«Toda Brennin se rebeló, excepto el ejército que Vailerth había reclutado. Pero ese ejército era leal y poderoso, y Nilsom también era poderoso, mucho más que los otros cinco magos juntos que había en Brennin. Y, además, la víspera de la guerra, sólo quedaba un mago, pues los otros cuatro junto con sus fuentes fueron encontrados muertos.
»Así pues, estalló la guerra civil en el Soberano Reino. Sólo Gwen Ystrat se mantuvo al margen. Pero los duques de Rhoden y Seresh, los guardianes de la Frontera Norte y de la Frontera Sur, los granjeros, los habitantes de las ciudades y los marineros de Taerlindel, todos juntos se aliaron en la guerra contra Vailerth y Nilsom.
»Pero su unión no resultó suficiente. El poder de Nilsom, alimentado por la fuerza y el amor de Aideen, era más grande, según dicen, que el de cualquier mago desde los tiempos de Amairgen. Causaba la muerte y la ruina a todos aquellos que se le oponían, y la sangre inundó los campos mientras los hermanos mataban a los hermanos y Vailerth se divertía en Paras Derval.
Una vez más, Matt dejó de hablar y, cuando lo hizo de nuevo, su voz era monótona.
—La última batalla se libró en esas colinas que se extienden al oeste, entre el lugar donde nos encontramos y el Bosque Sagrado. Dicen que Vailerth subió a la torre más alta de este palacio para ver cómo Nilsom conducía su ejército hacia la definitiva victoria, después de la cual nada excepto la muerte se interpondría entre ellos y el Árbol.
»Pero cuando aquella mañana salió el sol, Aideen compareció ante el mago, al que amaba, y le dijo que no iba a consumirse a sí misma por más tiempo apoyándolo en aquella guerra. Y, después de decírselo, se clavó un cuchillo y dejó que la vida se le escapara con la sangre de sus venas, y así murió.
—¡Oh, no! —exclamó Jennifer—. ¡Oh, Matt!
Él pareció no haberla oído.
—Ya no queda mucho por contar después de aquello —prosiguió, siempre con su monótona voz—. Sin los poderes de Nilsom, el ejército de Vailerth estaba derrotado.
Depusieron sus espadas y sus lanzas y pidieron la paz. Nilsom no quiso hacerlo y al final fue muerto por el último mago que quedaba en Brennin. Vailerth se arrojó desde la torre y murió. Aideen fue enterrada con todos los honores en un sepulcro junto al Bosque de Mórnir, y el duque Lagos de Seresh fue coronado rey en este mismo salón.
Habían dado toda la vuelta a la habitación y se encontraban de nuevo junto a los bancos que había bajo la última ventana, cerca del trono. Sobre ellos, los rubios cabellos de Colan brillaban con la luz del sol que entraba por las ventanas.
—Sólo me queda por añadir —dijo Matt Sören clavando sus ojos en ella— que, cuando el Consejo de los Magos se reúne en pleno invierno, maldecimos ritualmente el nombre de Nilsom.
—Me lo figuraba —comentó Jennifer con singular energía.
—Y también —siguió diciendo el enano en voz muy baja— maldecimos el nombre de Aideen.
—¿Cómo dices?
La mirada de Matt era muy dura.
—Ella traicionó a su mago —dijo—. En las leyes de nuestra Orden no hay crimen peor.
Ninguno. Y no importa cuál sea la causa. Todos los años, Loren y yo maldecimos su memoria en la ceremonia del invierno y lo hacemos de todo corazón. Y todos los años —
añadió en tono suave y amable—, cuando la primavera funde las nieves, depositamos las primeras flores silvestres sobre su tumba.
