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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (10 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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—¿Dónde vives? —le pregunté.

—Ah, por ahí —dijo Amanda despreocupadamente. Eso significaba que no vivía en ninguna parte: dormía en alguna casa ocupada o algo peor—. Antes vivía en Tejas —añadió.

O sea que Amanda era una refugiada. Habían aparecido muchos refugiados de Tejas después de los huracanes y las posteriores sequías. Eran sobre todo ilegales. Me di cuenta de por qué Amanda estaba tan interesada en desaparecer.

—Puedes venir a vivir conmigo —dije. No lo había planeado así, pero así salió de mis labios.

En ese momento, Bernice se coló por el hueco de la valla. Había cedido, había regresado a recogerme, salvo que ahora yo ya no quería.

—¡Ren! ¡Qué estás haciendo! —gritó Bernice.

Se acercó por el solar pisando fuerte, con esas maneras tan resueltas que tenía. Se me ocurrió entonces que tenía pies grandes, un cuerpo demasiado cuadrado y una nariz demasiado pequeña, y el cuello debería ser más largo y más delgado. Más parecido al de Amanda.

—Diría que aquí viene una amiga tuya —dijo Amanda, sonriendo.

Tuve ganas de decir que no era mi amiga, pero no era lo bastante valiente para ser tan traicionera. Bernice se nos acercó con la cara colorada. Siempre se ponía colorada cuando se enfadaba.

—Vámonos, Ren —dijo—. No tendrías que hablar con ella.

Se fijó en el brazalete de medusa de Amanda, y me di cuenta de que le gustaba tanto como a mí.

—Eres mala —le dijo a Amanda—. ¡Plebiquilla!

Me enlazó del brazo.

—Ésta es Amanda —dije—. Va a venir a vivir conmigo.

Pensé que a Bernice iba a darle una de sus rabietas, pero yo le estaba clavando mi mirada glacial, la que decía que no iba a ceder. Podía arriesgarse a quedar mal delante de una desconocida si tensaba la cuerda, de modo que prefirió fulminarme con una mirada silenciosa y calculadora.

—Pues muy bien —dijo—. Puede ayudar a llevar el vinagre de vino.

—Amanda sabe robar —le dije a Bernice cuando volvíamos caminando a de Estética.

Pretendía que fuera una oferta de paz, pero Bernice se limitó a gruñir.

16

Sabía que no podía llevarme a Amanda a casa como si fuera un gato callejero: Lucerne me habría dicho que la dejara donde la había encontrado, porque Amanda era una plebiquilla y a Lucerne no le gustaban las plebiquillas. Según ella eran chicas echadas a perder, ladronas y mentirosas, todas, y una vez que un niño se echaba a perder era como un perro salvaje, no podías adiestrarlo ni confiar en él. A Lucerne le daba miedo ir por la calle de un lugar Jardinero a otro por las bandas de plebiquillos que podían rodearte y largarse con lo que encontraran. Nunca aprendió a recoger piedras ni a devolver los golpes y gritar. Era por su vida anterior. Era una flor de invernadero: así es como la llamaba Zeb. Yo pensaba que era un halago por la palabra «flor».

Así que a Amanda la pondrían de patitas en la calle a menos que antes consiguiera el permiso de Adán Uno. A él le gustaba que la gente se uniera a los Jardineros, sobre todo los niños: siempre insistía en que los Jardineros tenían que moldear las mentes jóvenes. Si él decía que Amanda viviera con nosotros, Lucerne no podría oponerse.

Las tres nos encontramos a Adán Uno en de Estética, ayudando a embotellar el vinagre. Expliqué que había recogido a Amanda —dije que la había «cosechado»— y que ella quería unirse a nosotros, porque había visto , y pregunté si podía vivir en mi casa.

—¿Es verdad eso, pequeña? —preguntó Adán Uno a Amanda.

Los otros Jardineros habían dejado de trabajar y estaban fijándose en la minifalda de Amanda y en los dedos plateados.

