieron en Cenabum.
—Sin embargo, el asedio de Avaricum fue más difícil. Aún era invierno y teníamos muy pocos víveres —continuó Brutus—. Cada día enviábamos partidas de pillaje, pero la caballería gala las atacaba.
—Fueron días aciagos —reconoció Marco Antonio.
—Así que di a mis legiones la opción de levantar el asedio… —prosiguió César.
—¿Y optaron por esa opción? —preguntó Fabiola con curiosidad.
—Se negaron —repuso orgulloso—. Dijeron que sería una vergüenza no terminar lo que habían empezado. De manera que, como no quedaba maíz para hacer pan, mis legionarios se alimentaron exclusivamente de ternera durante varios días.
—Además construyeron una enorme terraza de asedio para rellenar el barranco que protegía la única entrada a la ciudad —prosiguió Brutus con el rostro iluminado—. Y todo el tiempo los galos nos lanzaban estacas afiladas, piedras inmensas y brea hirviendo.
—Los soldados no se desanimaron ni cuando la base de madera de la plataforma se incendió —añadió César—. Al día siguiente tomaron las murallas pese a las fuertes lluvias y, posteriormente, la ciudad.
Fabiola soltó un grito ahogado de admiración. Con el
mulsum
corriendo por sus venas, cada vez se enfrascaba más en la animada conversación entre César y sus oficiales. Su deseo de descubrir si era su padre quedó sumergido bajo la fascinación por los impresionantes detalles de la campaña. Desinhibida, Fabiola empezó a hacer preguntas detalladas sobre César. Brutus, alarmado, le lanzó una mirada de advertencia; pero su general, que parecía divertido, toleró esta situación durante cierto tiempo.
Con las mejillas encendidas, Fabiola no se dio cuenta de que César empezaba a impacientarse. Brutus se le acercaba para susurrarle al oído, cuando cometió un error impropio de ella.
—Si tan valientes son vuestros soldados, ¿qué salió mal en Gergovia? —preguntó enérgicamente.
Un silencio de asombro se apoderó de la mesa. A César se le heló el semblante.
—¿Y bien? —insistió Fabiola.
Nadie le respondió.
—¡Fabiola! —le reprendió Brutus—. Te has excedido. —Nunca lo había visto tan enfadado.
De repente, Fabiola se sintió totalmente sobria.
—Lo siento —susurró—. No es de mi incumbencia, sólo soy una mujer.
«¿Qué he dicho?» Su mente era un torbellino. Discreción y sigilo eran su lema. Preguntar a César sobre una derrota que había sufrido, por rara que fuese, era algo completamente estúpido. «¡Mitra! —imploró Fabiola—, perdóname. Te ruego que esto no perjudique la amistad de Brutus con su general.»
Se oyó una risa calmada.
El sonido era tan inesperado que, por un instante, Fabiola no lo reconoció. Levantó la vista y vio que César la miraba y se reía. Resultaba desconcertante. Fabiola se sintió como un ratón en las garras de un gato.
—Lo que sucedió es que los soldados que participaron en el ataque sorpresa no respondieron a la llamada de retirada —respondió César con frialdad—. Mientras unos escalaban las murallas de Gergovia, otros asediaban los hogares. Cuando los galos que estaban en el interior y en el exterior se percataron de que los legionarios estaban aislados del ejército principal, se reagruparon y los rodearon por completo.
—Pero enseguida fuisteis a su rescate con la Décima, señor —se aprestó a añadir Brutus.
—Ya habíamos perdido a setecientos soldados —repuso César. En su voz se percibía perfectamente su pesar—. Y cuarenta y seis centuriones.
Fabiola agachó la cabeza deseando que la tierra se abriese bajo sus pies y se la tragase. Pero no fue así.
Brutus intentó desviar la conversación hacia temas triviales, pero su intento fracasó estrepitosamente. Los otros tres, sentados en el mismo diván, empezaron a hablar entre ellos. Brutus y Fabiola quedaron frente a César, era una situación muy incómoda.
—Tu joven amante es muy curiosa —dijo César en voz alta unos instantes después—. Muy inteligente para haber sido esclava. Y prostituta.
Sus compañeros parecieron sorprenderse ante la revelación.
Brutus apretó la mandíbula, pero guardó silencio.
Fabiola se moría de vergüenza y de pena. Aunque era de esperar que César lo supiese todo sobre ella. Esperó mientras deseaba con todas sus fuerzas poder retroceder en el tiempo.
—Esta característica puede ser positiva —prosiguió César—. Pero no suele serlo. Combinada con semejante belleza, una mujer puede conseguir mucho: por ejemplo, influir en gente poderosa.
—Entiendo, señor —repuso Brutus evitando mirarlo.
—Átala corta —añadió César agriamente. Y lanzó una mirada penetrante a Fabiola.
Ella tembló, pero sostuvo su mirada.
—O tendré que hacerlo yo —añadió, y después calló.
La expresión granítica de su rostro revelaba mucho más que las palabras.
«Roma debe tener cuidado con César», había avisado el druida.
Ella también.
Más de dos años después…
Cana, en la costa arábiga, invierno de 50 a. C.
Los piratas estaban pensativos mientras el barco se deslizaba entre un par de torres impresionantes y se adentraba en el imponente puerto amurallado de Cana. El
olibanum
y el carey que habían robado estaban escondidos en la bodega, y las armas, ocultas bajo rollos de lona de repuesto en la cubierta. Algo más que un registro superficial y descubrirían su condición. Aunque los treinta corsarios eran buenos luchadores, los soldados que patrullaban las almenas más arriba eran mucho más numerosos.
Romulus miró a los centinelas vigilantes y también se sintió intranquilo. No ayudaba el hecho de que, con una excepción, ni Tarquinius ni él confiaran en uno solo de sus compañeros. Mustafá, el gigante de cabello grasiento que a punto estuvo de ahogarse en los muelles de Barbaricum, era ahora su fiel seguidor; pero el resto eran marineros curtidos o antiguos esclavos con instintos asesinos de la India y de las costas del mar de Eritrea, cuya tez abarcaba todos los tonos de marrón y negro que había en la tierra. El más duro y traicionero de todos era Ahmed, el capitán nubio. Desgraciadamente, tenía el destino de los dos en sus manos. Pese a ello, con una combinación de astucia y buena suerte habían logrado sobrevivir hasta entonces.