El Año del Diluvio (15 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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Después —bastante después, después de que vivieran juntos—, él le había dicho que tenía razón. Sí, él había estado en HelthWyzer, pero por razones en las que no iba a entrar había tenido que marcharse apresuradamente, y confiaba en que ella no mencionara a nadie ese anterior tiempo y lugar que había habitado en cierta ocasión. Y ella no lo había mencionado. O no mucho. Salvo justo ahora, a Toby.

En cambio, entonces, durante su estancia en el balneario —gracias a Dios que ella no se estaba sometiendo a ningún proceso de piel que la habría hecho parecer sarnosa, sólo había ido para una puesta a punto—, tuvieron muchas más raciones de aperitivo el uno del otro, encerrados en alguna de las duchas de los vestuarios del balneario, y después de eso se quedó pegada a Zeb como una hoja húmeda. Como él lo estaba a ella, añadía. Nunca tenían bastante el uno del otro.

Y luego, una vez que terminaron las sesiones en el balneario y volvió a lo que llamaba su casa, Lucerne se escabullía del complejo con un pretexto u otro —ir de compras, sobre todo, las cosas que podías comprar en el complejo eran muy predecibles— y se encontraban en secreto en las plebillas —era muy excitante al principio—, en lugares muy divertidos, hotelitos sucios y habitaciones que alquilabas por horas, bien lejos del ambiente acartonado del complejo de HelthWyzer; y luego, cuando él tuvo que viajar de manera inesperada —hubo algún problema, ella nunca había comprendido por qué, pero tenía que irse muy deprisa—, bueno, descubrió que no podía soportar estar separada de él.

De este modo Lucerne había abandonado a su llamado marido, aunque no es que no le estuviera bien empleado por ser tan inerte.

Y se habían ido trasladando de una ciudad a otra, de un parque de caravanas a otro, y Zeb había comprado unos pocos procedimientos en el mercado negro, para sus dedos y su ADN y tal; y después, cuando fue seguro, habían vuelto, justo aquí, a los Jardineros. Porque Zeb le había dicho a ella que siempre había sido Jardinero. O eso decía. En cualquier caso, parecía conocer muy bien a Adán Uno. Habían ido juntos al colegio. O algo por el estilo.

Así que Zeb se vio obligado, pensó Toby. Se había fugado de una corporación; quizás había estado vendiendo en el mercado negro algún producto patentado, como nanotecnología o una combinación genética. Eso podía ser fatal si te pillaban. Y Lucerne había juntado cara y antiguo nombre, y él había tenido que distraerla con sexo y luego se la había tenido que llevar para asegurarse su lealtad. Era eso o matarla. No podía dejarla: Lucerne se habría sentido humillada y habría mandado tras él a los perros de Corpsegur. Aun así, ¡qué riesgo había corrido! La mujer era como el coche bomba de un aficionado: no sabías cuándo saltaría por los aires, ni a quién se llevaría por delante cuando lo hiciera. Toby se preguntaba si Zeb había pensado alguna vez en meterle un corcho en la epiglotis y echarla a un vertedero de basuróleo.

Aunque quizá la amaba. A su manera. Por duro que le resultara imaginarlo a Toby. No obstante, quizás el amor se había agotado, porque en ese momento no estaba haciendo suficiente trabajo de mantenimiento con ella.

—¿Tu marido no te buscó? —había preguntado Toby la primera vez que oyó este cuento—. ¿El de HelthWyzer?

—No considero que ese hombre siga siendo mi marido —dijo Lucerne en tono ofendido.

—Disculpa. Tu antiguo marido. Los de Corpsegur... ¿Le dejaste un mensaje?

El rastro de Lucerne, si lo seguían, llevaría directamente a los Jardineros, no sólo a Zeb sino a la propia Toby, y a su anterior identidad, lo cual podía tener consecuencias incómodas para ella: Corpsegur nunca tachaba antiguas deudas, ¿y si alguien había desenterrado a su padre?

—¿Por qué iban a gastarse el dinero? —dijo Lucerne—. No soy importante para ellos. En cuanto a mi antiguo marido... —Hizo una mueca— debería haberse casado con una ecuación. Quizá ni se dio cuenta de que me fui.

—Y qué pasa con Ren —dijo Toby—. Es una niña encantadora. Seguramente le echa de menos.

—Oh —dijo Lucerne—. Sí. Probablemente se da cuenta de eso.

Toby quiso preguntar por qué Lucerne no había dejado a Ren con su padre. Robarla sin dejar ninguna información parecía un acto de crueldad. Pero formular semejante pregunta simplemente enfadaría a Lucerne, sonaría demasiado crítico.

A dos manzanas de , Toby se topó con una batalla callejera: Asian Fusions contra Blackened Redfish, con unos pocos Lintheads gritando desde fuera. Los chicos no tendrían más de siete u ocho años, pero había muchos, y cuando la localizaron pararon de gritarse los unos a los otros y empezaron a gritarle a ella. «Beata, beata, zorrita blanca. ¡Vamos a quitarle los zapatos!»

