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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (13 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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Aunque quizá se trataba del sexo, pensó Toby. Un espejismo de la carne, una obsesión potenciada por las hormonas. Le ocurría a infinidad de personas. Recordaba un tiempo en el que ella misma podría haber participado de una historia así, dado el hombre adecuado, pero cuanto más se prolongaba su estancia con los Jardineros, más se alejaba ese tiempo.

No había tenido relaciones sexuales recientemente, ni tampoco las echaba de menos: durante su inmersión en había tenido demasiado sexo, aunque no de la clase que una desearía. Verse liberada de Blanco significaba mucho: era afortunada de no haber terminado apaleada, hecha puré y arrojada en un solar.

Se había producido un incidente relacionado con el sexo entre los Jardineros: el viejo Mugi
el Músculo
había saltado sobre ella cuando estaba haciendo una hora de ejercicio en la cinta Corre por tu Vida, en la antigua sala de fiestas del último piso del Boulevard Condos. Él la había tirado de la cinta y la había retenido en el suelo, luego se había dejado caer pesadamente encima de ella y había tratado de manosearla bajo la falda tejana, silbando como una bomba pinchada. Pero Toby estaba fuerte de tanto cargar tierra y subir escaleras, y Mugi no mantenía la forma que debía haber disfrutado en otros tiempos. Toby le había clavado el codo, se lo había sacado de encima haciendo palanca y lo había dejado allí cuan largo era, boqueando en el suelo.

Le había hablado de ello a Pilar, porque ya le contaba todo lo que le preocupaba.

—¿Qué he de hacer? —preguntó.

—Nunca montamos lío por estas cosas —dijo Pilar—. En realidad Mugi no tiene peligro. Lo ha intentado con más de una, incluso conmigo hace unos años. —Hizo un chasquidito seco—. El australopiteco ancestral que llevamos dentro puede surgir en cualquiera de nosotros. Has de perdonarlo de corazón. No volverá a hacerlo, ya lo verás.

Así que eso fue todo en lo relativo al sexo. Toby pensó que tal vez era algo temporal, como cuando se te duerme un brazo. «Mis conexiones neuronales están bloqueadas para el sexo. Pero ¿por qué no me importa?»

Ocurrió en la tarde del Día de Santa Anna Maria Sibylla Merian de de los Insectos, que se consideraba jornada propicia para trabajar con abejas. Toby y Pilar estaban extrayendo miel. Llevaban puestos los sombreros con velo; para ahumar usaban un fuelle y un tizón de madera en descomposición.

—¿Tus padres están vivos? —preguntó Pilar, desde detrás de su velo blanco.

A Toby le sorprendió semejante pregunta, tan impropia de un Jardinero. Sin embargo, Pilar no se la habría planteado sin una buena razón. Toby no estaba preparada para hablar de su padre, de modo que le habló a Pilar de la misteriosa enfermedad de su madre. Lo que era más extraño, explicó, era que su madre siempre había sido muy cuidadosa con la salud: la mitad de su peso debían ser complementos vitamínicos.

—Cuéntame —dijo Pilar—. ¿Qué complementos tomaba?

—Dirigía una franquicia de HelthWyzer, así que tomaba los de ellos.

—HelthWyzer —dijo Pilar—. Sí. Hemos oído hablar de eso antes.

—¿Oído qué? —preguntó Toby.

—Esa clase de enfermedad relacionada con los complementos. No es de extrañar que en HelthWyzer quisieran tratar ellos mismos a tu madre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Toby. Tenía frío, aunque el sol matinal calentaba y mucho.

—¿No se te ha ocurrido nunca, querida —dijo Pilar—, que tal vez usaron a tu madre de conejillo de Indias?

A Toby no se le había ocurrido, pero en ese momento se le ocurrió.

—Me temía algo —dijo—. No pensaba en las pastillas, sino... Pensaba que era cosa del promotor que quería la tierra de papá. Pensaba que a lo mejor habían echado algo en el pozo.

