El año que trafiqué con mujeres (26 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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Sería muy largo resumir todas las ramificaciones de esta organización, que controlaba docenas de prostitutas colocadas en burdeles de todo el país. Algunos de ellos con placa de ANELA. Digan lo que digan José Luís Roberto y sus socios, es imposible evitar que muchas de sus fulanas sean mujeres traficadas, ya que el 90 por ciento de las mesalinas que ejercen en España son extranjeras importadas por las mafias aunque con frecuencia, debidamente aleccionadas por sus proxenetas, ellas mismas lo nieguen.

La organización funcionaba lucrativamente, hasta que una de sus chicas decidió acogerse al programa de protección de testigos y denunciar a sus traficantes. No puedo profundizar demasiado en este caso, para evitar facilitar pistas que puedan conducir a la identificación de esa joven rusa. Sólo añadiré que gracias en buena medida a la pericia del agente Juan, la Policía pudo tener conocimiento de que la organización había decidido eliminar a la testigo, antes de que pudiese declarar en el juicio contra Sasha y sus lugartenientes.

Ángel, el aniñado sicario lituano que me había cruzado en La Fuente, y un ucraniano llamado Oleksandr K., nacido el día 26 de marzo de 1976, fueron interceptados por agentes de la Brigada de Extranjería, cuando se dirigían a Ciudad Real para eliminar a la testigo. Las escuchas telefónicas a aquellos mafiosos, posibilitadas gracias a que algunas de sus fulanas facilitaron sus números de móvil, permitieron averiguar el día en que se había ordenado silenciar para siempre a la joven rusa.

Las investigaciones policiales posteriores en tomo a la organización de Sasha implicaron en la trama a numerosos propietarios de burdeles españoles que, conscientemente o no, tenían en sus locales a chicas traficadas:

Yo entonces lo ignoraba, pero Andrea había sido modelo profesional en Brasil.

El tiempo se dilata cuando pasas miedo. Además, a pesar del ronroneo del motor, a mis oídos llegaban todo tipo de ruidos sospechosos: crujidos, ladridos de perros, el viento... cualquier sonido disparaba mi imaginación, pensando que los matones del local o los proxenetas me habían descubierto y se acercaban ya a mi coche para sacarme a golpes del interior y hacerme confesar qué estaba haciendo allí. En un intento por tranquilizarme, me aferré a la misma arma que había adquirido en Madrid durante la grabación de mi reportaje sobre los skinheads como Tiger88, pero fue inútil, la tensión seguía siendo la misma.

Por fin, descubrí una sombra alta, moviéndose en la penumbra. Forcé la vista hasta identificar a Andrea. Se acercaba al coche portando dos enormes maletas, que anteriormente había escondido en un armario de la trastienda. No esperé a guardarlas en el maletero.

En cuanto las arrojó sobre el asiento de atrás y entró en el coche, hundí el pie en el acelerador y salimos derrapando a toda velocidad.

Ni siquiera se había cambiado. Todavía llevaba un modelito de noche tan corto como un suspiro y unos zapatos de tacón de aguja. Se cambió mientras yo conducía de vuelta hacia Madrid. Aquel viaje fue una temeridad. Me costó verdaderos esfuerzos no dormirme por el camino. Si ya estaba cansado después de los primeros 600 kilómetros, la segunda etapa me dejó exhausto. Aquella noche también aprendí el remedio que utilizan las rameras para soportar el sueño durante las interminables noches de vigilia en los serrallos: coca-cola con café.

La alquímica mezcla de cafeínas funcionó, y soporté los 1.200 kilómetros al volante. Podríamos haber parado, pero Andrea estaba muy asustada y deseaba poner tierra de por medio lo más rápido posible. Incluso, aunque se quejaba de un fuerte dolor en la espalda, se negó tajantemente a que la llevase a un hospital. Improvisamos un vendaje sobre la marcha y se tomó media caja de analgésicos. Andrea, como todas las prostitutas que han tenido que vivir entre palizas, golpes y sufrimiento, es mucho más dura y fuerte que cualquier hombre que haya conocido.