Toby giró sobre sí misma, de modo que su espalda quedó contra la pared, y se preparó para hacerles frente. Era difícil patearles fuerte cuando eran tan pequeños —como había señalado Zeb en su clase de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana, existía cierta inhibición de la especie que impedía hacer daño a niños—, pero Toby sabía que tendría que hacerlo porque podían ser letales. Apuntarían a su estómago, la embestirían con sus cabecitas, tratando de derribarla. Los más pequeños tenían un hábito guarro de tirar de las faldas sueltas de las Jardineras y meterse debajo de ellas para luego morder lo que encontraban una vez que estaban allí. Pero Toby estaba preparada: cuando se acercaran lo suficiente, les retorcería las orejas o les golpearía en el cuello con el lateral de la mano, o golpearía uno contra otro sus pequeños cráneos.

Sin embargo, de repente, todos viraron bruscamente como un cardumen, pasaron corriendo a su lado y desaparecieron en el callejón.

Toby giró el cuello y vio la causa. Era Blanco. No estaba en Painball. Debían de haberle dejado salir. O el caso es que había salido.

El pánico le atenazó el corazón. Vio las manos desolladas rojas y azules, sintió que se le desmenuzaban los huesos. Era su peor pesadilla.

Tranquila, se dijo a sí misma. Blanco estaba al otro lado de la calle, y ella iba vestida con un mono suelto y llevaba puesto el cono de la nariz, de modo que tal vez él no lograra reconocerla. De hecho, todavía no había mostrado signo alguno de reconocerla. No obstante, estando sola no se sentía a salvo de una violación o una agresión. Blanco la arrastraría a ese mismo callejón por el cual se habían largado los plebiquillos. Le quitaría el cono y vería quién era. Y ése sería el final, y no sería un final rápido. La mataría lo más lentamente que pudiera. La convertiría en una valla publicitaria de carne, una muestra viva (o no tan viva) de su repugnante refinamiento.

Toby se volvió con rapidez y se alejó lo más deprisa que pudo, antes de que Blanco tuviera tiempo de apuntar su malevolencia hacia ella. Sin aliento, dobló la esquina, recorrió media manzana y miró atrás. Blanco no estaba ahí.

Por una vez se sintió más que contenta de llegar al umbral del apartamento de Lucerne. Se levantó el cono de la nariz, forzó los músculos de su sonrisa profesional y llamó a la puerta.

—¿Zeb? —preguntó Lucerne en voz alta—. ¿Eres tú?

San Euell de la Comida Silvestre
San Euell de la Comida Silvestre
Año 12

De los dones de san Euell

Narrado por Adán Uno

Amigos míos, compañeros animales, mis queridos hijos:

Este día marca el principio de de San Euell, durante la cual recolectaremos los dones de que Dios, a través de la naturaleza, ha puesto a nuestra disposición. Pilar, nuestra Eva Seis, nos llevará de excursión por Heritage Park, en busca de hongos, y Burt, nuestro Adán Trece, nos ayudará con las hierbas comestibles. Recordad: «En caso de duda, ¡escúpela!» Pero si un ratón se la ha comido, posiblemente tú también te la puedes comer. Aunque no siempre.

Los niños mayores asistirán a una demostración de Zeb, nuestro respetado Adán Siete, sobre la caza de animales pequeños mediante el uso de trampas para obtener comida de supervivencia en tiempos de imperiosa necesidad. Recordad, nada nos es impuro si sentimos gratitud y pedimos perdón, y siempre y cuando nosotros mismos estemos dispuestos a ofrecernos a la gran cadena trófica cuando nos llegue el turno. Porque ¿dónde si no radica el significado profundo de sacrificio?

La estimada esposa de Burt, Veena, sigue en barbecho, aunque esperamos volver a recibirla entre nosotros en breve. Que la luz la rodee.

Hoy hemos meditado sobre san Euell Gibbons, que floreció en esta tierra entre 1911 y 1975; hace mucho tiempo, pero está muy cerca en nuestros corazones. De niño, cuando su padre se fue de casa para buscar trabajo, san Euell proporcionó sustento a su familia gracias a su conocimiento de la naturaleza. No fue a ninguna universidad salvo a , oh, Señor. En Tus especies encontró a sus profesores, con frecuencia estrictos pero siempre acertados. Y después compartió estas enseñanzas con nosotros.

Nos enseñó los usos de tus numerosos bejines, y de otros hongos; nos advirtió de los peligros de las especies venenosas, que no obstante poseen un valor espiritual si se toman en cantidades juiciosas.