Ante su sosegada mirada, Jennifer volvió la cabeza hacia otro lado. Estaba a punto de llorar. Estaba tan lejos de su casa y todo era tan difícil y extraño… ¿Por qué una mujer como Aideen tenía que ser maldecida? Era muy cruel. Lo que necesitaba ahora, pensó de repente, era ejercicio, cincuenta vueltas a la piscina para aclarar su cabeza, o quizá mas, y todavía mejor…
—¡Oh, Matt! —exclamó—. Necesito moverme, hacer algo. ¿Podemos montar a caballo?
Una invitación semejante era lo único que podía acabar con la compostura del enano.
Se sonrojó confundido.
—Claro que puedes montar a caballo —dijo torpemente—, pero temo que no podré acompañarte; los enanos nunca cabalgamos por placer. ¿Por qué no vas con Laesha y con Drance?
—De acuerdo —aceptó ella, pero de pronto pareció indecisa, remisa a abandonarlo.
—Siento haberte entristecido —se disculpó Matt—. Es una historia cruel.
Jennifer movió la cabeza.
—Creo que lo es más para ti que para mí. Gracias por compartir ese sentimiento conmigo. Muchas gracias. —E, inclinándose, lo besó con cariño en la mejilla y salió corriendo de la habitación para buscar a Laesha, dejando al habitualmente flemático enano en un curioso estado de inquietud.
Y así fue como, tres horas más tarde, las dos mujeres y el hombre de Diarmuid galopaban hacia la cima de la colina; allí detuvieron sus cansados caballos con estupefacción, mientras un pequeño grupo de etéreas criaturas ascendían por la ladera hacia ellos, y sus pisadas eran tan ligeras que parecía que la hierba no se doblaba a su paso.
—¡Bienvenidos! —dijo entonces el jefe al tiempo que se detenían ante ellos. Se inclinó y sus largos cabellos de plata brillaron con la luz—. Es una ocasión felizmente entretejida.
Su voz sonaba como música en aquellos parajes. Al hablar, se había dirigido a Jennifer, y ella se dio cuenta de que Drance, el rudo soldado, tenía el rostro transfigurado por las lágrimas.
—¿Queréis venir con nosotros junto a los árboles y compartir la cena esta noche? —
preguntó aquel ser de cabellos de plata—. Sed de nuevo bienvenidos. Me llamo Brendel y soy de la Marca de Kestrel, en Daniloth. Somos los lios alfar.
El regreso a Brennin fue muy rápido, como si fueran empujados por el viento. Erron, con velocidad y agilidad, escaló el desfiladero en primer lugar y fue clavando en la roca puntas de acero para que los demás pudieran subir.
Llegaron hasta donde habían dejado los caballos, montaron y de nuevo empezaron a galopar por los polvorientos caminos del Soberano Reino. Se sentían excitados y exultantes. Kevin coreaba una obscena canción dirigida por Kell, y no podía recordar en qué otra ocasión había sido más feliz; después del incidente junto al río, Paul y él habían sido aceptados sin reparos por todo el grupo y, como él respetaba a aquellos hombres, su aceptación lo llenaba de alegría. Erron era su amigo, y también Carde, que ahora cantaba a su izquierda. Paul, al otro lado, no cantaba, pero no parecía sentirse infeliz y, por otra parte, tenía una voz horrible.
Hacia el mediodía llegaron a la misma taberna donde antes se habían detenido.
Diarmuid ordenó un alto para comer y beber deprisa, lo cual suponía, dado el humor reinante, no pocas cervezas. Kell, según pudo notar Kevin, había desaparecido.
El alto en el camino se prolongaba y con seguridad se perderían el banquete en el Gran Salón aquella noche. Pero eso no parecía preocupar a Diarmuid.
—Esta noche cenaremos en la taberna de «El Jabalí Negro», amigos míos —anunció con aire festivo desde la cabecera de la mesa—. No estoy de humor para aguantar las maneras de la corte. Esta noche me divertiré con vosotros y dejaremos a un lado los formalismos. Sólo buscaremos nuestro propio goce. ¿Brindaréis conmigo a la salud de la Rosa Oscura de Cathal? Y Kevin brindó y bebió con todos ellos.
