El año que trafiqué con mujeres (11 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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Al hablar de su madre Loveth se emociona, y a pesar de la escasa luz veo cómo una lágrima se desliza por su mejilla, mientras se le quiebra la voz. Sé que suena ridículo, pero no pude evitar que a mí también se me humedeciesen los ojos. Desde luego, la estampa debía parecer de lo más patética: los dos sentados en la cama, llorando, mientras mi cámara nos grababa a hurtadillas. Lo que no soy capaz de precisar es si mis lágrimas se debían a la compasión que me inspiraba aquella joven o a la rabia y a la impotencia que sentía en aquel momento. Una sensación de rabia e impotencia que terminaría por alojarse en mi corazón, como un huésped no invitado, durante los meses que pasaría infiltrado en ese mundo, y que terminaría por afectarme psicológicamente, más de lo que había previsto.

—¿Hay mucha gente como tu jefa que se dedique a traer chicas?

—Oh, sí, mucha, mucha.

—¿Y todos utilizan el vudú?

—Vudú, sí.

—¿No se puede hacer algo para romper ese hechizo?

—No, no hay. Es vudú, vudú.

—Pero a lo mejor otro brujo que tenga más fuerza puede romper ese vudú.

—No hay.

—Y el ritual ¿cómo es? ¿Cómo se hace? ¿Lo hicieron en tu casa, en casa de ella ... ?

—No, no, en casa de ella no, en casa de vudú.

—¿En casa de vudú? ¿En un templo?

—Sí, grande.

—¿Ibas sola o iban más chicas?

—No, yo, mi madre, su madre...

—Cuando ibas allí, ¿no sabías que te iban a hacer vudú?

—No, ella coger a mí allí. Es que hay una cosa buena de vudú. Ella no dijo si no pagar matar a ti, ella dijo que era para coger el avión bien, traer suerte...

Con el tiempo yo me convertiría en un experto en brujería africana, asistiría a sus rituales y participaría en ceremonias de vudú absolutamente espeluznantes. Y sólo entonces, y nunca antes, podría comprender el pánico que infligen en las conciencias de las adolescentes traficadas por las mafias, aquellos ritos sangrientos, en los que hasta yo mismo tuve que beber sangre. Sin embargo, eso ocurriría mucho tiempo después. En aquella primera entrevista con Loveth, encerrados en aquel dormitorio de burdel, mi pragmática mente occidental no podría comprender que unas prácticas absurdas y supersticiosas pudiesen apresar de tal forma la voluntad de un ser humano. Cometí el mismo error que otros muchos analistas del crimen organizado, desprecié el inmenso poder de la fe y de la religión, que en este caso es hábilmente utilizado por las redes mafiosas del tráfico de mujeres.

—Pero, joder, Loveth, ¿de verdad te crees que te pueden hacer daño con esa mierda?

—Sí, vudú poderoso. Yo conocer chicas que volver locas por no obedecer vudú. Una hablar sola y tirar todo a la basura, y otra morir.

—Ya. ¿Y piensas seguir así por culpa del vudú?

—Pero ahora yo tengo problemas en mi país. Con mi jefa, mi familia...

—¿Pero tú no pagaste tu deuda ya?

—No, no todo. Falta. Yo pagar casi 20.000 dólares, faltan 25 más...

—25.000 dólares...

—Ahora yo no tengo para pagar...

—¿Por eso tienes que seguir trabajando en esto?

—Ahí. Yo no quiero trabajar para ella más. No quiero trabajar para ella más. Ése es el problema ahora. Su familia va mi casa, coge a mi familia, y vudú; tu hija no paga para mi hija, matar a tu hija. Matar a mí. Pero mi corazón con Jesús, yo no tengo miedo...

Como me habían explicado Isabel Pisano, Valérie Tasso y los funcionarios policiales a los que había consultado, las chicas vienen a Europa asumiendo una deuda que, como en el caso de Loveth, puede ascender a los 45.000 dólares —unos 8 o 9, millones de pesetas de las de antes—. Aterrorizadas por la amenaza del vudú, trabajarán día y noche para reunir el dinero con el que pagar su deuda. Y para ello serán enviadas a clubes de carretera, pisos particulares o simplemente a trabajar de putas callejeras, controladas a distancia por sus «dueños». Los mafiosos saben que mientras renueven el pánico que sienten las chicas, con nuevas ceremonias de vudú que ya se hacen en los países de destino, como España, éstas no dejarán de trabajar y en ningún momento acudirán a la Policía. En el fondo, esta técnica es mucho más eficiente que las pistolas o las navajas de las mafias rusas o colombianas, porque el mafioso no necesita estar cerca de la joven para amenazarla. El pánico a la brujería no entiende de distancias. Y el traficante puede encontrarse en Italia y tener a sus chicas trabajando en la Casa de Campo de Madrid, sabedor de que ninguna de ellas traicionará su confianza. Todas creen que un hechizo llega mucho más lejos que una bala.

—Supongo que has trabajado en muchos clubes como éste, ¿no?

—Sí, muchos. En Italia, Francia...

