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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (4 page)

BOOK: El alienista
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— Kreizler estima que al muchacho lo mataron a primera hora de esta noche— comentó Theodore, mirando la hoja de papel que tenía en la mano—. Algo relacionado con la temperatura del cuerpo… De modo que es posible que el asesino esté todavía en la zona. Tengo a mis hombres rastreándola. Añade unos cuantos detalles médicos, y luego este mensaje.

Me tendió el papel, y en él vi la apresurada letra de Kreizler, que había anotado en mayúsculas: ROOSEVELT: SE HAN COMETIDO GRAVES ERRORES. ESTARÉ DISPONIBLE POR LA MAÑANA, O DURANTE EL ALMUERZO. TENEMOS QUE EMPEZAR… HAY UN CALENDARIO QUE SEGUIR. Por un momento, intenté entender su significado.

— Resulta bastante irritante cuando se pone tan críptico— fue la conclusión a la que pude llegar.

Theodore consiguió reír entre dientes.

— Sí, yo he pensado lo mismo. Pero creo que ahora lo entiendo. Ha sido al examinar el cadáver. Moore, ¿tienes idea de cuántos asesinatos se cometen cada año en Nueva York?

— La verdad es que no…— Lancé al cadáver otra mirada de curiosidad, pero volví bruscamente la cabeza al ver la forma cruel en que su cara se comprimía contra la pasarela de metal, de modo que la mandíbula inferior se desplazaba en un ángulo grotesco de la superior, y los agujeros negros y rojos donde antes habían estado los ojos—. Si tuviera que hacer una suposición, diría que cientos. Tal vez mil o dos mil.

— Yo diría lo mismo— contestó Roosevelt—. Pero también estaría haciendo suposiciones, ya que ni siquiera prestamos atención a la mayoría de ellos. Bueno, la policía pone todo de su parte, si la víctima es alguien respetable y rico. Pero a un muchacho como éste, un inmigrante que se dedica al comercio de la carne… Me da vergüenza decirlo, Moore, pero no hay precedentes en investigaciones de casos así, como habrás podido ver por la actitud de Flynn.— Sus manos volvieron a apoyarse en las caderas—. Pero ya me estoy hartando de esto. En estos asquerosos barrios los maridos y las esposas se matan unos a otros, los borrachos y los drogadictos asesinan a personas decentes y trabajadoras, montones de prostitutas son brutalmente asesinadas o se suicidan, y la gente de fuera contempla la mayoría de estas cosas como si se tratara de un espectáculo tétricamente divertido. Eso es tremendo. Pero cuando las víctimas son chiquillos como éste y la reacción general no difiere mucho de la de Flynn… Te juro que tengo la sensación de estar en guerra con mi propia gente, porque este año ya hemos tenido tres casos como éste y no ha salido ni un murmullo de las comisarías ni de los detectives de la policía.

— ¿Tres?— pregunté—. Yo sólo estaba enterado de lo de la chica del Draper’s.

Shang Draper dirigía un famoso burdel en la Sexta Avenida y la calle Veinticuatro, donde los clientes podían comprar los favores de criaturas (mayormente muchachas, pero también algún que otro muchacho) cuyas edades oscilaban entre los nueve y los catorce años. En enero habían encontrado a una chiquilla de diez años, asesinada a golpes en una de las pequeñas habitaciones del burdel, delimitadas únicamente por paneles.

— Sí, y si te enteraste de eso fue porque Draper se había retrasado con el pago de comisiones— dijo Roosevelt.

La amarga batalla contra la corrupción emprendida por el alcalde del momento, el coronel William L. Strong, y ayudantes como Roosevelt, había sido valerosa, pero no habían conseguido erradicar la más antigua y lucrativa de las actividades de la policía: la obtención de sobornos por parte de los que regentaban salones, cafés concierto, garitos, fumaderos de opio y otros antros del vicio.

