—Estoy por encima del barco —susurró—. Veo un trozo de arcilla en mi mano. Y veo a Dhamon observándonos y acercándose a nosotros. Jaspe está detrás del cabrestante. Tiene el ceño fruncido y sacude la cabeza. Shaon lo está mirando. Veo la bandera ondeando encima de la vela. A la gaviota le gusta mirar las velas.
—¿Sabes lo que piensa la gaviota?
—Sí —asintió la elfa—. Es como si estuviera dentro de su cabeza. Siente curiosidad por nosotros, por los barcos. Le gusta seguir a los pesqueros, y se pregunta por qué no estamos pescando. Le gusta zambullirse en picado sobre la cubierta y arrebatar algo de comida. Lo considera una diversión, y no entiende por qué no le seguimos el juego.
—¿Puede ver lo que hay más adelante? ¿Hay otros barcos por las inmediaciones?
Feril empezó a hacer el extraño sonido otra vez, y Rig alzó los ojos a tiempo de ver a la gaviota virar y alejarse del barco.
—Lo envío hacia el norte —dijo la elfa.
—¿Controlas al ave?
«No lo volveré a hacer, no después de lo que pasó con el alce», pensó Feril.
—Se lo he pedido amablemente —respondió—. Y él es muy complaciente. Hay un barco a cierta distancia. Tres mástiles. Hay otro más. Se ven varios puntos blancos en la lejanía; quizá sean velas o quizá crestas de espuma. Hay un barco más pequeño. Todos están bastante alejados. La gaviota ve a gran distancia. Uno de ellos es un barco de pesca. Quiere acercarse. —La kalanesti abrió los ojos y sonrió.
»
Supongo que ha encontrado a alguien que le sigue el juego —dijo con una sonrisa. Apretó el puño e hizo una bola informe con el trozo de arcilla, que volvió a guardar en la bolsita.
—Quizá podrías enseñarme a hacer eso —aventuró Rig.
—Tal vez mañana —respondió la elfa.
* * *
Transcurrieron varias semanas y el
Yunque de Flint
rodeó el cabo de Tanith. Las Puertas de Paladine, la boca de la ancha y profunda bahía de Branchala, estaban ante ellos. Detrás, al fondo de la bahía, todavía fuera de la vista, se extendían la ciudad de Palanthas y la campiña.
El litoral era espectacular, y Dhamon se encontró en compañía de Feril admirando el paisaje. La elfa señaló hacia el oeste.
—Arena —susurró—. Cuánta. Y es blanca como la nieve.
—No sabía que el desierto llegara hasta tan lejos —comentó el guerrero—. Claro que nunca había estado en esta región.
—Da la impresión de que lo único que separa al cielo de la tierra es esa fina franja de arena —dijo Feril—. Creo que me gustaría navegar tan lejos que no se viera tierra alguna. Llegar donde el cielo y el mar se unen y continuar navegando hacia un azul infinito...
El claro cielo matinal descendía hasta tocar la alba arena de Palanthas, haciéndola parecer una cinta blanca que ondeara lentamente con la brisa. El agua de color zafiro de la bahía se extendía hasta el horizonte, meciendo suavemente al barco.
—Es muy hermoso —manifestó Dhamon.
—Siempre hay belleza en la naturaleza —convino Feril—. Incluso en Ergoth del Sur. La nieve era hermosa, fría, infinita y silenciosa. Las capas de hielo reflejaban el cielo. No era natural, pero costaba trabajo no apreciar su belleza.
Dhamon contemplaba fijamente el horizonte. «Y tú también eres hermosa», pensó.
—Me gustaría saber más cosas sobre Ergoth del Sur —dijo. En realidad, sólo quería seguir oyéndola hablar.
—¡Feril! —resonó la potente voz de Rig—. Hay aves por todas partes. ¡Quizá podrías volver a intentar lo de esa magia!
La kalanesti sonrió y se dirigió presurosa hacia el marinero.
—Magia —refunfuñó el guerrero.
Al día siguiente, poco antes del alba, entraban lentamente en el profundo puerto de Palanthas.
Khellendros hace planes
El drac azul estaba de pie en una loma situada sobre el cubil subterráneo de Khellendros. Su regordeta cola se sacudió, unos rayos diminutos saltaron entre los dedos de sus garras, y su cabeza giró lentamente para contemplar el vasto y yermo paisaje.
La arena se extendía en todas direcciones. Era una arena blanca y fina, no los granos marrones y gruesos que cubrían el suelo unos cuantos meses atrás. La blancura de la arena contrastaba marcadamente con el color del drac y con el Dragón Azul: un profundo zafiro contra el reluciente blanco.
Un cielo pálido y despejado se extendía sobre sus cabezas, y el sol aparecía suspendido en lo más alto, descargando un calor cegador e implacable. «Bendito calor», pensó el drac. Como su creador, gozaba con la ardiente temperatura.