—Sí, señor —dijo Amanda con voz respetuosa.

—Será una mala influencia para Ren —opinó Nuala, que se había acercado—. Ren es muy fácil de manipular. Deberíamos colocarla con Bernice.

Bernice me dedicó una mirada triunfante: «¡Mira lo que has conseguido!» —Eso estaría bien —dijo ella con neutralidad.

—No —dije—. ¡La encontré yo!

Bernice me fulminó con la mirada. Amanda no dijo nada.

Adán Uno nos tuvo en cuenta a las tres. Sabía muchas cosas.

—Quizá debería decidirlo la propia Amanda —dijo—. Tendría que conocer a las familias en cuestión. Eso la ayudará a decidirse. Eso sería más justo, ¿no?

—A mi casa primero —dijo Bernice.

Bernice vivía en el Buenavista Condos. Los Jardineros no eran exactamente dueños del edificio, porque la propiedad privada era mala, pero la cuestión es que lo controlaban. Tenía un cartel que decía
«Lofts
de lujo para solteros de hoy» en letras doradas desdibujadas, pero sabía que eso no era lujo: la ducha del apartamento de Bernice estaba atascada; las baldosas de la cocina, resquebrajadas y melladas; los techos tenían goteras; en el lavabo te resbalabas por el moho.

Las tres entramos en el vestíbulo y pasamos junto a la señora Jardinera de mediana edad que cumplía labores de seguridad allí: estaba ocupada con alguna artesanía de macramé embrollado y apenas reparó en nosotras. Tuvimos que subir seis tramos de escaleras para llegar al piso de Bernice, porque los Jardineros no aprobaban los ascensores salvo para la gente mayor y los parapléjicos. Había objetos prohibidos en la escalera: agujas, condones usados, cucharitas, cabos de vela. Los Jardineros decían que los sinvergüenzas de las plebillas y los matones y macarras entraban de noche y hacían fiestas guarras en la escalera; nunca habíamos visto nada de eso, aunque una vez pillamos a Shackie y Croze y sus colegas bebiendo posos de vino allí.

Bernice tenía su propia llave de tarjeta; abrió la puerta y nos invitó a entrar. El apartamento olía a ropa sin lavar dejada bajo un grifo que gotea, o como los senos taponados de otros niños o a pañal. Entre estos olores flotaba otro: un aroma rico, fértil, especiado, terroso. Quizá subía a través de los conductos de aire acondicionado de lechos de hongos que los Jardineros cultivaban en el sótano.

Sin embargo, ese olor —todos los olores— parecía proceder de la madre de Bernice, Veena, que estaba sentada en el sofá raído como si hubiera echado raíces allí, mirando a la pared. Llevaba su habitual vestido suelto; tenía las rodillas cubiertas con una mantita de color amarillo viejo; el cabello pálido le caía lánguidamente a ambos lados de una cara redonda, blanda y blancuzca; tenía las manos retorcidas de un modo antinatural, como si tuviera los dedos rotos. En el suelo, a sus pies, había unos cuantos platos sucios. Veena no cocinaba: comía lo que le daba el padre de Bernice; o se quedaba sin comer. Y nunca hacía limpieza. Apenas hablaba, y tampoco me habló en esa ocasión. Sus ojos pestañearon cuando pasamos a su lado, así que quizá nos vio.

—¿Qué le pasa? —me susurró Amanda.

—Está en barbecho —le respondí en otro susurro.

—¿Sí? —susurró Amanda—. Parece colocada.

Mi madre decía que la madre de Bernice estaba «deprimida». Claro que mi madre no era una auténtica Jardinera, como Bernice siempre me recordaba, porque un auténtico Jardinero nunca diría «deprimido». Los Jardineros creían que la gente que actuaba como Veena estaba en barbecho: descansando, retrayéndose en su interior para obtener un conocimiento espiritual, acumulando energía para el momento en que volverían a abrirse como los capullos en primavera. Sólo en apariencia no hacían nada. Algunos Jardineros podían permanecer mucho tiempo en estado de barbecho.

