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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (33 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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Los antiguos nos legaron leyendas de tales frutas: las manzanas doradas de las Hespérides, la similarmente dorada manzana de la discordia. Algunos dicen que la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal era un higo, otros prefieren un dátil, y otros una granada. Habría tenido sentido que esa comida hubiera sido realmente infame: un trozo de carne, un bistec. ¿Por qué, pues, una fruta? Porque nuestros antepasados eran fructívoros, sin duda, y sólo una fruta los habría tentado.

La fruta sigue siendo un símbolo de profundo significado para nosotros, pues incorpora las nociones de recolección sana, de la rica culminación y de un nuevo inicio, en el cual cada fruta es una semilla: una nueva vida en potencia. La fruta madura cae y vuelve al suelo; pero la semilla se enraiza y se desarrolla, y genera nueva vida.

Como las Palabras Humanas de Dios han dicho: «Por sus frutos los conoceréis.» Oremos porque nuestros frutos sean frutos de Dios y no frutos del mal.

Y unas palabras de advertencia: veneramos a los insectos polinizadores, y en especial a las abejas, pero ahora nos han informado de que, además de la cepa resistente a los virus introducida después de la reciente extinción de la abeja de la miel, las corporaciones han desarrollado ahora una abeja híbrida. No es un híbrido genético, amigos míos. No: ¡es una abominación mayor! Cogen a las abejas cuando todavía se encuentran en estado larval y les insertan sistemas micromecánicos. El tejido crece en torno al injerto, y cuando emerge el imago, el adulto pleno, es una abeja ciberespía controlada por un operador de Corpsegur, equipada para transmitir, y por tanto para traicionar.

Los problemas éticos que plantea son inquietantes: ¿deberíamos recurrir a los insecticidas? ¿Una abeja esclava tan mecanizada es un ser vivo? Y en ese caso, ¿es una criatura de Dios o algo completamente distinto? Hemos de ponderar las implicaciones profundas, amigos míos, y rezar para pedir orientación.

Cantemos.

Melocotoneros o ciruelos

Melocotoneros o ciruelos

son hermosos en tiempos de flor;

pájaros, abejas y murciélagos

se alegran y sorben dulce néctar.

Y la polinización se obtiene:

para cada nuez, semilla o fruto,

de oro una pequeña partícula

su vuelo ha volado y ha enraizado.

Y se hincha el óvalo en el tallo,

y semana a semana madura;

guarda en su interior el alimento

de los pájaros, bestias y hombres.

Y en cada semilla, fruto o nuez

hay un árbol niño enroscado

que se alzará si está bien plantado,

luciendo flores, una delicia.

Cuando muerdas un melocotón

y con suavidad tires el hueso,

piensa en cómo reluce de vida,

en cómo Dios habita en su centro.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

49
Ren

Año 25

Adán Uno decía: si no puedes parar las olas, navega. O también, lo que puede arreglarse también puede cuidarse. O también, sin luz no hay opción, sin oscuridad no hay baile. Lo que significa que incluso las cosas malas hacían algún bien, porque representaban retos y no siempre sabías qué efectos positivos podrían tener. No es que los Jardineros hicieran nunca un baile como tal.

Así que decidí hacer una meditación, lo cual sería una forma de tratar con el hecho de que ya no había nada que hacer en el Cuarto Pringoso. Si nada es el problema, trabaja con nada, diría Philo
el Niebla.
Apaga la charla mental. Abre tu ojo interior, tu oído interior. Ve lo que puedas ver. Oye lo que puedas oír. Con los Jardineros lo que vería serían las coletas de la niña de delante de mí y lo que oiría serían los ronquidos de Philo, porque cuando impartía Meditación siempre se dormía.

Esta vez no tuve mucho más éxito. Podía oír el zum, zum de los graves que llegaban del Nido de Víboras y el zumbido de la mininevera, veía las luces de la calle proyectando formas desdibujadas a través de los ladrillos de vidrio de la ventana, pero nada de eso era espiritualmente iluminador. Así que abandoné la meditación y puse las noticias.

Había otra epidemia menor, explicaban, pero nada de lo que alarmarse. Los virus y las bacterias estaban siempre mutando, pero sabía que las corporaciones siempre podían inventar tratamientos para ellas, y además fuera cual fuese ese bicho, yo no lo tenía porque había estado aislada con una doble barrera antivirus que me protegía. Estaba en el lugar más seguro en el que podía estar.

Volví al Nido de Víboras. Se había entablado una pelea. Debían de haber sido los
painballers,
los tres que habían venido primero y luego el otro.

Mientras observaba, entraron los gorilas de Corpsegur. Echaron al suelo a uno de los
painballers,
y lo redujeron con pistolas aturdidoras. Los gorilas ahora también estaban peleando: uno de ellos trastabilló hacia atrás, llevándose una mano al ojo; luego otro golpeó la barra. Por lo general, no tardaban tanto en controlar la situación. Savona y Crimson Petal todavía estaban en los trapecios tratando de seguir con su número, pero las chicas de barra se estaban escabullendo del escenario. Enseguida volvieron corriendo: las salidas de atrás estarían bloqueadas. Oh, no, pensé. Entonces una botella voló hacia la cámara y la rompió.

