Authors: Leigh Brackett
Stark aulló. Un grito extraño y penetrante que sorprendió incluso a los Isleños. Un grito que venía de otro mundo; el grito de unos seres subhumanos de rostros de cerdo que divisaban una presa. Los Perros del norte aullaron, larga y siniestramente. Una masa compacta de gente que se aglutinaba en la puerta, estalló en fragmentos bajo las espadas y el terror mental de los Perros. No hubo apenas resistencia. Los Thyranos cubiertos de hierro llegaron después, gruñendo y jadeando. Los Fallarins y los Tarfs se mantuvieron aparte, esperando a que acabasen el trabajo sucio. Halk blandía la larga espada. Sólo Pedrallon iba sin armas. Como Heraldo de alto rango antes de la derrota, conoció una Ged Darod llena de orgullo y poder. Stark se preguntó cuáles serían sus sentimientos al ver en lo que acababa su amada ciudad.
Leigh Brackett
Piratas de Skaith
Libro de Skaith - 3
ePUB v1.0
RufusFire30.08.12
Título original:
The Reavers of Skaith
Leigh Brackett, 1976
Traducción: Francisco Arellano, 1989
Ilustración de portada: Rafael Estrada
Editor original: RufusFire (v1.0)
Corrección de erratas: arant
ePub base v2.0
Fuertes ataduras sujetaban a N´Chaka a la superficie dura y lisa en la que estaba tendido.
Sobre él, brillaba una luz muy fuerte. Apenas distinguía el rostro que se inclinaba sobre el suyo. Era una cara que se movía y parecía latir con el ritmo de su sangre. Un rostro hermoso de oro pulido, con una cabellera curiosamente rizada. Otros rostros permanecían medio ocultos en las sombras que había a los lados; pero el que bailaba ante él parecía el único importante. No recordaba a quién pertenecía. Sólo sabía lo importante que eran aquellas facciones.
De nuevo, el dolor. Y el picotazo de una aguja.
N´Chaka mostró los dientes y luchó contra las ataduras.
El rostro dorado le hizo una pregunta.
N´Chaka la escuchó. No quería contestar, pero no tenía elección. El veneno que corría por sus venas le impulsaba a responder.
Habló. Lo hizo con los chasquidos y gruñidos de un lenguaje tan primitivo que apenas era más complejo que el de los grandes simios.
Penkawr-Che, el hombre dorado, dijo:
—Interesante. Siempre vuelve a lo mismo. Traed a Ashton.
Le llevaron.
Repitieron la pregunta. Y la respuesta.
—Eres su padre adoptivo. ¿Sabes en qué idioma habla?
—Los aborígenes de Sol Uno hablan esa lengua. Fue educado por ellos cuando asesinaron a sus padres. Cuando lo recogí, no tendría más de catorce años y no conocía otro idioma.
—¿Puedes traducirlo?
—Fui uno de los administradores de Sol Uno. Una de mis obligaciones consistía en proteger a los aborígenes contra los mineros. No siempre lo conseguí. Pero les conocía muy bien.
Tradujo con precisión. Sonrió.
—En lo referente a las cosas que te interesan, ese idioma no tiene vocabulario suficiente.
—¡Ah! —exclamó Penkawr-Che—. Bien. Tengo que reflexionar.
El millón de campanillas de Ged Darod tintineaban suavemente desde los techos y cúpulas de la Ciudad Baja. Una cálida brisa las hacía cantar. Era un sonido alegre que simbolizaba amor y bondad. Pero en las calles atestadas, entre los templos dedicados al Viejo Sol, a Nuestra Madre Skaith, a mi Señor la Oscuridad, a su Dama la Nieve, y a su Hija el Hambre, la mortal trinidad que casi poseía la mitad del planeta, la gente permanecía silenciosa y alarmada.
En los templos, numerosos fieles imploraban la protección de los dioses; pero la mayor parte de la multitud miraba a otra parte. A los millares de Errantes que llenaban parques y jardines. Miembros de todas las razas del Cinturón Fértil, vestidos o desnudos, pintados o adornados de cualquier modo imaginable, aquellos hijos vagabundos y libres de los Señores Protectores volvían el rostro hacia la Ciudad Alta. Los Señores Protectores, por mediación de sus Heraldos, sus servidores, siempre habían velado para alimentar a los hambrientos y socorrer a quienes necesitasen ayuda. Los Heraldos nunca les habían decepcionado. Seguramente, incluso conseguirían conjurar la amenaza extranjera que planeaba en el cielo, pese al incendio del puerto estelar.
