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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (16 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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Siempre recibíamos propinas enormes en las noches de Painball, aunque ninguna de las habituales del Scales teníamos que hacer trabajo primario con los nuevos veteranos, porque éramos artistas de talento y cualquier daño que sufriéramos sería costoso. Para el trabajo guarro básico traían a las temporales: chusma europea o Tex-Mex o Asian Fusion y menores Redfish que recogían de las calles porque los tipos de Painball querían membrana, y después de que hubieran terminado te juzgarían contaminada hasta que demostraras lo contrario, y en el Scales no querían gastar dinero en el Cuarto Pringoso chequeando a estas chicas o curándolas. Yo nunca las vi dos veces. Entraban por la puerta, pero no creo que salieran. En un club más cutre las habrían usado para los tipos que querían realizar sus fantasías vampíricas, pero eso implicaba contacto boca-sangre y, como he dicho, a Mordis le gustaba la pulcritud.

Esa noche, uno de los tipos de Painball tenía a Starlite en su regazo. Ella le estaba dando el polvo marca de la casa. Iba con su vestido de plumas de pavoceta y el tocado, y puede que fuera alucinante desde delante, pero desde mi ángulo de visión parecía que al tipo se lo estaba haciendo un guardapolvo enorme azul verdoso, como un lavado de coche en seco.

El segundo tipo estaba mirando a Savona con la boca abierta y la cabeza tan echada hacia atrás que casi formaba ángulo recto con su espalda. Si ella se resbalaba de la barra le partiría el cuello. Si ocurre eso, pensé, no será el primer tipo al que sacan por la puerta de atrás del Scales y lo tiran desnudo en un solar. Era mayor que el otro tipo, calvo y con cola de caballo, y con un montón de tatuajes en los brazos. Había algo familiar en él —quizás era repetidor—, pero no tenía una buena perspectiva. El tercero se estaba poniendo como una cuba. Quizá trataba de olvidar lo que había hecho en el Painball Arena. Yo nunca miraba el sitio web de Painball Arena. Era demasiado asqueroso. Sólo lo conocía por lo que contaban los hombres. Es asombroso lo que te explican, sobre todo si estás cubierta de escamas verdes brillantes y no pueden verte la cara. Ha de ser como hablarle a un pez.

No estaba ocurriendo nada más, así que llamé a Amanda al móvil. Pero ella no respondía. Quizás estaba dormida, enrollada en su saco de dormir en Wisconsin. O a lo mejor estaba sentada en torno a un fuego de campamento y los dos Tex-Mex estaban tocando la guitarra y cantando, y Amanda también estaba cantando porque hablaba el idioma de los Tex-Mex. Quizá brillaba la luna y había algunos coyotes aullando en la distancia, igual que en una peli vieja. Ojalá.

25

Mi vida cambió cuando Amanda vino a vivir conmigo, y luego cambió otra vez en de San Euell, cuando yo tenía casi trece años. Amanda era más mayor: ella ya tenía tetas de verdad. Es extraño medir el tiempo de ese modo.

Ese año, Amanda y yo —y también Bernice— íbamos a unirnos a los chicos mayores en el ejercicio práctico de depredador-presa que dirigía Zeb, en el que teníamos que comernos a la presa. Conservaba un vago recuerdo de comer carne en el complejo de HelthWyzer. En cambio, los Jardineros estaban muy en contra salvo en tiempos de crisis, así que la idea de poner un puñado de músculo y cartílago sangriento en la boca y hacerlo pasar por mi garganta me resultaba nauseabunda. Hice votos de no vomitar, porque eso me avergonzaría mucho y haría quedar mal a Zeb.

No estaba preocupada por Amanda. Ella estaba acostumbrada a comer carne, lo había hecho muchas veces antes. Birlaba SecretBurgers siempre que podía. Así que podría masticar y tragar como si nada.

El lunes de de San Euell, nos pusimos ropa limpia —lavada el día anterior— y yo le hice una trenza en el pelo a Amanda, y luego ella me hizo una a mí.