Kimberly había vuelto a soñar. Y había tenido el mismo sueño otra vez: las piedras, el anillo, el viento; y había sentido la misma angustia en su corazón. Y de nuevo se despertó cuando acudían a sus labios las palabras mágicas.
Esa vez, sin embargo, volvió a quedarse dormida, para encontrar otro sueño, como si estuviera esperándola en el fondo de una piscina.
Estaba en la habitación de Aílell. Lo vio moverse sin cesar en su cama y distinguió al joven paje dormido en su jergón. Y, mientras lo estaba observando, Ailell se despertó en la oscuridad de su aposento. Durante bastante tiempo permaneció acostado, respirando con dificultad; luego vio cómo se levantaba con gran esfuerzo, como si no quisiera hacerlo. Etérea e invisible lo siguió a través del pasillo, alumbrado sólo por la vela que el rey llevaba, y se detuvo con él junto a otra puerta en la cual había una mirilla.
Cuando Ailell acercó sus ojos a la mirilla, de alguna forma ella también estaba mirando con él, viendo lo que él veía; y Kimberly vio, con el rey, el blanco fuego de naal y el resplandor azul de la piedra de Ginserat colocada en la parte superior de la columna.
Al cabo de un buen rato, Ailell se retiró, y, en su sueño, Kim se vio a sí misma mirando otra vez, poniéndose de puntillas para ver con sus propios ojos la cámara de la piedra.
Pero, al mirar, no vio piedra alguna, y además la habitación estaba en tinieblas.
Estremecida por el terror, vio cómo el soberano rey volvía a su habitación y, esperándolo en la puerta, vio entre las sombras una silueta que ella conocía perfectamente.
Con el rostro rígido como si de piedra se tratara, Paul Schafer estaba delante del rey y sostenía una pieza de ajedrez en su mano extendida; ai acercarse, Kim advirtió que se trataba del rey blanco, que además estaba roto. A su alrededor sonaba una melodía que ella no podía reconocer, aunque sabía que habría debido hacerlo. Ailell pronunció unas palabras que ella no pudo oír porque la música sonaba demasiado fuerte; luego habló Paul, y ella necesitaba con desesperación oírlo, pero la música… Después el rey elevó la mano que sostenía la vela y comenzó a hablar de nuevo, pero ella no podía oír, no podía, no podía.
Después todo se disolvió en la nada con el aullido de un perro, tan agudo que pareció llenar el universo entero.
Y Kim se despertó con la luz del sol y el aroma de la comida que se estaba haciendo en la cocina.
—Buenos días —dijo Ysanne—. Levántate y come, antes de que Malka lo robe todo.
Luego te mostraré algo.
Kell se reunió con ellos en la carretera que bordeaba la ciudad por el norte. Paul Schafer puso su caballo al paso del ruano que cabalgaba el fornido sujeto.
—¿Quieres pasar inadvertido? —le preguntó.
Por encima de su nariz rota, los ojos de Kell estaban en guardia.
—No exactamente. Pero él me encargó que hiciera algo.
—¿Qué quieres decir?
—Aquel hombre tenía que morir, pero su mujer y sus hijos necesitan ayuda.
—Por eso has ido a entregarles dinero, ¿no? ¿Por eso nos hemos entretenido en la taberna hasta ahora? ¿Para darte tiempo? Entonces no era porque le apeteciera beber, ¿verdad?
Kell asintió con la cabeza.
—A él le apetece beber a menudo —comentó con humor—, pero pocas veces actúa sin una razón precisa. Dime —continuó al ver que Paul permanecía en silencio—, ¿crees que hizo mal?
La expresión de Paul era inescrutable.
—Gorlaes lo habría colgado —se apresuró a decir Kell— y habría despedazado su cuerpo. Su familia habría sido desposeída de su tierra. Ahora, en cambio, su hijo mayor irá a la Fortaleza del Sur para ser entrenado como uno de nosotros. ¿Piensas de verdad que hizo mal?