Khellendros había estado esculpiendo su territorio, igual que habían estado haciendo los otros dragones señores supremos. Pero él no había creado montañas o lagos ni había hecho crecer profusión de plantas. Y tampoco había ampliado mucho más el desierto de como era originalmente. Había dejado el territorio como era en su mayor parte, ya que no era partidario de realizar cambios significativos en las características de los Eriales del Septentrión. Al dragón le gustaba su hogar como era. Simplemente había cambiado el color y la textura de la arena, ya que pensaba que los finos granos blancos acumulaban mejor la temperatura.
Le encantaba sentir el intenso calor bajo las almohadillas de sus patas o bajo el vientre cuando se tumbaba estirado en pleno mediodía —las horas de más calor en el desierto— como lo estaba ahora mismo. El calor penetraba a través de las escamas, calaba sus gruesos músculos, y daba masajes a la cresta que corría a lo largo de su espalda.
La blanca arena retenía mejor el agua cuando el dragón desataba una tormenta para mojar su piel y empapar su territorio, ya que de vez en cuando necesitaba refrescarse, aunque sólo fuera porque, al evaporarse el agua y volver el calor, sabía apreciarlo más y disfrutaba de él otra vez.
¡Ah, este glorioso calor!
El dragón retumbó, como un gato ronroneando, y el drac se volvió a mirarlo. Khellendros contempló a su criatura y, como siempre, ratificó que estaba mirando una copia en miniatura de sí mismo.
—Amo, ¿quieres algo de mí?
—No —gruñó Khellendros sin dejar de observarlo fijamente. Ladeó la testa—. Me apetece dormir un poco. Despiértame si ves intrusos.
El drac azul volvió la cabeza, y Khellendros vio cambiar la escena de su propia imagen hacia el sur. Todavía se estaba acostumbrando a su habilidad de ver lo que cualquier drac escogido veía; y no sólo ver, sino también oír y sentir. Este drac, y los otros que se encontraban en la guarida subterránea, eran extensiones de sí mismo. Cerró los ojos y pensó en la cálida arena, y al hacerlo sus sentidos se desconectaron del drac azul.
—Intrusos
bípedos —
añadió el dragón suavemente.
En ocasiones anteriores, el drac lo había despertado sin necesidad ante la aparición de un camello salvaje en las cercanías. Para la joven criatura, con su mentalidad infantil, intrusos significaba cualquier cosa aparte de sí mismo o Khellendros. Pero el dragón sabía que el drac aprendería. Tenía la capacidad mental de un genio, y Khellendros sólo tenía que llenar esa mente y encarrilarla.
El drac azul continuó vigilando los dominios de su amo; escudriñó cada cacto y cada parche de chaparros, hizo caso omiso de los grandes escorpiones que se desplazaban veloces de aquí para allí, y apenas prestó atención a las finas serpientes marrones que se deslizaban por la arena dejando dibujos ondeantes tras de sí. El drac sabía que cuando su amo despertara borraría las huellas en forma de «S» y devolvería al desierto su aspecto incólume. Vio rielar el aire con las corrientes cálidas que se levantaban del blanco lecho del amo. Y vio aproximarse al diminuto intruso bípedo. El sueño de Khellendros no iba a ser muy largo.
—Amo...
El dragón retumbó; se incorporó sobre las patas traseras, irritado, y miró más allá del drac. ¿Otro camello? ¿Algún escorpión gigante? ¿Tal vez una pequeña tormenta de arena? Por un instante el dragón se preguntó si no habría cometido un error al designar a este drac azul como centinela antes de haber completado su educación. Le habían prometido otros centinelas, vigilantes adecuados para que sus dracs pudieran seguir siendo un secreto mientras los instruía. Pero la promesa del huldre no se había cumplido, y el dragón no conseguía disfrutar del necesario sueño sin que lo despertaran.
Sin embargo no tardó en desechar sus recelos.
—Estoy contento contigo, drac azul —dijo—. Me sirves bien.
El diminuto hombre de piel gris, que un momento antes sólo era una mota en el horizonte, siguió avanzando hacia ellos sin que, al parecer, le molestara el calor.
—Fisura —siseó Khellendros. Abrió las fauces justo lo suficiente para poder sacar la lengua.
Lejos de las sombras de su cubil y del negro cielo de Foscaterra, los oscuros rasgos del huldre quedaban expuestos en toda su ambigüedad. Aunque no tenía orejas, Khellendros vio pequeños agujeros a los lados de su suave y lampiña cabeza. En sus encuentros anteriores, el dragón había creído que los ojos del huldre no tenían pupilas, pero ahora la luz del sol ponía de manifiesto unas pequeñas y negras pupilas en el centro de los ojos, de un color violeta profundo. Aquellos extraños ojos sostuvieron la mirada de Khellendros.
—¿Puedes dar a la arena el color que quieras? —preguntó Fisura.
El dragón arqueó el escamoso entrecejo, gruñó, y se pasó la lengua por el labio inferior. El huldre sería poco mas que una motita insignificante en el inmenso estómago del dragón, pero la idea de tragarse al descarado duende le proporcionó cierta satisfacción.
—¿Podrías hacerla verde o azul o púrpura? Después de todo, yo puedo adoptar cualquier color que desee.