— Alguien del Distrito Dieciséis, todavía no sé quién, filtró parte de esa historia a la prensa para apretar un poco las tuercas. Pero las otras dos víctimas eran muchachos como éste, a los que se encontró en la calle, y por tanto inútiles para extorsionar a sus alcahuetes. De modo que la noticia no se difundió…

Su voz se desvaneció entre el chapoteo del agua a nuestros pies y el continuo rumor de la brisa del río.

— ¿Estaban los dos como éste?—— pregunté, observando cómo Roosevelt miraba el cadáver.

— Más o menos. Un corte en la garganta. Y ambos habían sido festín de las ratas o de los pájaros, como éste. No eran una visión muy agradable.

— ¿Ratas o pájaros?

— Los ojos…— contestó Roosevelt—. El sargento detective Connor lo atribuye a las ratas, o a los carroñeros. Pero lo demás…

No se había publicado nada en la prensa sobre aquellos dos asesinatos, aunque la cosa no tenía nada de extraordinario. Tal como Roosevelt había dicho, los asesinatos que parecían no tener solución y que se perpetraban entre los pobres o los marginados, apenas aparecían en los informes de la policía, y desde luego no se investigaban; y cuando las víctimas pertenecían a segmentos de la sociedad cuya existencia por lo general no se reconocía, entonces las posibilidades de que su muerte saliera en los periódicos eran prácticamente nulas. Por un momento me pregunté qué harían mis editores del Times si les sugería publicar un reportaje sobre un muchachito que se ganaba la vida pintándose como una prostituta y vendiendo su cuerpo a hombres maduros (la mayoría de ellos aparentemente respetables), al que habían apuñalado horriblemente en un oscuro rincón de la ciudad. Sin duda tendría suerte si conseguía que no me despidieran; aunque lo más probable es que me internaran en el manicomio de Bloomingdale.

— Hace años que no hablo con Kreizler— murmuró Roosevelt al fin—. Aunque me envió una carta muy amable cuando…— Por un momento sus palabras se hicieron ininteligibles—. Es decir, en los momentos difíciles.

Comprendí qué quería decir. Theodore se refería a la muerte de su primera esposa, Alice, que había fallecido en 1884, al dar a luz a su hija a la que habían puesto el nombre de ella. La pérdida de Theodore ese día había sido doblemente dolorosa, ya que la madre de él falleció pocas horas después de que lo hiciera su esposa. Theodore se había enfrentado a la tragedia como era habitual en él, sellando el recuerdo sacrosanto de su mujer para nunca más volver a mencionarla.

Ahora intentó animarse y se volvió hacia mí.

— Sin embargo, el bueno del doctor debe de haberte llamado aquí por algún motivo.

— Pues que me condene si lo entiendo— repliqué, encogiéndome de hombros.

— Sí— dijo Theodore con otra afectuosa risita—. Inescrutable como un chino cualquiera, nuestro amigo Kreizler… Tal vez, al igual que él, yo haya permanecido demasiado tiempo estos últimos meses entre hechos extraños y atroces. Pero creo adivinar su propósito. Mira, Moore, he tenido que ignorar todos los asesinatos como éste porque en el departamento no hay ningún interés en investigarlos. Y aunque lo hubiera, ninguno de nuestros detectives está preparado para sacar nada en limpio de semejante carnicería. Pero este muchacho, este revoltijo horrible y sanguinolento… La justicia no puede seguir ciega por más tiempo. Tengo un plan, y creo que Kreizler tiene otro… Y pienso que tú eres el encargado de ponernos a los dos en contacto.

— ¿Yo?

— ¿Por qué no? Tal como hiciste en Harvard, cuando todos nos conocimos.

— Pero… ¿y qué es lo que tendría que hacer?

— Traer a Kreizler mañana a mi despacho. A última hora de la mañana, tal como dice en la nota. Intercambiaremos ideas y veremos qué se puede hacer. Pero ten cuidado, procura ser discreto… Por lo que se refiere a los demás, será una reunión de viejos amigos.