Cuando llegamos a Madrid, la alojé en mi apartamento, donde pasaría los tres días que tardamos en conseguir que saliese hacia Italia, donde vivía su hermana. Posteriormente, desde allí marcharía de vuelta a Brasil, donde yo le enviaría por correo las pertenencias que no pudo transportar con ella.

Juro que durante esos tres días Andrea y yo no mantuvimos relaciones sexuales, a pesar de dormir juntos. Supongo que podríamos haberlo hecho, y confieso que a mí no me habría disgustado. Yo no tenía pareja ni más compromiso que mi propia autoestima, pero creo que habría sido incorrecto abusar de su agradecimiento porque en el fondo, ella ya me pagaba con creces con la información y los contactos dentro de las mafias que su amistad me proporcionaba.

Andrea, una modelo porno soñadora

Andrea había nacido a las tres de la madrugada del día 3o de abril de 1975 en Sáo Paulo. Su padre, Querino, era un humilde motorista originario de Nova Trento, en Santa Catalina, y su madre, Natalia, ama de casa, también había nacido en Santa Catalina. En su tierra natal había estudiado mecanografía e informática, e incluso había trabajado en las empresas IBOPE y NIFFA de Porto Alegre hasta 1996. Siempre fue una buena estudiante. Me consta porque Andrea lleva consigo todos sus enseres personales, y conserva, como recuerdo de su infancia, sus notas escolares. Sus calificaciones destacaban, con media de notable, en las asignaturas de educación artística, historia y física. Le encantaba la poesía, se sabía de memoria casi toda la obra de Paulo Coelho y soñaba con mundos románticos y amables, que nunca llegaría a conocer en la vida real. De hecho, no entendía bien el significado de la palabra «amable» en castellano.

Las malas compañías terminaron por empujarla al mundo de la marginación, hasta llegar a coquetear con algunas de las bandas del crimen organizado nutridas por cientos de desesperados y desesperadas que crecen como hongos en las pútridas favelas brasileñas. Su físico espectacular la convertía en una excelente candidata para el negocio del sexo, y alguien, cuyo nombre nunca se atrevió a revelarme, la introdujo en el mundo de la prostitución y de la pornografía.

Cuando se quiso dar cuenta, en el año 1999, ya trabajaba como modelo erótica para revistas brasileñas como Sexy o Ele e Ela. Sin embargo, su gran oportunidad llegaría en el año 2000, al ser escogida como una de las modelos que podría posar para la famosa revista pornográfica Hustler, fundada por el magnate de la industria del pomo norteamericano Larry Flynt, cuya vida ha sido llevada al cine de la mano de Woody Harrelson, a las órdenes de Milos Forman. Curiosamente, con el tiempo, y mientras investigaba el mundo del pomo en relación a la prostitución, yo terminaría por conocer a la representante oficial de HustIer en Barcelona.

Desgraciadamente, el destino deparaba una amarga sorpresa a la brasileña. Andrea trabajaba en la noche y se había convertido en una profesional del sexo, por lo que la noche del 21 de abril del año 2000, recibió una brutal paliza en la discoteca Bunker, ubicada en la calle de Raúl Pompéia, n. 94 de Copacabana, a manos de uno de los guardias de seguridad del local. Cuando Andrea recobró el conocimiento, su cuerpo estaba cubierto de moratones y excoriaciones, que ni el mejor maquillaje podía disimular.

Según un telegrama de la agencia Promodel de Copacabana, que Andrea me facilitó —como otros documentos que certifican su historia—, a las 17.21 horas del día 27 de abril debería haberse celebrado la sesión fotográfica acordada con el representante de Hustler, para decidir si Andrea viajaba a EE. UU., con objeto de iniciar su carrera como modelo en América. Pero su estado físico, a causa de la paliza, hacía imposible la sesión de fotos. Por eso, en lugar de a EE. UU., Andrea fue enviada a Madrid el día 20 de diciembre del año 2000, a bordo del vuelo Iberia-6800 que despegaba de Río de Janeiro a las 17.10 horas. A las pocas horas de llegar a la capital española, volaría, en el vuelo Iberia-546, hasta Santiago de Compostela, donde empezaría inmediatamente a trabajar en los burdeles gallegos en los que yo la encontré tiempo después.