Acicalado de primates, lo llamaba Zeb.

Oíamos a Zeb cantando en la ducha.

A nadie le importa una higa,

a nadie le importa una higa,

por eso estamos en esta fatiga,

porque a nadie le importa una higa.

Me había acostumbrado a tomar su canto matinal como un sonido reconfortante. Significaba que las cosas eran normales, al menos ese día.

Por lo general, Lucerne se quedaba en la cama hasta que nos habíamos ido, en parte para evitar a Amanda. En cambio, esta vez estaba en la zona de cocina, ataviada con su vestido oscuro de Jardinera y cocinando de verdad. Había estado haciendo ese esfuerzo con más frecuencia en los últimos tiempos. Y también mantenía nuestro espacio vital más ordenado. Incluso estaba cultivando una tomatera, un poco mustia, en una maceta que tenía en el alféizar. Creo que estaba tratando de facilitarle las cosas a Zeb, aunque discutían más. Nos hacían salir cuando se estaban peleando, pero eso no significaba que no pudiéramos oírlos.

Las disputas eran respecto a dónde estaba Zeb cuando no estaba con Lucerne. «Trabajando», era lo único que decía. O «No me presiones» o «No tienes que saberlo, cielo. Es por tu propio bien».

—¡Tienes a otra! —decía Lucerne—. Huelo a zorra rica.

—Guau —susurraba Amanda—. Menuda boquita tiene tu madre.

Y yo no sabía si sentirme orgullosa o avergonzada.

—No, no —decía Zeb con voz cansada—. ¿Por qué iba a querer a nadie más, cielo?

—¡Estás mintiendo!

—Oh, por Cristo en helicóptero. ¡Déjame en paz!

Zeb salió del cubículo de la ducha, goteando en el suelo. Vi la cicatriz donde lo habían acuchillado en aquella ocasión, cuando yo tenía diez años. Me dio un escalofrío.

—¿Cómo están hoy mis plebiquillitas? —dijo, sonriendo como un trol.

Amanda sonrió dulcemente.

—Plebiquillotas —dijo.

Había puré de alubias negras y huevos de paloma pasados por agua para desayunar.

—Buen desayuno, cielo —le dijo Zeb a Lucerne.

Yo tuve que reconocer que estaba francamente bueno, aunque lo hubiera preparado Lucerne.

Lucerne le dedicó esa mirada empalagosa.

—Quería asegurarme de que disfrutarais de una buena comida —dijo—. Teniendo en cuenta lo que comeréis el resto de la semana. Raíces viejas y ratones, supongo.

—Conejo a la barbacoa —dijo Zeb—. Me comería diez cabrones de ésos, con un ratón de guarnición y unas babosas fritas de postre.

Nos lanzó una mirada lasciva a Amanda y a mí: estaba tratando de darnos asco.

—Suena apetitoso —comentó Amanda.

—Eres un monstruo —dijo Lucerne, mirándolo con ojos desorbitados.

—Lástima que no lo pueda acompañar con una cerveza —dijo Zeb—. Únete a nosotros, cielo, necesitamos un poco de decoración.

—Oh, creo que me lo saltaré —dijo Lucerne.

—¿No vas a acompañarnos? —pregunté.

Normalmente, durante de San Euell, Lucerne nos acompañaba en los paseos por el bosque, recogiendo hierbas extrañas, quejándose de los gusanos y sin quitarle ojo a Zeb. Esa vez yo no quería en serio que viniera, pero por otra parte quería que la situación continuara con normalidad, porque tenía la sensación de que todo iba a reorganizarse otra vez, como cuando me habían arrancado como una zanahoria del complejo HelthWyzer. Era sólo una sensación, pero no me gustaba. Estaba acostumbrada a los Jardineros, era el lugar al que pertenecía.

—No creo que pueda —dijo ella—. Tengo migraña.

También había tenido migraña el día anterior.