Un navío había dejado Skaith. Transportaba a los traidores que desearon derrocar el poder de los Heraldos y reemplazarlos por un poder extranjero. Si sucedía algo parecido, los Errantes sabían que ellos mismos y las costumbres que permitían su existencia serían barridos.
Bajo la puerta de los Heraldos, con la esperanza puesta en la salvación, se apretujaban en la inmensa plaza.
En la cúspide de la Ciudad Alta, corazón y sede del poder de los Heraldos, el Señor Protector Ferdias se asomaba a una de las ventanas del Palacio de los Doce. Contemplaba el esplendor de los centelleantes domos y los mosaicos multicolores. Ferdias era viejo. Pero la edad no había doblegado su orgullosa espalda, ni conseguido apagar el violento fuego que ardía en su mirada. Vestía el traje blanco que simbolizaba su rango. Ni la menor traza de humildad traicionaba el hecho de que Ferdias fuese un fugitivo de Ged Darod.
Pero era consciente de ello. Terriblemente. Y, de modo especial, aquel día.
Tras él, se abrió una puerta inmensa. Se oyeron unas voces bajas y lejanas que atravesaban la enorme habitación. Ferdias no se volvió. No había nada que le apremiase.
Su vida de devoción había comenzado en el interior de aquellas imponentes murallas, como un gris aprendiz más. No sabía que el Viejo Sol, la estrella escarlata que reinaba en el cielo, era un simple número marcado en los mapas galácticos de una civilización de la que nunca había oído hablar. No supo que él mismo, su sol y su planeta se encontraban en un remoto sector de algo que los desconocidos llamaban Cinturón de Orión. No descubrió que la galaxia, algo que llegaba mucho más allá de su pequeño cielo aislado, contenía un inmenso complejo de mundos y humanidades a los que se llamaba Unión Galáctica.
¡Bendita ignorancia! ¡Cuán feliz habría sido de no haber descubierto nada de todo aquello! Tonante y brutal, sin embargo, el saber vino cargado de nubes y la inocencia se perdió para siempre.
En poco más de doce años los navíos estelares llevaron muchos beneficios al triste mundo en que nació Ferdias. Skaith estaba hambriento de metales y minerales que no poseía. Incluso se permitió que los extranjeros se aposentasen en el planeta. En el único puerto espacial, Skeg, se les vigilaba estrechamente. Pero los navíos habían traído algo más que venturas: herejías, traiciones, revueltas, guerra... y, por último, un extranjero procedente de las estrellas. Incendió la Ciudadela y expulsó a los Señores Protectores a los caminos de Skaith, quienes, como los Errantes, se convirtieron en fugitivos sin techo.
Ferdias apoyó las manos en la maciza piedra del alféizar de la ventana y sonrió. Vio la luz del Viejo Sol brillando sobre las calles que discurrían a sus pies, por encima de la masa humana que esperaba. Su corazón se abrió; el calor invadió su cuerpo cortándole el aliento. Las lágrimas le velaron los ojos. Aquél era su pueblo. Les había dedicado la vida. Los pobres, los débiles, los desamparados, los hambrientos. Sus hijos. Sus hijos bienamados.
«Por mi error, pensó, podéis ser destruidos. Pero los dioses de Skaith no os han abandonado. Y», añadió humildemente, «tampoco me han abandonado a mí».
A sus espaldas, alguien tosió. No era una voz ni impaciente ni insistente.
Ferdias, volviéndose, suspiró.
—Señor Gorrel —dijo—, volved a la cama. No tenéis nada que hacer aquí.
—No —repuso Gorrel sacudiendo la demacrada cabeza—. Me quedo.
Se sentaba en un butacón, apoyándose en cojines y cubriéndose con mantas. Aún no se había repuesto de la huida hacia el sur.