—No —dijo Paul con voz muy baja—. Estoy pensando que, mientras los demás morían de hambre, la traición de ese granjero ha sido probablemente la mejor manera que encontró para proteger a su familia. ¿Tienes familia, Kell?
A lo cual el lugarteniente de Diarmuid, a quien no le gustaba aquel extraño visitante, pero que estaba tratando de que le gustara, no contestó. Cabalgaron hacia el norte bajo el calor de la tarde. A los lados se extendían los campos resecos y las colinas brillaban a lo lejos como espejismos, como si esperaran la lluvia.
La trampilla debajo de la mesa había permanecido invisible hasta que Ysanne, de rodillas, extendió su mano sobre el suelo y pronunció unas palabras mágicas. Aparecieron diez escalones; a los lados, los ásperos muros de piedra estaban húmedos. Había abrazaderas en las paredes, pero ninguna antorcha, pues desde el pie de la escalera ascendía un débil rayo de luz. Intrigada, Kim descendió tras la vidente y Malka, el gato.
La cámara era pequeña, más bien una cueva que una habitación. Había una cama, un escritorio, una silla y una alfombra sobre el suelo de piedra. Sobre el escritorio se veían algunos pergaminos y libros, al parecer muy viejos. Había algo más: junto a la pared más alejada descansaba una vitrina con las puertas de cristal y, en el interior de la vitrina, como una estrella prisionera, la fuente de luz.
La voz de la vidente estaba llena de temor reverencial cuando rompió el silencio:
—Siempre que la veo… —murmuró Ysanne—. Es la Diadema de Lisen —dijo avanzando unos pasos—. Fue hecha para ella por los lios alfar en los días en que el Bosque de Pendaran no era un lugar terrible. Se la puso en la frente después de que construyeran para ella la torre de Anor, y permaneció en la torre junto al mar, con la luz en su frente como una estrella, para indicarle a Amairgen el camino de regreso a casa desde Cader Sedat.
—Pero él nunca regresó. —La voz de Kim, aunque había hablado en un murmullo, sonó chillona a sus propios oídos—. Eilathen me lo mostró. Y vi cómo ella moría.
La Diadema, según vio Kim, era de oro puro, pero la luz que despedía de su interior era más suave que un rayo de luna.
—Murió, y Pendaran no puede perdonar. Fue una de las desgracias más grandes de este mundo. Cambiaron demasiadas cosas…, incluso la luz. Dicen que cuando fue creada era mucho más resplandeciente, del color de la esperanza. Luego Lisen murió y el Bosque cambió; el mundo entero cambió, y ahora parece que brilla con una luz más pálida. Es la cosa más terrible que ha podido suceder en el mundo. Es la Luz contra la Oscuridad.
Kim miró a la mujer de blancos cabellos que estaba a su lado.
—¿Por qué está aquí? ¿Por qué está escondida bajo tierra?
—Raederth me la trajo un año antes de morir. No sé dónde la encontró, pues se perdió a la muerte de Lisen. Estuvo perdida durante muchos años, pero jamás me contó cómo la había encontrado. Sin embargo, lo hizo envejecer. Algo debió de pasar durante su viaje, de lo que nunca quiso hablar. Me pidió que la guardara aquí, junto a los otros dos objetos mágicos, hasta que viera en sueños el lugar que les correspondía. «Quien la lleve después de Lisen», me dijo él, «tendrá que recorrer el más tenebroso camino que jamás ha recorrido criatura alguna del cielo o de la Tierra.» Fue todo lo que me dijo. Por eso espera aquí: espera por la soñadora.
Kimberly tembló, pues algo dentro de ella, como un murmullo en su propia sangre, le decía que las palabras del mago muerto encerraban una auténtica profecía. Se sintió pesada, agobiada por un tremendo peso. Era insoportable. Apartó su mirada de la Diadema.