—Esta es mi casa —dijo Bernice.

—¿Dónde dormiría? —preguntó Amanda.

Estábamos mirando la habitación de Bernice cuando entró Burt
el Pelón.

—¿Dónde está mi nena?

—No respondas —dijo Bernice—. ¡Cierra la puerta!

Lo oímos moviéndose por la habitación principal; hasta que entró en la habitación de Bernice y la levantó por las axilas.

—¿Dónde está mi nena? —repitió, y me hizo sentir vergüenza ajena.

Le había visto hacer lo mismo antes, no sólo a Bernice. Simplemente le gustaban las axilas de las niñas. Te arrinconaba detrás de las hileras de plantas de judías cuando estabas recolocando babosas y caracoles y simulaba que quería ayudarte. Luego venían las manos. Era un capullo.

Bernice estaba poniendo cara de enfadada y retorciéndose.

—Yo no soy tu nena —dijo, lo cual podía significar: No soy una nena o no soy tuya. Pero Burt se lo tomó a broma.

—¿Entonces adónde ha ido mi nena? —preguntó con voz acongojada.

—Bájame —gritó Bernice.

Sentí pena por ella, y también me sentí afortunada, porque sintiera lo que sintiera por Zeb, él no te hacía sonrojar.

—Ahora me gustaría ver tu casa —dijo Amanda.

Así que las dos bajamos la escalera, dejando allí a Bernice, más colorada y más enfadada que nunca. Me sentía mal por eso, pero no tan mal como para ceder a Amanda.

A Lucerne no le complació descubrir que Amanda se había añadido a nuestra familia, pero le dije que lo había ordenado Adán Uno; o sea que poco podía hacer.

—Tendrá que dormir en tu habitación —dijo enfadada.

—No le importará —aseguré—. ¿Verdad, Amanda?

—Claro que no —dijo Amanda.

Tenía una manera muy educada de expresarse, como si fuera ella la que te hacía el favor. A Lucerne le molestó.

—Y tendrá que deshacerse de toda esa ropa colorida —dijo Lucerne.

—Pero todavía no está gastada —dije inocentemente—. ¡No podemos tirarla! ¡Eso sería un desperdicio!

—La venderemos —masculló Lucerne—. Desde luego el dinero no nos vendrá mal.

—El dinero debería ser para Amanda —dije—. Es su ropa.

—No importa —dijo Amanda, con voz suave pero majestuosa—. No me ha costado nada.

Entonces fuimos a mi cubículo, nos sentamos en la cama y nos reímos tapándonos con las manos.

Cuando Zeb volvió esa tarde, al principio no hizo ningún comentario. Todos cenamos juntos, y Zeb despreció la soja y la cazuela de alubias verdes y observó a Amanda con su gracioso cuello y manos plateadas escogiendo con delicadeza lo que había en su plato. Todavía no se había quitado los guantes. Finalmente le dijo a ella:

—Eres una pequeña picara, ¿no? —Era su voz amistosa, la que usaba para decir ¡buena chica! en el dominó.

Lucerne, que le estaba sirviendo otra vez, se quedó rígida a medio movimiento, con el cucharón en el aire, como si fuera algún tipo de detector de metales. Amanda lo miró muy seria, con los ojos muy abiertos.

—¿Disculpe, señor?

Zeb rio.

—Eres muy buena —dijo.

17

Tener a Amanda viviendo conmigo era como tener una hermana, pero mejor. Ya llevaba ropa de Jardinera, así que su aspecto era el del resto de nosotros; y enseguida olió como el resto de nosotros.