—¿Has venido para molestarme a costa de la arena? —El dragón se deslizó hacia adelante, sin hacer ruido.
—De hecho, estoy aquí para molestarte a costa de colores.
Khellendros rugió y el cielo respondió retumbando. Fisura alzó la vista y advirtió que había aparecido una nube en lo alto, donde un momento antes no había nada.
—De un color en particular —añadió el huldre.
El retumbo se hizo más intenso, y de repente el luminoso cielo azul se oscureció, encapotándose en un visto y no visto. Fisura creyó ver el destello de un relámpago en el centro de la negra masa de nubes. Desde luego, donde sí vio el chisporroteo de un rayo fue alrededor de los colmillos del dragón.
—El color gris —continuó imperturbable, sin mostrar la menor preocupación—. De El Gríseo, para ser preciso.
El retumbo perdió intensidad, bien que el cielo siguió mostrándose amenazador.
—¿Qué, te interesa? —preguntó el huldre mientras se llevaba un dedo, delgado como un sarmiento, a la mejilla.
El retumbo cesó, y Fisura adelantó unos pasos y pasó junto al drac, que enseñó los afilados dientes al hombrecillo. El huldre se paró una docena de pasos delante de Khellendros.
—He estado haciendo ciertas investigaciones... sobre la magia. Parece ser que la magia imbuida en objetos puede incrementar la que posea cualquier dragón o humano.
—Eso ya lo sabía —siseó Khellendros, que había estrechado los ojos hasta hacerlos meras rendijas—. Por eso busqué la que había almacenada en la torre de Palanthas.
—Ah, pero los humanos no saben lo que sé yo: que ciertos objetos antiguos, como espadas, cetros o lo que sea, ya que su naturaleza poco importa, pueden liberar más poder que otros.
—Continúa —instó el dragón.
—Objetos de la Era de los Sueños —dijo Fisura.
—Eso fue en tiempos remotos —gruñó Khellendros—. Antes de que los dioses empezaran a entremeterse en los asuntos de Krynn.
—Sí, antes de la Era de la Luz, antes de que alguien embaucara a Reorx para que forjara una gema que dejó en Lunitari. Luego los dioses de la magia, que habían sido expulsados de Krynn, la impregnaron con su propia esencia y engatusaron a un elegido de Reorx para que robara la joya. El elegido, quizá de manera accidental, la dejó caer en Krynn. Y, con ese acto, la magia resurgió en el mundo.
—Conozco la historia, duende —gruñó Khellendros, irritado—. Pero la magia de la Era de los Sueños...
—Los objetos mágicos de esa época no son ni por asomo tan abundantes como las baratijas que se crearon a partir de entonces, elaboradas después de que los dioses de la magia empezaran a interferir y a repartir sus bagatelas por todas partes. Esos objetos antiguos son más poderosos que todas las chucherías creadas posteriormente.
—Quizá podrían utilizarse para volver a abrir los Portales —razonó Khellendros, pensativo.
—A eso iba. Creo que merece la pena intentarlo a todo trance. Lo único que hace falta es encontrar uno o más de esos objetos arcaicos —prosiguió Fisura—, cosa que imagino llevará mucho tiempo. Meses o tal vez años.
—El tiempo no me importa —repuso Khellendros. «Sólo importa Kitiara», añadió para sus adentros, y el espíritu de la mujer era inmortal mientras flotara en El Gríseo—. Tú buscarás esa magia. —Era una orden, no una súplica.
—Desde luego —contestó el huldre—. Quiero acceder a El Gríseo tanto como tú. Pero, antes, tengo un regalo para ti.
—¿Los centinelas que me prometiste?
Fisura asintió e hizo un gesto hacia el cielo. Abrió la boca, dejando a la vista una hilera de pequeños y puntiagudos dientes, y lanzó un penetrante silbido.
Al principio Khellendros no vio nada, sólo las negras nubes que había hecho aparecer hacía unos minutos. Entonces sus agudos ojos divisaron unos sombras gemelas en medio de los tormentosos nubarrones, unas sombras en forma de dragones, pero más pequeñas. Las figuras se dejaron caer a través del oscuro manto y, plegando las alas contra el cuerpo, se lanzaron en picado hacia el suelo del desierto.
Las criaturas eran de un color marrón oscuro y sólo estaban cubiertas parcialmente con escamas; la envergadura de sus alas era de casi quince metros. Las cabezas parecían haber sido arrancadas de dos lagartos gigantes gemelos, pero estaban equipadas con tres hileras de largos dientes y colmillos curvos que asomaban por encima del labio inferior. Sus correosas alas eran semejantes a las de los murciélagos, pero ni mucho menos tan enormes como las de un dragón. También se diferenciaban de los dragones en que carecían de patas delanteras. Las posteriores, rematadas en zarpas con tres garras, se extendieron al aterrizar, y sus largas colas restallaron con tal violencia que levantaron montones de arena. El dragón se fijó en el protuberante cartílago que tenían casi en la punta de la cola, del que salían unas púas aguzadas como agujas que brillaban por estar impregnadas con veneno.