Una de las cosas más sorprendentes que conocí, a través de Andrea, es que existen todo tipo de parásitos y vividores, además de los propios proxenetas y traficantes, que explotan a las prostitutas. Porque las meretrices no sólo existen cuando ejercen como tales. Antes de las seis o de las siete de la tarde, y después de las cinco o de las seis de la madrugada, las profesionales del sexo continúan existiendo. No desaparecen del planeta sólo porque los varones ya no necesitemos sus servicios y les neguemos hasta el derecho a existir. No se desintegran en la nada, ni son escondidas en un armario que tan sólo vuelve a abrirse cuando deben vestir de nuevo sus ropas provocadoras, para acudir al burdel, con objeto de satisfacer las necesidades sexuales de los hombres. Existe una vida para esas mujeres, antes y después del club, aunque a nadie le importe. A nadie, salvo a los parásitos sociales. Por si no tuviesen bastante con ser traficadas, explotadas y humilladas hasta la locura por las mafias, otra legión de vampiros intenta estafarles el poco o mucho dinero que pueden obtener vendiendo su cuerpo.

Andrea fue la primera en revelarme que existían abogados que acudían a los burdeles para dejar a las prostitutas las tarjetas de sus bufetes, prometiéndoles que podrían conseguirles la nacionalidad española por un módico precio. Yo mismo terminaría contratando los servicios de uno de esos malnacidos, oculto bajo un ridículo pero convincente disfraz, para demostrar cómo venden a precio de oro a las inmigrantes impresos y documentos sin ningún valor legal. Existen también representantes comerciales, que acuden a los burdeles para vender a las chicas zapatos, ropa, o perfume al doble o triple de su valor real. Se aprovechan de que muchas de ellas, cambiando de club en club, haciendo «plaza» cada veintiún días, no saben ni en qué ciudad están. Alejadas de los núcleos urbanos, no pueden acceder a las tiendas normales, y se ven obligadas a comprar los productos de esos estafadores. Pero uno de los parásitos sociales de las fulanas que más me sorprendió fueron los videntes.

Supongo que la marginación, el sufrimiento y la soledad hacen que las personas desvalidas se vuelvan más supersticiosas y clamen al cielo en busca de la ayuda y el consuelo que no encuentran en la tierra. De los hombres sólo pueden esperar... nada. Son un trozo de carne que se utiliza para eyacular, y después se aleja, e incluso se reniega de su existencia. Por otro lado, la inmensa mayoría oculta a sus familias y amigos cuál es su verdadera profesión. Y qué decir de sus jefes. Está claro que ninguna de ellas va a acudir al proxeneta para consultarle sus problemas o en busca de esperanza. Ahí es donde aparecen los parásitos del espíritu, los vampiros de la fe, los traficantes de ilusiones.

Existe un extraño vínculo invisible entre el mundo de las videntes y el de la prostitución. Y no me refiero sólo a que los anuncios de adivinos se maqueten al lado de los de las rameras en todos los periódicos del país. Ni a que muchas videntes, entre ellas la bruja televisiva más famosa de España —antigua trabajadora del Apandau de Barcelona—, provengan del mundo de la noche. Me refiero a algo más siniestro.

No sólo las mafias nigerianas utilizan las creencias y supersticiones sobrenaturales para aprovecharse de las prostitutas. Casos como el de la colombiana «satánica» que conocí en la redada del club Lido, o las nigerianas a cuyo ritual de brujería asistí en La Milagrosa, son mucho más frecuentes de lo que imaginaba. Pero ninguna historia me pareció tan sorprendente como la que descubrí a través de Andrea.