—Volveré a la cama.

—Le pediré a Toby que se quede cerca —dijo Zeb—. O a Pilar. Para que te quite ese dolor tan pesado.

—¿Sí? —Una sonrisa de sufrimiento.

—Claro —dijo Zeb.

Lucerne no se había comido su huevo de paloma, así que Zeb se lo zampó por ella. De todos modos, sólo era del tamaño de una ciruela.

Las alubias eran del Jardín, pero los huevos de paloma eran de nuestro propio tejado. No teníamos plantas, porque Adán Uno decía que no era una superficie adecuada, pero teníamos palomas. Zeb las atraía con migas, moviéndose despacio para que se sintieran seguras. Luego ponían los huevos, y él les robaba sus nidos. La paloma no era una especie amenazada, decía, por eso no estaba mal.

Adán Uno explicaba que los huevos eran criaturas en potencia, pero todavía no eran criaturas: una nuez no es un árbol. ¿Los huevos tienen alma? No, pero tenían potenciales almas. Por eso la mayoría de los Jardineros no comían huevos, aunque tampoco lo condenaban. No pedías disculpas a un huevo antes de unir sus proteínas a las tuyas, aunque tenías que pedir disculpas a la madre paloma, y darle las gracias por el regalo. No creía que Zeb se molestara pidiendo disculpas. Seguramente, también se comía a algunas de las madres paloma, a escondidas.

Amanda se comió un huevo de paloma. Yo también. Zeb se comió tres, más el de Lucerne. Necesitaba más que nosotros porque era más grande, dijo Lucerne: si comíamos como él engordaríamos.

—Hasta luego, damas guerreras. No matéis a nadie —dijo Zeb cuando salimos.

Había oído hablar del rodillazo en la entrepierna y los movimientos arrancaojos de Amanda, y de su trozo de cristal con cinta aislante; hacía bromas al respecto.

26

Teníamos que recoger a Bernice en el Buenavista antes ir a la escuela. Amanda y yo queríamos dejar de hacerlo, pero sabíamos que nos meteríamos en líos con Adán Uno, porque eso era impropio de los Jardineros. A Bernice todavía no le caía bien Amanda, aunque tampoco es que la odiara. Mantenía con ella la precaución que uno tiene con algunos animales, como un ave con un pico muy afilado. Bernice era amenazadora, pero Amanda era dura, que no es lo mismo.

Nada podía cambiar cómo eran las cosas, o sea que Bernice y yo habíamos sido las mejores amigas y ya no estábamos juntas. Me hacía sentir incómoda cuando estaba cerca de ella: en cierto modo, me sentía culpable. Bernice era consciente de ello, y trataba de encontrar formas de darle la vuelta a mi culpa y dirigirla contra Amanda.

Aun así, la apariencia externa era de amistad. Las tres íbamos juntas a la escuela, o hacíamos juntas tareas de recolección de los Jóvenes Bioneros. Esa clase de cosas. Sin embargo, Bernice nunca venía a , y nunca nos quedábamos con ella después de la escuela.

De camino a casa de Bernice esa mañana, Amanda dijo:

—He descubierto algo.

—¿Qué? —dije.

—Sé adónde va Burt entre las cinco y las seis, dos tardes por semana.

—¿Burt
el Pelón?
¡A quién le importa! —dije.

Ambas sentíamos desprecio por él, porque era un patético sobón de axilas.

—No. Escucha. Va al mismo sitio al que va Nuala —dijo Amanda.

—¡Estás de broma! ¿Adónde?

Nuala flirteaba, pero flirteaba con todos los hombres. Era su manera de ser, como fulminarte con la mirada era la manera de ser de Toby.

—Van al Salón del Vinagre cuando se supone que no ha de haber nadie allí.

—¡Oh, no! —dije—. ¿En serio?