Ferdias pensaba que nunca se recuperaría y que la terrible impresión sufrida en la Ciudadela, así como las fatigas del viaje, eran las causantes de la alterada salud de Gorrel.
—En ese caso —continuó Ferdias suavemente—, quizá lo que tengo que decir os dé nuevas fuerzas.
Además de Gorrel, en la habitación había otros cinco ancianos vestidos con el mismo traje blanco que Ferdias. Eran los siete Señores Protectores. Tras ellos se encontraban los Doce, el Consejo de Heraldos Superiores. Éstos vestían túnicas de color rojo oscuro y llevaban cetros con el pomo de oro. Un poco separado de los Doce permanecía otro Heraldo vestido de rojo. La mirada de Ferdias se detuvo un momento en su rostro orgulloso y lleno de amargura.
—Hemos vivido en un tiempo cruel —empezó Ferdias—. Un tiempo de tribulación. Parecía que las bases de nuestra sociedad se derrumbaban. Tregad se unió a la rebelión contra nosotros y sufrimos una grave derrota en Irnan. Aquí mismo, en Ged Darod, fuimos traicionados por uno de los nuestros, el Heraldo Pedrallon, que permitió que un navío interestelar aterrizase a pesar de nuestra prohibición expresa. En ese navío embarcaron pasajeros, hombres y mujeres, entre ellos el propio Pedrallon, que querían entregar nuestra Santa Madre Skaith a manos de la Unión Galáctica para que acabase nuestro reinado. Durante ese tiempo cruel pudimos sentir la destrucción de veinte siglos de trabajo y devoción hacia la humanidad; un servicio que dura desde la Gran Migración.
Se detuvo, consciente de los atentos rostros vueltos hacia él. Volvió a sonreír, con algo parecido a una mueca de feroz benevolencia.
—Os he reunido para deciros que ese tiempo ha terminado.
Del confuso murmullo de la asamblea se alzó una voz fuerte y clara, la de un orador. Pertenecía a Jal Bartha, que sería elegido de entre los Doce para ocupar el puesto del anciano Gorrel como Señor Protector cuando éste muriese. Ferdias sabía que Jal Bartha lo esperaba: su falta de juicio podía ser soportada; pero no su presunción.
—¿Cómo es eso posible, señor? —preguntó Jal Bartha—. Los traidores de los que habláis están camino de Pax. Stark predica a las ciudades estado el evangelio del vuelo estelar. Nuestros Heraldos son expulsados o asesinados.
—Si tu voz revestida de oro quiere callar durante un instante —replicó Ferdias tranquilamente—, pondré las cosas en claro.
Jal Bartha se ruborizó e inclinó la cabeza.
Ferdias miró de nuevo al Decimotercer Heraldo y dio una palmada.
A un lado de la inmensa sala se abrió una puertecita. Por ella entraron dos hombres vestidos con túnicas verdes. Entre ellos, avanzaba otro hombre. Llevaba un traje azul, símbolo de los rangos inferiores. Era joven y parecía muy turbado.
—Este hombre se llama Llandric —explicó Ferdias—. Es una de las criaturas de Pedrallon. Una serpiente. Tiene algo que decirnos.
Llandric empezó a balbucear.
Con una voz de acero helado, Ferdias ordenó:
—Habla, Llandric, habla lo mismo que hablaste conmigo.
—Sí —empezó el joven—. Yo... sirvo a Pedrallon. —Pareció recuperar el coraje y se enfrentó a la hostilidad con tranquilo desafío—. Creo que los pueblos de Skaith tienen que ser libres de emigrar y ello por una única razón: la superficie habitable del planeta disminuye cada año que pasa y es preciso buscar sitio.
—No queremos que nos des una conferencia sobre las herejías de Pedrallon —le cortó Jal Bartha—. Son ya muy conocidas.
—Creo que ni las entienden ni las comprenden —prosiguió Llandric—, pero no se trata de eso. Tras la marcha de Pedrallon hemos seguido escuchando el transmisor que obtuvo del hombre de Antares, Penkawr-Che. Era el medio secreto gracias al cual Pedrallon se comunicaba con los extranjeros. Gracias al transmisor, puedo deciros todo lo que pasó. Por eso estoy aquí. Yo he oído hablar a los navíos interestelares.