— Maldita sea, Roosevelt, ¿qué es lo que será una reunión de viejos amigos?

Pero se había perdido en el embeleso de la elaboración de un plan. Ignoró mi pregunta, respiró hondo, hinchó el pecho, y pareció mucho más satisfecho de lo que había parecido hasta ese momento.

— Acción, Moore… ¡Tenemos que responder con la acción!

Y entonces me agarró de los hombros y me abrazó con fuerza, habiendo recuperado por completo todo su entusiasmo y su seguridad moral. En cuanto a mi propia seguridad, de cualquier tipo, aguardé en vano a que llegara. Todo cuanto supe fue que me veía arrastrado hacia algo que implicaba a dos de los hombres más apasionadamente decididos que yo había conocido en mi vida… Y este pensamiento no me tranquilizó lo más mínimo mientras bajaba la escalera hacia el carruaje de Kreizler, dejando el cadáver del pobre Santorelli solo en aquella atalaya, bajo el helado cielo que todavía no aparecía manchado por el más mínimo indicio del amanecer.

4

Con la mañana llegó la fría y cortante lluvia de marzo. Me levanté temprano y descubrí que Harriet me había preparado, misericordiosamente, un desayuno a base de café cargado, tostadas y fruta (que ella, debido a su experiencia en una familia en la que abundaban los borrachos, creía esencial para alguien que a menudo empinaba el codo). Me instalé en el rincón favorito de mi abuela, el cual estaba protegido por vidrieras y daba al aún dormido jardín de rosas del patio trasero, decidido a tragarme la edición matutina del Times antes de telefonear al Instituto Kreizler. Con la lluvia golpeteando en el tejado de cobre y las paredes de cristal a mi alrededor, inhalé la fragancia de las pocas plantas y flores que mi abuela mantenía vivas todo el año y cogí el periódico, tratando de volver a establecer contacto con un mundo que, a la luz de los acontecimientos de la noche anterior, parecía de pronto inquietantemente revuelto.

España está furiosa, me enteré. La cuestión del apoyo norteamericano a los nacionalistas rebeldes de Cuba (el Congreso de Estados Unidos estaba considerando otorgarles el estatuto de plena beligerancia, con lo cual reconocería efectivamente su causa) seguía provocando muchos quebraderos de cabeza al corrupto e inestable régimen de Madrid. El cadavérico Boss Tom Platt, antiguo cerebro rector republicano de Nueva York, recibía los ataques del Times por intentar prostituir la inminente reorganización de la ciudad en el Gran Nueva York— que incluiría Brooklyn y Staten Island, además de Queens, Bronx y Manhattan— para sus oscuros propósitos. La próximas convenciones demócrata y republicana prometían centrarse en torno a la cuestión del bimetalismo, o si el sólido patrón oro de Estados Unidos debía verse manchado o no por la introducción del cambio basado en la plata. Trescientos once negros americanos se habían embarcado rumbo a Liberia. Y los italianos estaban furiosos porque sus tropas habían sido derrotadas por las tribus abisinias al otro lado del continente negro.

Por trascendental que esto pudiera ser, tenía muy poco interés para un hombre con mi estado de ánimo. Así que me dediqué a cuestiones más ligeras. En el Proctor’s Theatre había unos elefantes que montaban en bicicleta; un grupo de faquires hindúes actuaban en el museo Hubert de la calle Catorce; Max Alvary hacía un brillante Tristán en la Academia de la Música; y Lillian Russell era La diosa de la verdad en el Abbey’s. Eleanora Duse no era la Bernhardt en La dama de las camelias. Y Otis Skinner, en Hamiet, ofrecía con demasiada facilidad y frecuencia su propensión a la lagrimita fácil. El prisionero de Zenda llevaba cuatro semanas en el Lyceum. Yo la había visto ya dos veces, y por un momento pensé en verla de nuevo aquella noche. Era una gran válvula de escape para las preocupaciones de un día normal (por no mencionar las sombrías visiones de una noche extraordinaria): castillos con fosos llenos de agua, combates a espada, una intriga distraída, y mujeres pasmadas que se desmayaban…