Andrea conocí a la vidente Vera, el mes de febrero del año 2001, a través de una de sus compañeras de La Fuente. Aquella chica tenía un altar a la diosa Pombayíra en el dormitorio del burdel, una de las divinidades más importantes del panteón afro—brasileño. Al igual que ocurre con la santería cubana, o el vudú haitiano, los esclavos negros importados a Brasil sincretizaron sus dioses africanos con las divinidades precolombinas y con el santoral cristiano, dando lugar a religiones como la Umbanda, el Carridorriblé, la macumba, etc. Por eso aquella imagen de la Pombayira velaba los sueños de Andrea y de su compañera de dormitorio en el burdel, cada noche, flanqueada por varías velas blancas, Aquella chica, brasileña como ella, pertenecía a una especie de seudosecta espiritista y viajaba a Vigo una vez por semana, al igual que otras muchas chicas, para encontrarse con su consejera espiritual, la tal Vera. Un día, Andrea decidió acompañarla.

En Vera encontró, o eso creía, la madre protectora que tanto añoran todas las cortesanas. Ella les daba consejo y realizaba todo tipo de rituales mágicos y de protección, con objeto de que las mesalinas ganasen mucho dinero, no fuesen maltratadas por los proxenetas o incluso, conociesen a un buen hombre que las sacase del oficio. Todo ello, a cambio de un módico precio... o no tan módico.

Andrea fue admitida en la comunidad de Vera, y como distintivo de esta insólita hermandad, le fue entregado un colgante, que yo posteriormente vería en el cuello de otras prostitutas. Se trata de una estrella de seis puntas, con un hexágono central. Todas las «hijas» espirituales de Vera llevan ese amuleto. Claro, que para lucirlo antes deben abonar las 10.000 pesetas de su importe.

Durante varios meses, Andrea frecuentó la consulta de Vera.

Vigo, junto con otras muchas prostitutas. Allí no sólo pudo adquirir amuletos, perfumes mágicos o rituales esotéricos. Vera, aprovechando la confianza que depositaban en ella las supersticiosas mentrices, les vendía ropa o joyas, de la misma forma y al mismo precio abusivo que los comerciantes que visitan los burdeles, sólo que el utilizaba un argumento de venta mucho más ingenioso. Convenció a las chicas de que todas ellas eran una Pombayira, y debían vestir unas ropas y joyas que agradasen a los espíritus. ¿Y quién podía asesorarlas mejor que una médium sobre lo que agrada o no a los espíritus? Casualmente, Vera también importaba prendas de lujo desde América —aunque apuesto a que las compraba en cualquier mercadillo de Pontevedra—, y podía facilitar a sus chicas los vestidos más apropiados para conseguir el favor de Pombayira.

No sólo eso, con la excusa del poder mágico del número siete, y como golpe de efecto para reforzar la credulidad de sus clientas, aseguraba que todos sus trabajos mágicos tenían que ser abonados en clave de siete. Y Andrea, como otras muchas furcias estafadas por Vera, pagaba ridículos rituales mágicos a 77.777 pesetas por ceremonia. En el caso de Andrea, cuando se dio cuenta del engaño, se había gastado más de 700.000 pesetas en la médium. Y aunque yo conocí al menos otras dos fulanas brasileñas que frecuentaban periódicamente la consulta de Vera en Vigo, es imposible calcular cuántas prostitutas están siendo estafadas por la meiga gallega. Ojalá algún día los dioses del panteón afrobrasileño hagan que Vera tenga que pasar por la misma humillación que sus dientas. Ojalá la Pombayira consiga que Vera se vea en la necesidad de vender su cuerpo a los mismos hombres que sus estafadas, para aprender a valorar el sufrimiento y la vergüenza que les cuesta ganar cada euro. Y ojalá padezca 77.777 veces cada mentira y cada engaño con los que exprime la fe, la esperanza y la credulidad de sus «ahijadas espirituales».

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