—En ese caso habríais enfermado todos —dijo Pilar—. Ahora, prométeme que nunca te tomarás ninguna pastilla hecha por una corporación. Nunca compres una pastilla así, y nunca aceptes una pastilla de ésas si te la ofrecen, no importa lo que digan. Enseñarán datos y científicos; sacarán doctores; es inútil, estarán todos comprados.

—¡Todos no! —dijo Toby, impactada por la vehemencia de Pilar: normalmente era muy calmada.

—No —dijo Pilar—. No todos. Pero todos los que siguen trabajando para las corporaciones. Los demás, algunos han muerto de manera inesperada. Pero los que todavía viven, aquellos a los que aún les queda una brizna de la ética médica... —Hizo una pausa—. Aún quedan médicos así. Pero no en las corporaciones.

—¿Dónde están? —preguntó Toby.

—Algunos de ellos están aquí, con nosotros —dijo Pilar. Sonrió—. Katuro
el Curvatubos era
internista. Ahora se ocupa de nuestras cañerías. Surya era cirujana oftalmológica. Stuart era oncólogo. Marushka era ginecóloga.

—¿Y los demás médicos? ¿Los que no están aquí?

—Digamos que están a salvo, en otro sitio —explicó Pilar—. Por el momento. Pero ahora has de prometerme algo: estas píldoras de la corporación son la comida de los muertos, querida. No de nuestra clase de muertos, de los malos. Los muertos que aún están vivos. Hemos de enseñar a los niños a evitar estas pastillas: son el mal. No se trata sólo de una regla de fe entre nosotros, es una cuestión de certeza.

—Pero ¿cómo puedes estar tan segura? —preguntó Toby—. Nadie sabe lo que están haciendo las corporaciones. Están encerradas en esos complejos suyos, nada sale...

—Te sorprendería —dijo Pilar—. Nunca se ha construido un bote que no tenga una filtración en alguna parte. Ahora, prométemelo.

Toby lo prometió.

—Un día —dijo Pilar—, cuando seas una Eva, lo comprenderás mejor.

—Ah, no creo que sea nunca una Eva —dijo Toby sin darle importancia.

Pilar sonrió.

Esa misma tarde, cuando Pilar y Toby habían terminado con la extracción de miel, y Pilar estaba dando las gracias a la colmena y a la abeja reina por su cooperación, Zeb subió por la escalera de la salida de incendios. Llevaba una chaqueta de polipiel negra de las que gustaban a los moteros solares. Hacían cortes a las chaquetas para que circulara el aire caliente mientras iban en moto, pero en ésa había cuchilladas extra.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Toby—. ¿Qué puedo hacer?

Zeb tenía las manazas aferradas al estómago; le brotaba sangre de entre los dedos. Toby se mareó un poco, pero al mismo tiempo sintió la urgencia de decir: «No gotees sangre a las abejas.»

—Me he caído y me he cortado —dijo Zeb—. Con cristales rotos. —Respiraba con dificultad.

—Eso no me lo creo —dijo Toby.

—No esperaba que lo hicieras —repuso Zeb, sonriéndole—. Toma —le dijo a Pilar—. Te he traído un regalo. Un especial de SecretBurgers.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de polipiel y sacó un puñado de carne picada. Por un momento, Toby tuvo la horrible impresión de que era carne del propio Zeb, pero Pilar sonrió.

—Gracias, querido Zeb —dijo—. ¡Siempre puedo confiar en ti! Ven conmigo, te curaremos. Toby, ¿puedes ir a buscar a Rebecca y pedirle que traiga papel de cocina limpio? Y a Katuro. Que venga también.

No parecía en absoluto nerviosa por la visión de la sangre.

¿Qué edad tendré antes de poder estar así de tranquila?, pensó Toby. Se sentía vulnerable como porcelana china.