Fui corriendo a otra cámara, pero me temblaban las manos y había olvidado la clave, y para cuando la encendí y la enfoqué el Nido de Víboras estaba mucho más vacío. Las luces aún continuaban encendidas y sonaba la música, pero la sala era un caos. Los clientes debían de haber salido corriendo. Savona estaba tendida sobre la barra: sabía que era ella por el vestido de lentejuelas, aunque lo tenía medio arrancado. Tenía la cabeza doblada en un ángulo extraño y toda la cara cubierta de sangre. Crimson Petal estaba colgando del trapecio; una de las cuerdas la tenía en torno al cuello y entre las piernas se apreciaba el brillo de una botella: alguien se la había clavado ahí. Sus volantes y volados estaban hechos jirones. Parecía un ramo mustio.

—¿Dónde estaba Mordis?

Un fardo oscuro que agitaba las piernas apareció dando tumbos. Sonó el bam de una puerta que se cerraba, y luego se oyeron abucheos. Después sirenas en la distancia, pies que corrían.

Entonces hubo gritos en el pasillo que daba al Cuarto Pringoso y se encendió la videopantalla del exterior de mi puerta, y allí apareció Mordis, de cerca, mirándome con un ojo. El otro estaba cerrado. Tenía la cara destrozada.

—Tu nombre —susurró.

Entonces un brazo lo agarró por la garganta, le echó la cabeza atrás. Era uno de los
painballers.
Le vi la mano, sujetando una botella rota: venas rojas y azules.

—Abre la puta puerta, capullo —dijo—. ¡La perra está caliente! ¡Es hora de compartirla!

Mordis se retorcía de dolor. Querían sacarle el código de la puerta.

—Los números, los números —decían.

Vi a Mordis un instante más. Se oyó un sonido ahogado, y murió. En su lugar estaba el
painballer,
una cara llena de cicatrices.

—Abre y dejaremos vivir a tu colega —dijo—. No te haremos daño.

Pero estaba mintiendo, porque Mordis ya estaba muerto.

Hubo más gritos, y luego los hombres de Corpsegur debieron de dispararle con la pistola aturdidora, porque él también gritó y desapareció de la pantalla, y hubo un sonido sordo como si alguien pateara un saco.

Fui a la cámara del Nido de Víboras: más hombres de Corpsegur con uniforme de antidisturbios, todo un enjambre. Estaban empujando y arrastrando a los
painballers
hacia la puerta: uno estaba muerto, tres todavía vivos. Tendrían que volver a Painball, nunca deberían haberlos soltado, nunca.

Entonces me di cuenta de lo que ocurriría. El Cuarto Pringoso era una fortaleza. Nadie podía entrar sin el código de la puerta, y Mordis siempre decía que sólo lo conocía él. Y no lo había soltado: me había salvado la vida.

Pero ahora estaba encerrada dentro, sin nadie que me dejara salir.

«Oh, por favor —pensé—, no quiero morir.»

50

Me ordené a mí misma no ceder al pánico. SeksMart enviaría una brigada de limpieza, se darían cuenta de que estaba allí y mandarían a alguien para que se ocupara de la cerradura. No me dejarían morir de hambre ahí dentro y que me secara como una momia: cuando volvieran a abrir el Scales me necesitarían. Ya no volvería a ser lo mismo sin Mordis —ya lo echaba de menos—, pero al menos tendría una función. Yo no era un producto desechable, tenía talento. Eso era lo que siempre decía Mordis.

Así que sólo era cuestión de esperar.

Me duché: me sentía sucia, como si aquellos
painballers
hubieran entrado, o como si estuviera toda manchada con la sangre de Mordis.

Más tarde hice otra meditación, una de verdad. «Pon luz en torno a Mordis —recé—. Déjale ir al universo. Que su espíritu marche en paz.» Lo imaginé volando desde su cuerpo demolido en forma de un pajarito marrón con un ojo de perla.

Al día siguiente ocurrieron dos cosas malas. Primero, puse las noticias. La epidemia menor de la que habían estado hablando antes no se estaba comportando del modo usual: no era un estallido local de los que podían contener. Ya era una emergencia. Mostraban un mapa del mundo, con los puntos calientes iluminados en rojo: Brasil, Taiwan, Arabia Saudí, Bombay, París, Berlín, era igual que ver cómo pulverizaban el planeta. Se trataba de una pandemia eruptiva, decían, y la enfermedad se estaba extendiendo con rapidez: no, ni siquiera se extendía, brotaba al mismo tiempo en ciudades muy distantes, lo cual no era el patrón normal. Por lo general, las corporaciones recurrían a mentiras y encubrimientos, y sólo conocíamos algo parecido a la historia real por rumores, así que el hecho de que saliera en las noticias mostraba lo grave que era: las corporaciones no podían taparlo.