—Es más dura la calle, ¿no?

—Muy, muy, muy malo. Matan siempre chicas...

—¿Que matan chicas en la calle?

—Oh, sí, siempre. La mafia. La jefa manda mafia para matar...

—Si no pagas, te pueden matar...

—Sí, si no pagas, finito. Ella tiene mucho dinero en mi país, tiene grande casa, coches...

No sé por qué, pero de pronto siento curiosidad por conocer la edad de aquella joven, que instantáneamente ha perdido todo el atractivo sexual que exhibía en el bar del burdel, y ahora me parece más una niña desvalida que una profesional del sexo. Y descubro con horror que es una de las muchas menores importadas por las mafias siendo aún unas niñas, para nutrir los prostíbulos europeos y satisfacer la lujuria de los honrados ciudadanos varones de la unión.

—¿Cuántos años tenías cuando te viniste?

—Dieciséis.

—¡Dieciséis años!

—Sí. Ahora yo tengo dieciocho.

—¿Y hay muchas chicas tan jóvenes que se vengan a trabajar?

—Sííí. Dieciséis, dieciocho, veinte...

Siento vértigo, asco, impotencia, rabia, frustración. Por un momento, se me va la cabeza y le deseo a Loveth todas las enfermedades venéreas existentes para que al menos pueda contagiar a los hijos de puta capaces de acostarse con una niña de dieciséis años por 30 euros en la Casa de Campo y disfrutar así de una sutil forma de venganza. Aquélla fue mi primera tormenta mental. A partir de esa noche, y a medida que profundizaba en las mafias de la prostitución, toda mi personalidad y mi espíritu serían vapulea dos una y otra vez, hasta pervertirse y convertirme en un individuo resentido y furioso. Estúpido de mí, en ese momento no podía ni imaginar que, menos de un año después, yo mismo sería capaz de negociar la compra de niñas indígenas de trece años para subastar su virginidad en mis supuestos prostíbulos españoles.

Durante un buen rato, Loveth me ilustró sobre aspectos del mundo de la prostitución totalmente desconocidos para mí. Me habló de la vida diaria en los burdeles; de trabajar de noche y dormir durante el resto del día; de las chicas que no aguantan la culpabilidad y terminan enganchadas a la cocaína o a la heroína; de cómo las madames o simplemente los empresarios propietarios de los clubes las estafan, vendiéndoles ropa, carmín o joyas de «todo a cien» al triple de su valor, aprovechándose de su desconocimiento del idioma, de los precios del país, o simplemente de que muchas ni siquiera saben en qué ciudad están y no pueden acceder a los comercios normales...

Charlamos sobre todo lo que ella quiso contarme. Yo todavía era demasiado profano en el tema como para poder hacerle preguntas inteligentes. A pesar de ello, aprendí más en aquella conversación que en todo lo que había leído en los informes técnicos de la Brigada de Extranjería, o de las organizaciones no gubernamentales expertas en inmigración. Quizá porque los ojos de Loveth y sus lágrimas me transmitían mucho más que sus palabras. Ojalá todos los «expertos», y sobre todo «expertas», analistas, eruditos y estudiosos que escriben los libros e informes sobre el mundo de la prostitución que yo me había leído estuviesen sentados en aquella cama con Loveth. Descubrirían otra perspectiva sobre el sexo de pago que no incluyen en sus académicos trabajos. Y lo peor es que aquella rabia salvaje que empezaba a sentir en mi corazón no había hecho más que empezar. Todavía no tenía la menor idea de lo que se esconde tras las mafias de seres humanos...

Justo antes de terminar nuestro tiempo —yo había alquilado a la joven, en teoría, para un servicio básico de media hora—, Loveth me dio una última pista a seguir. En realidad sus palabras eran una súplica. Creía que yo, como hombre blanco con papeles, tal vez pudiese ayudar a una amiga suya, una tal Susy.

—Y hay una chica también, en Murcia. También tiene problemas, como yo. Ella tiene hijo...

—Tiene un hijo?

—Sí, un niño. Ella tiene jefe. Ella trabaja en prostitución también. Ella pasó por Marruecos.

—Pero con un hijo es mucho peor, ¿no?

—Sí, un hijo, pequeño. Ella tiene jefe, hombre. Pero ella tiene problemas, ella ha dicho si yo ayudar a ella, pero yo no sé cómo...

Fue una estupidez. Imagino que me dejé llevar por el torrente de emociones que me había producido aquella conversación con Loveth, pero le prometí que ayudaría a su amiga. No tenía ni idea de dónde encontrarla, no sabía sus apellidos, ni conocía cuál era su aspecto, pero le di mi palabra de que la auxiliaría. Y lo peor es que Loveth me creyó. Su sonrisa, cuando nos despedimos, me ató a un compromiso para con ella, más sólido que los rituales de vudú que a ella la ataban a sus traficantes. Nos separamos en el vestíbulo y me indicó que yo debía regresar al bar por una puerta y ella por otra. Es la costumbre cuando se ha terminado un servicio con un cliente y se busca inmediatamente a otro.