21

Pilar y Toby llevaron a Zeb a de Recuperación de Barbecho en la esquina noroeste del Tejado. La usaban los Jardineros en sus vigilias, o quienes estaban saliendo del estado de barbecho, o los convalecientes. Cuando estaban ayudando a Zeb a acostarse, Rebecca salió del cobertizo que había en la parte de atrás del Tejado con una pila de paños de cocina en la mano.

—Bueno, ¿quién te ha hecho esto? —preguntó—. Cortes de cristal. ¿Una pelea de botellas?

Llegó Katuro, despegó la chaqueta del estómago de Zeb y echó un vistazo de profesional.

—Lo han parado las costillas —afirmó—. Corte, no puñalada. No hay heridas profundas. Has tenido suerte.

Pilar le entregó la carne picada a Toby.

—Es para los gusanos —dijo—. ¿Te encargarás tú esta vez, querida?

La carne ya se estaba pudriendo, a juzgar por el olor.

Toby la envolvió en una gasa de de Estética como había visto hacer a Pilar, y bajó el atillo desde el borde del tejado con una cuerda. En un par de días, después de que las moscas pusieran los huevos y éstos se abrieran, lo subirían otra vez y recogerían los gusanos, porque donde había carne en putrefacción los gusanos nunca tardan en llegar. Pilar siempre tenía a mano una reserva de gusanos para usarlos con fines terapéuticos en caso de necesidad, pero Toby nunca los había visto en acción.

Según Pilar, la terapia con gusanos era muy antigua. La habían descartado por pasada de moda junto con las sanguijuelas y las sangrías, pero durante Mundial los médicos se habían fijado en que las heridas de los soldados sanaban mucho más deprisa en presencia de gusanos. Las amables criaturas no sólo se comían la carne en descomposición, sino que también mataban bacterias necróticas y por tanto eran de gran ayuda para evitar la gangrena.

Los gusanos daban una sensación placentera, contaba Pilar —un mordisqueo suave como de pececitos—, pero había que vigilarlos con atención, porque si salían de la zona de descomposición y empezaban a invadir la carne viva producían dolor y hemorragia. De lo contrario, la herida se curaba limpiamente.

Pilar y Katuro aplicaron vinagre con una esponja sobre los cortes de Zeb y luego frotaron miel. Zeb ya no estaba sangrando, aunque estaba pálido. Toby le llevó una bebida de zumaque.

Katuro explicó que el cristal que se usaba en las reyertas callejeras de las plebillas era notoriamente infeccioso, de modo que había que aplicar de inmediato los gusanos para evitar una septicemia. Pilar colocó con pinzas los gusanos en un pliegue de gasa y aplicó ésta sobre la herida. Cuando los gusanos atravesaran la gasa, la herida de Zeb ya estaría lo bastante podrida para resultarles atractiva.

—Alguien ha de vigilar a los gusanos —dijo Pilar—.

Veinticuatro horas al día. Por si acaso empiezan a comerse a nuestro querido Zeb.

—O por si acaso empiezo a comérmelos yo a ellos —dijo Zeb—. Son gambas de tierra. Tienen el mismo esquema corporal. Son muy buenos fritos. Una gran fuente de lípidos. —Mantenía la compostura, pero su voz era débil.

Toby se encargó del primer turno de cinco horas. Adán Uno se había enterado del accidente de Zeb y acudió a visitarlo.

—La discreción es la mejor parte del valor —dijo con voz suave.

—Sí, bueno, había muchos —explicó Zeb—. De todos modos, mandé a tres al hospital.

—No es algo de lo cual sentirse orgulloso —sentenció Adán Uno.

Zeb torció el gesto.

—Los soldados de a pie usan los pies. Por eso llevo botas.

—Discutiremos eso después, cuando te encuentres mejor —dijo Adán Uno.

—Me siento bien —gruñó Zeb.

Nuala intervino para relevar a Toby.