En la primera semana le enseñé todo. La llevé al Salón del Vinagre, a de Costura y al gimnasio Corre hacia encargado era Mugi; lo llamábamos Mugi
el Músculo
porque sólo le quedaba un músculo. No obstante, Amanda se hizo amiga de él. Se hacía amiga de todos preguntándoles cuál era la forma correcta de hacer las cosas.

Burt
el Pelón
explicó cómo realojar las babosas y los caracoles del jardín lanzándolos por encima de la barandilla al tráfico, desde donde se arrastrarían para encontrar nuevos hogares, aunque yo sabía que en realidad los aplastaban. Katuro
el Curvatubos,
que arreglaba las fugas y se ocupaba de los sistemas de agua, le mostró cómo funcionaban las cañerías.

Philo
el Niebla
apenas le dijo nada; se limitó a sonreírle mucho. Los Jardineros más viejos explicaban que había trascendido el lenguaje y estaba viajando con el Espíritu, aunque Amanda sentenció que estaba acabado.

A Stuart
el Escoplo,
que nos hacía los muebles con basura reciclada, no le gustaba mucho la gente, pero Amanda le cayó bien. «Esta chica tiene buen ojo para la madera», dijo.

A Amanda no le gustaba coser, pero lo disimulaba, por eso la alabó Surya. Rebecca la llamó «cielo», y dijo que tenía buen gusto para la comida, y Nuala estaba embobada por cómo cantaba en el Coro de Capullos y Flores. Incluso , Toby, se iluminaba cuando veía llegar a Amanda. Ella era la más dura de pelar, pero Amanda sintió un interés repentino en las setas y ayudó a la vieja Pilar a estampar abejas en las etiquetas de miel, y eso complació a Toby, aunque trató de ocultarlo.

—¿Por qué eres tan lameculos? —le pregunté a Amanda.

—Así es como descubres las cosas —dijo.

Nos contamos muchas cosas la una a la otra. Yo le hablé de mi padre y de mi casa en el complejo HelthWyzer, y en cómo mi madre huyó con Zeb.

—Apuesto a que se pone bragas sexis para él —dijo Amanda.

Estábamos susurrando todo esto en nuestro cubículo, de noche, con Zeb y Lucerne muy cerca, así que resultaba difícil no oír los ruidos sexuales que hacían. Antes de la llegada de Amanda me avergonzaba todo eso, pero ahora me parecía divertido, porque a Amanda le divertía.

Amanda me habló de las sequías en Tejas: sus padres habían perdido su franquicia de café Happicuppa y no consiguieron vender su casa porque nadie quería comprarla, y me contó que no había trabajo y que todos terminaron en un campo de refugiados con caravanas viejas y un montón de Tex-Mex. Luego uno de los huracanes destruyó su caravana y a su padre lo mató un trozo de metal que salió volando. Mucha gente se ahogó, pero ella y su madre se agarraron a un árbol y un grupo de hombres que iban en una barca de remo las rescataron. Eran ladrones, dijo Amanda, que buscaban algo que llevarse, pero dijeron que llevarían a Amanda y a su madre a tierra seca si hacían un intercambio.

—¿Qué clase de intercambio? —dije.

—Un intercambio —dijo Amanda.

El refugio era un estadio de fútbol americano con tiendas. Había mucho intercambio allí: la gente hacía cualquier cosa por veinte dólares, dijo Amanda. Entonces su madre enfermó por beber agua contaminada, pero Amanda no, porque ella se cambiaba por sodas. Y no había medicamentos, de modo que su madre murió.

—Mucha gente se moría de disentería —dijo Amanda—. Tendrías que haber olido ese sitio.

Amanda se escabulló, porque cada vez había más gente enferma y nadie se llevaba la mierda ni la basura ni traía comida. Se cambió el nombre, porque no quería que la devolvieran al estadio: se suponía que los refugiados eran enviados a hacer el trabajo que les dijeran. No hay comida gratis, decía la gente: tenías que pagar por todo, de una manera o de otra.

—¿Cuál era tu nombre antes? —le pregunté.

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