Según el minutado de la cinta de vídeo, permanecí con Loveth en el dormitorio del prostíbulo 32 minutos y medio. Un tiempo no muy largo, que sin embargo marcaría el rumbo de los próximos meses de mi vida. A pesar de lo que ya llevaba visto, la conversación con aquella niña me había abierto los ojos a un mundo completamente despiadado del que no tenía plena conciencia hasta ese instante. Cuando salí del burdel, involuntariamente, me acordé de Mara, la skingirl que había conocido durante mi investigación anterior. Seguro que si hubiese podido escuchar a Loveth se habría reafirmado en sus postulados racistas. Y yo tendría que darle la razón. Ser blanca es una bendición. Ninguna chica española, como Mara, ha tenido que sufrir las atroces experiencias que viven miles de adolescentes nigerianas. No saben la suerte que tienen.

Capítulo 4

Buscando a Susy desesperadamente

El que, directa o indirectamente, promueva, favorezca o facilite el tráfico ilegal o la inmigración clandestina de personas desde, en tránsito o con destino a España será castigado con la pena de cuatro a ocho años de prisión.

Código Penal, art.Y8 bis, i.

(Modificado según Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre)

Era un disparate. Cruzar el país de punta a punta, en busca de una joven a la que jamás había visto, y de la que no tenía ninguna referencia. Sin embargo, mientras conducía de camino a Murcia junto a mi compañero Alberto, algo en mi interior me decía que estaba haciendo lo correcto. De Susana tan sólo sabía su edad, unos veinte anos, su origen nigeriano y que tenía un hijo de dos años en poder de su proxeneta. No era mucho, pero al menos era más que nada. Según Loveth, Susy hacía la calle, así que lo primero que tenía que localizar era la zona de las prostitutas callejeras en Murcia.

No fue difícil. Tras establecer la «base de operaciones» en un céntrico hotel, alojamiento que repetiría a lo largo de mis sucesivos viajes a Murcia durante los siguientes cuatro meses, consultamos al recepcionista. Como es un personal acostumbrado a este tipo de preguntas, rápidamente supo orientarnos sobre la zona en la que Podría encontrar a las chicas de la calle: los alrededores del centro comercial Eroski. Sobre un plano, el recepcionista del hotel me indicó la ruta más corta para llegar a «la calle de las putas». Debíamos subir por la calle de la Gran Vía hasta llegar al puente viejo, después girar a la izquierda en la avenida del Teniente Floresta y pasar tres puentes bordeando el río, para luego girar a la derecha.

Al cruzar al otro lado del río, nos toparíamos de frente con el centro comercial y a su alrededor encontraríamos por fin a los grupos de busconas haciendo la calle. Y hacia allí partimos con la intención de realizar una prospección sobre el terreno, para familiarizarnos con la zona y buscar un buen punto de grabación antes de que anocheciese.

Según mi costumbre de estudiar el lugar donde va a desarrollarse una parte importante de la investigación buscando, realizamos varias pasadas, arriba y abajo por las calles que rodean el centro comercial para reconocer y evaluar, entre otras cosas, los riesgos que encerraban. Y puesto que siempre contábamos con el peligro que corríamos si las prostitutas, sus chulos o los clientes descubrían a un periodista grabando con una cámara de vídeo, convenía tener muy claras las rutas de escape posible para cuando las cosas se complicaran.

El Eroski es una gran superficie comercial. Durante el día transitan miles de personas, a veces familias enteras, con intención de hacer sus compras o de disfrutar de un rato de ocio. Pero al caer la noche, las calles son tomadas por docenas de jóvenes nórdicas, sudamericanas o africanas, que ofrecen sus cuerpos, a veces casi adolescentes, a precios de saldo, para aplacar la lujuria de los varones murcianos. Calles como ésta, desafortunadamente, existen en todas las ciudades del mundo. Desde la Vía Veneto de Roma a la Casa de Campo de Madrid, pasando por el Bois de Boulogne de París, cientos de miles de mujeres soportan los calores del verano y los fríos del invierno, mostrando su mercancía carnal a los ojos lujuriosos de los hombres. Empresarios, albañiles, profesores, sacerdotes, médicos, políticos, periodistas, jueces, taxistas, abogados, fontaneros, ebanistas, policías, arquitectos... cualquier estrato social y cualquier nivel cultural acceden por igual a los placeres de las fulanas, aunque varias de ellas señalan a los abogados, médicos y jueces como los clientes más pervertidos.

Evidentemente, las chicas jóvenes y hermosas lo tienen más fácil que las mujeres más maduras y menos agraciadas. A éstas sólo les queda la posibilidad de ofrecer servicios más denigrantes y vejatorios que los «normales» que conceden sus compañeras más guapas, tales como felaciones sin preservativo, sexo anal, sadomasoquismo, humillación, cuadros lésbicos, etc. Lugares como la Casa de Campo madrileña o los alrededores del Eroski murciano acogen a hombres de toda condición, que peregrinan a esas mecas sexuales con el solo objetivo: eyacular. Y no puedo evitar relatar una anécdota muy gráfica a este respecto.

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