—¿Le has preparado un poco de sauce? —preguntó—. Oh, vaya, ¡detesto los gusanos! Deja que te levante. ¿No podemos levantar la malla metálica? ¡Necesitamos que entre la brisa! Zeb, ¿es a esto a lo que te refieres con Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana? ¡Qué malo eres!

Estaba cotorreando, y Toby tuvo ganas de darle una patada.

A continuación llegó Lucerne, enjugándose las lágrimas.

—¡Qué horror! ¿Qué ha pasado, quién...?

—Oh, ha sido muy malo —dijo Nuala con complicidad—. ¿Verdad, Zeb? Mira que pelearte en las plebillas —susurró con deleite.

—Toby —dijo Lucerne, sin hacer caso a Nuala—, ¿es muy grave? Se va a... se va a... —Sonaba como una actriz de la tele antigua representando una escena de lecho de muerte.

—Estoy bien —dijo Zeb—. ¡Ahora aire y déjame solo!

No quería a nadie dándole la lata, dijo. Salvo a Pilar. Y Katuro en caso de absoluta necesidad. Y Toby, porque al menos ella estaba en silencio. Lucerne se marchó, llorando enfadada, pero Toby no podía hacer nada para impedirlo.

El rumor era la noticia diaria entre los Jardineros. Los chicos mayores enseguida se enteraron de la batalla de Zeb —ya se había convertido en una batalla— y la tarde siguiente Shackleton y Crozier fueron a verlo. Estaba dormido —Toby le había colado un poco de adormidera en su té de sauce—, de manera que los chicos pasaron de puntillas, hablando en voz baja y tratando de hurtar una mirada a la herida.

—Una vez se comió un oso —dijo Shackleton—. Cuando estaba volando para Bearlift, esa vez que estaban tratando de salvar los osos polares. Su avión se estrelló y él se largó caminando; ¡se pasó meses!

Los chicos mayores conocían esos cuentos heroicos de Zeb.

—Dijo que los osos parecen un hombre cuando los despellejas.

—Se comió al copiloto. Pero después de que hubiera muerto —dijo Crozier.

—¿Podemos ver los gusanos?

—¿Ha tenido gangrena?

—¡Aj! ¡Aliento de carne!

—Ahora largo —dijo Toby—. Zeb... Adán Siete necesita descansar.

Adán Uno insistía en pensar que Shackleton y Crozier y el joven Oates saldrían adelante, pero Toby tenía sus dudas. Se suponía que Philo
el Niebla
tenía que ser su padre postizo, pero no siempre estaba mentalmente disponible.

Pilar se ocupó de las guardias nocturnas: de todos modos no dormía mucho de noche, dijo. Nuala se presentó voluntaria para las mañanas. Toby se encargó de las tardes. Echaba un vistazo a los gusanos cada hora. Zeb no tenía fiebre, y no había sangre fresca.

En cuanto empezó a curarse, se puso inquieto, de modo que Toby jugó con él al dominó, a cartas y finalmente al ajedrez. El juego de ajedrez era de Pilar: las negras eran hormigas, y las blancas, abejas; había tallado las piezas ella misma.

—Pensaban que la abeja reina era un rey —dijo Pilar—. Porque si matabas a esa abeja, el resto perdía su propósito. Por eso el rey de ajedrez apenas se mueve por el tablero: porque la abeja reina siempre se queda dentro de la colmena.

Toby no estaba segura de que eso fuera cierto: ¿la abeja reina estaba siempre dentro de la colmena? Salvo cuando se enjambraban, por supuesto, y para vuelos nupciales... Miró al tablero, tratando de entender la posición. Desde fuera de de Recuperación del Barbecho llegaba el sonido de la voz de Nuala que se mezclaba con el gorjeo de los niños más pequeños.

—Los cinco sentidos mediante los cuales percibimos el mundo... vista, oído, tacto, olfato y gusto... ¿Para qué usamos el gusto? Muy bien... Oates, no hace falta que lamas a Melissa. Ahora volved a guardar las lenguas en vuestros contenedores de lengua y cerrar la tapa.

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