Él nos cantó las virtudes de la cebolla silvestre, del espárrago silvestre, del ajo silvestre, que no exigen esfuerzo, ni están rociados de pesticidas cuando crecen dichosos lo bastante lejos de los cultivos de agricultura industrial. Conocía los medicamentos de los márgenes: la corteza de sauce para dolores y fiebres, la raíz de diente de león como diurético en caso de retención de líquidos. Nos enseñó a no malgastar; porque incluso la humilde ortiga, tan frecuentemente arrancada y arrojada, es fuente de muchas vitaminas. Nos enseñó a improvisar; porque si no hay acedera puede haber aneas; y si no hay arándanos azules quizás abunden los arándanos rojos.

San Euell, que podamos sentarnos en espíritu a tu mesa —esa humilde lona extendida sobre el suelo— y cenar contigo fresas silvestres, y frondas de helechos y vainas jóvenes de algodoncillo, ligeramente hervidas, con un poco de sucedáneo de margarina si se puede obtener.

Y en momentos de máxima necesidad, ayúdanos a aceptar lo que nos depare el destino; y susúrranos en nuestros oídos internos y espirituales los nombres de las plantas, y sus estaciones, y los lugares donde pueden encontrarse.

Porque se acerca el Diluvio Seco, y cesará toda compraventa, y nos encontraremos limitados a nuestros propios recursos en medio del Jardín munificente de Dios. Que también era tu Jardín.

Cantemos.

Oh, cantemos a las hierbas santas

Oh, cantemos a las hierbas santas

que florecen en las zanjas,

pues son para los necesitados

y no son para los ricos.

No están en los centros comerciales,

tampoco en supermercados;

las desprecian porque todas crecen

sin dueño para los pobres.

La achicoria brota en primavera,

antes de salir las flores;

la raíz de bardana es en junio

cuando está llena de jugo.

Madura en otoño la bellota

y también el nogal negro;

el algodoncillo es tierno hervido,

y sus brotes cuando nacen.

Las cortezas de abedul y picea

tienen vitamina C;

pero no les quites demasiada

porque matarás el árbol.

Verdolaga, acedera, huauzontle

y ortigas también son buenos;

espino albar, saúco, zumaque

tienen bayas que son sanas.

Las hierbas santas proliferan

y son hermosas de ver,

¿duda que Dios las puso

para que no pasemos hambre?

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

24
Ren

Año 25

Recuerdo lo que había para cenar esa noche en el Cuarto Pringoso: había ChickieNobs. No me gustaba la carne desde mi paso por los Jardineros, pero Mordis decía que los ChickieNobs en realidad eran verdura, porque crecían en tallos y no tenían cara. Así que me comí la mitad.

Luego bailé un poco para no perder la práctica. Tenía mi propio Sea/H/Ear Candy, y cantaba. Adán Uno decía que Dios nos había creado con la música incorporada: podíamos cantar como los pájaros, pero también como los ángeles, porque el canto era una forma de alabanza con un origen más profundo que el habla, y Dios podía oírnos mejor cuando cantábamos. Trato de recordarlo.

Luego miré otra vez al Nido de Víboras. Había tres tipos de Painball allí: acababan de salir. Te dabas cuenta porque estaban afeitados, con el pelo recién cortado y ropa nueva, y parecían pasmados, como si los hubieran guardado en un armario oscuro durante mucho tiempo. Además lucían un pequeño tatuaje en la base del pulgar izquierdo: un círculo, rojo o amarillo brillante, según fueran del Equipo Rojo o del Equipo Dorado. Los otros clientes se estaban alejando de ellos, dándoles espacio, pero con respeto, como si se tratara de estrellas de la web o de héroes del deporte y no de criminales de Painball. También apostaban sobre los equipos: Rojo contra Dorado. Mucho dinero cambiaba de manos con el Painball.

Siempre había dos o tres tipos de Corpsegur ocupándose de los veteranos de Painball: podían ponerse hechos una furia y causar estragos. A las chicas del Scales nunca nos dejaban estar solas con ellos: no entendían qué era la fantasía. Nunca sabían cuándo parar y podían romper muchas más cosas que los muebles. Era mejor emborracharlos, pero había que hacerlo deprisa, antes de que entraran en el modo de rabia plena.

—Echaré a estos capullos yo mismo —dijo Mordis—. No queda nada humano bajo ese tejido cicatrizado. Pero SeksMart nos paga un bono de tiempo extra con ellos.

Les daríamos bebida y pastillas, a paladas a ser posible. Habían empezado a usar algo nuevo cuando yo ya estaba en el Pringoso: BlyssPluss, lo llamaban. Sexo sin malos rollos, satisfacción total, te llevaba al paraíso y además ofrecía un ciento por ciento de protección, o eso decían. Las chicas del Scales no estaban autorizadas a tomar droga en el trabajo —no nos pagaban para que disfrutásemos, decía Mordis—, pero esto era diferente, porque si lo tomaban no te hacía falta un guante corporal de biofilm, y muchos clientes pagaban extra porque no te lo pusieras. En el Scales estaban probando el BlyssPluss para la corporación Rejoov, así que lo repartían como caramelos —era sobre todo para los clientes
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— y me moría de ganas de probarlo.

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