Sabía que tenía relación con el sexo: la mayoría de nuestras conversaciones en tono de broma trataban de sexo. Los Jardineros llamaban al sexo el «acto generativo» y decían que no era una materia adecuada para el ridículo, pero Amanda lo ridiculizaba de todos modos. Podías reírte de él o comerciar con él o ambas cosas, pero no podías respetarlo.

—No es de extrañar que tenga el culo como un flan —dijo Amanda—. Está hecha polvo. Como el viejo sofá de Veena, todo combado.

—¡No te creo! —dije—. ¡No puede estar haciéndolo! ¡Y menos con Burt!

—Me persigno y escupo —dijo Amanda. Escupió: escupía bien—. ¿Por qué otra razón iba a ir allí con él?

A los niños Jardineros nos gustaba inventar historias rudas sobre las vidas sexuales de los Adanes y las Evas. Perdían parte de su poder cuando te los imaginabas desnudos, o entre ellos o con perros callejeros, o incluso con las chicas de piel verde que estaban fotografiadas en la puerta del Scales and Tails. Aun así, Nuala, gimiendo y meneándose con Burt
el Pelón
era una imagen dura.

—Bueno, da igual —dije—. ¡No podemos decírselo a Bernice!

Y nos reímos un poco más.

En el Buenavista hicimos una seña a la aburrida dama Jardinera que había detrás del mostrador del vestíbulo, que estaba haciendo ganchillo y no levantó la mirada. Luego subimos por la escalera, esquivando jeringuillas y condones usados. Amanda llamaba al edificio el Buenavista Condom, así que ahora yo también lo llamaba así. El olor mohoso y especiado del Buenavista era más fuerte ese día.

—Alguien tiene una plantación —dijo Amanda—. Apesta a marihuana.

Amanda era una autoridad: había vivido en el mundo exfernal, incluso había consumido drogas. Aunque no mucho, decía, porque pierdes el norte con la droga. Sólo podías comprarla a gente en la que confiabas, porque cualquier cosa podía llevar cualquier cosa, y Amanda no confiaba demasiado en nadie. La incordiaba para que me dejara probar algo, pero no quería.

—Eres una niña —decía.

O si no, me decía que no tenía buenos contactos desde que estaba con los Jardineros.

—No puede haber una plantación ahí —dije—. Es un edificio Jardinero. Sólo las mafias tienen plantaciones. Lo que pasa es que los chicos fuman allí de noche. Chicos de plebillas.

—Sí, ya lo sé —dijo Amanda—, pero no es humo. Es más olor de cultivo.

Al llegar a la cuarta planta, oímos voces: voces de hombres, dos, en el otro lado de la puerta del rellano. No sonaban amistosos.

—No tengo más —dijo una voz—. Mañana tendré el resto.

—¡Capullo! —dijo el otro—. ¡No me jodas!

Sonó un ruido, como si alguien hubiera golpeado la pared; luego otro golpe, y un grito sin palabras de dolor o rabia.

Amanda me dio un empujoncito.

—Sube. ¡Deprisa!

Subimos el resto de la escalera lo más silenciosamente que pudimos.

—Eso iba en serio —dijo Amanda cuando hubimos llegado a la sexta planta.

—¿Qué quieres decir?

—Es un rollo chungo —dijo Amanda—. No has oído nada. Ahora, actúa normal.

Parecía espantada, lo cual me espantó a mí también, porque Amanda no se asustaba con facilidad.

Llamamos a la puerta de Bernice.

—Pom, pom —dijo Amanda.

—¿Quién está ahí? —dijo la voz de Bernice.

Debía de haber estado esperándonos al otro lado de la puerta, como si temiera que no viniéramos. Me resultó triste.

—Peli —dijo Amanda.

—¿Qué peli?

—Groso —dijo Amanda. Había adoptado la contraseña de Shackie y ahora las tres la usábamos.

Cuando Bernice abrió la puerta, atisbé a Veena
el
Vegetal.
Estaba sentada en su sofá acolchado marrón como de costumbre, pero nos estaba mirando como si realmente nos viera.

BOOK: El Año del Diluvio
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