Los presentadores de las noticias trataban de mantener la calma. Los expertos no sabían qué era el supervirus, pero seguro que se trataba de una pandemia, y un montón de gente estaba muriendo deprisa, como si se fundieran. En cuanto dijeron «No hay necesidad de que cunda el pánico», con esas sonrisas enganchadas y ese inquietante tono calmado, me di cuenta de la gravedad.

La segunda cosa mala fue que varios tipos con biotrajes entraron en el Nido de Víboras, metieron a la gente en bolsas de cadáveres y se los llevaron. Pero no miraron en el piso de arriba por más que grité y grité. Supongo que no podían oírme, porque los muros del Cuarto Pringoso eran gruesos y la música del Nido de Víboras continuaba sonando y debió de ahogar mi voz. Eso fue una suerte para mí, porque si hubiera salido entonces del Cuarto Pringoso habría pillado lo que estaban pillando todos los demás. Así que en realidad no fue algo malo, pero entonces me lo pareció.

Al día siguiente, las noticias eran todavía peores. La pandemia se estaba extendiendo, y había disturbios, saqueos y asesinatos, y Corpsegur más o menos se había desvanecido: ellos también estarían muñéndose.

Y al cabo de unos días ya no hubo más noticias.

Estaba asustada de verdad, pero me dije que aunque no pudiera salir, nadie más podía entrar, y estaría bien mientras el solar no se rompiera. Eso mantendría el agua corriente y la mininevera en marcha, y el congelador y los filtros de aire. El filtrado de aire era un plus, porque pronto olería muy mal fuera. Y yo iría día a día y vería qué pasaba.

Sabía que tenía que ser práctica, o perdería la esperanza y me deslizaría a un estado de barbecho, y quizá ya no volvería a salir. Así que abrí la mininevera y el congelador y conté lo que había dentro: las Joltbar, las bebidas energéticas y los
snacks,
y los ChickieNobs congelados y el sucedáneo de pescado. Si comía sólo una tercera parte de cada comida en lugar de la mitad, y guardaba el resto en lugar de tirarlo al colector de basura, tendría suficiente para al menos seis semanas.

Había estado tratando de llamar a Amanda, pero ella no había respondido. Lo único que podía hacer era dejar mensajes de texto: «Ven al Scales.» Confiaba en que leería el mensaje y se daría cuenta de que algo iba mal, y entonces vendría al Scales y averiguaría la forma de abrir la puerta. Yo mantenía el móvil encendido en todo momento por si ella llamaba, pero cada vez que intentaba telefonearla o incluso enviarle un mensaje me salía S
in
servicio
. Una vez recibí un mensaje corto. «Estoy bien», pero los canales debían de haberse bloqueado con gente desesperada que trataba de localizar a sus familias, porque no recibí nada más.

Supongo que luego el volumen de llamadas menguaría al ir muriendo gente, y logré conectar. No había imagen, sólo su voz.

—¿Dónde estás tú? —pregunté.

Y ella dijo:

—He pillado un coche solar. Estoy en Ohio.

—No vayas a las ciudades —dije—. No dejes que te toque nadie.

Quería contarle lo que habían explicado en las noticias, pero se había perdido la cobertura. Después de eso no conseguí ni señal. Las torres de repetición habrían caído.

Creas tu propia realidad, decían siempre los horóscopos, y los Jardineros también lo decían. Así que traté de crear la realidad de Amanda. Ahora iba vestida con su traje caqui del desierto. Ahora se había parado a beber agua. Ahora estaba arrancando una raíz y comiendo. Ahora estaba caminando otra vez. Se acercaba a mí, hora a hora. Ella no tendría la enfermedad, y nadie la mataría porque era muy lista y fuerte. Estaba sonriendo. Ahora estaba cantando. Pero sabía que sólo lo estaba imaginando.

51

No había visto a Amanda salvo al teléfono desde hacía mucho tiempo, cuando todavía no trabajaba en el Scales. Antes de eso, hubo un periodo en el cual ni siquiera había sabido dónde estaba. Perdí el contacto cuando Lucerne me tiró el teléfono morado, cuando todavía estaba viviendo en el complejo HelthWyzer. En ese momento pensé que nunca volvería a ver a Amanda, que había desaparecido de mi vida para siempre.

Eso era lo que todavía creía al sentarme en el tren bala que iba a llevarme a Academy. Me sentía muy sola y apenada: no sólo había perdido a Amanda. Había perdido todo lo que tenía algún significado en mi vida. Los Adanes y las Evas, o algunos de ellos, como Toby y Zeb. Amanda. Pero sobre todo, Jimmy. Había superado lo peor del daño que me había causado, pero quedaba un dolor sordo. Jimmy había sido muy dulce conmigo y luego me había excluido como si ni siquiera estuviera allí. Era una sensación fría y deprimente. Estaba tan abatida que hasta había renunciado a la idea de que podría volver a juntarme con Jimmy, en : me parecía una ensoñación inverosímil.

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