Sin embargo, mientras pensaba en la obra, mis ojos recorrían otras noticias. Un hombre de la calle Nueve que estaba borracho había cortado el cuello a su hermano, después se había vuelto a emborrachar y había disparado contra su madre; aún no había pistas sobre el cruel asesinato del artista Max Eglau en la Institución para la Mejora de la Enseñanza de los Sordomudos; un hombre llamado John Mackin, que había matado a su mujer y a su suegra y luego había intentado poner fin a su vida seccionándose el cuello, se había recuperado de la herida, pero ahora intentaba morir de inanición. Las autoridades habían intentado convencer a Mackin para que comiera, enseñándole el terrible instrumento de alimentación forzosa que de lo contrario utilizarían para mantenerle vivo para el verdugo…

Lancé el periódico a un lado. Después de tomar un último trago del café azucarado y un trozo de melocotón traído desde Georgia, redoblé mi resolución de acercarme a la taquilla del Lyceum. Me dirigía a mi habitación para vestirme cuando el teléfono soltó un sonoro timbrazo, y oí que mi abuela exclamaba ¡Oh, Dios! en su salita de la mañana. El timbre del teléfono siempre le provocaba esta reacción, aunque nunca hacía la menor sugerencia para eliminarlo, o por lo menos para amortiguar su sonido.

Harriet salió de la cocina, su cara suave, de mediana edad, salpicada con pompas de jabón.

— El teléfono, señor— anunció, secándose las manos—. Le llama el doctor Kreizler.

Me ceñí la bata china y me dirigí a la pequeña caja de madera que colgaba cerca de la cocina. Descolgué el pesado auricular negro y me lo puse en la oreja al tiempo que colocaba mi otra mano en el micrófono fijo.

— ¿Sí?— pregunté—. ¿Eres tú, Laszlo?

— Ah, veo que ya estás despierto— le oí decir—. Perfecto.

El sonido llegaba apagado, pero el tono era enérgico, como siempre. Sus palabras traían la cadencia de un acento europeo: Kreizler había emigrado a Estados Unidos de pequeño, cuando su padre alemán– un próspero editor y republicano de 1848— y su madre húngara habían huido de la persecución monárquica para iniciar una existencia en cierto modo de famosos exiliados políticos en Nueva York.

— ¿A qué hora nos espera Roosevelt?— preguntó, sin pensar por un momento que Theodore hubiese podido rehusar su sugerencia.

— ¡Antes de almorzar!— contesté, elevando el tono como si quisiera contrarrestar la debilidad de su voz.

— ¿Por qué diablos gritas?— inquirió Kreizler—. Antes del almuerzo, ¿eh? Estupendo. Entonces tenemos tiempo. ¿Has visto el periódico? La noticia sobre ese hombre, Wolff…

— No.

— Pues léela mientras te vistes.

Me quedé mirando mi bata.

— ¿Cómo sabes que no me he…?

— Lo tienen en el hospital Bellevue. Como tendré que evaluarlo, aprovecharemos para formularle algunas preguntas adicionales, por si está relacionado con nuestro asunto. Luego iremos a Mulberry Street, una breve parada en el Instituto y almuerzo en Del’s. He pensado en pichón o en salchichas de palomo. Con la salsa pebrada de Ranhofer y trufas es insuperable.

— Pero…

— Cyrus y yo iremos directamente desde casa. Tendrás que coger un cabriolé. La cita es a las nueve y media… Procura no llegar tarde, ¿de acuerdo? No debemos perder ni un minuto en este asunto.

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