—Muy amable de tu parte —replicó Kevin cogiendo la bota. La levantó como había aprendido a hacerlo en España, años atrás, y se echó al gollete un buen trago de vino.
Luego le pasó el pellejo a Paul, quien bebió sin decir palabra.
—¡Ah! —exclamó Tegid, mientras se desplomaba en un banco—. Estoy seco como el corazón de Jaelle. ¡Por el rey! —gritó levantando su bota— y por su glorioso heredero, el príncipe Diarmuid, y por nuestros nobles y distinguidos huéspedes, y por… —El resto del discurso quedó sepultado por el ruido del vino al caer en su garganta. Por fin el chorro cesó. Tegid emergió, eructó y miró a su alrededor—. Esta noche tengo una sed insaciable —explicó innecesariamente.
Paul se dirigió al príncipe con despreocupación.
—Si tienes ganas de juerga, ¿no estás en una habitación equivocada?
La sonrisa de Diarmuid fue ruda.
—No vayas a creer que sois mi primera elección —murmuró—. Vuestras encantadoras compañeras aceptaron los trajes para mañana, pero nada más, y lo siento. La pequeña, Kim —y sacudió la cabeza—, tiene la lengua muy larga.
—Mis condolencias —dijo Kevin, encantado—. Yo también he sido rechazado varías veces.
—Entonces —replicó Diarmuid dan Ailell—, bebamos en mutua conmiseración. —El príncipe bajó el tono al comenzar a relatar lo que él consideraba una información esencial: una ingeniosa y obscena descripción de las damas de la corte que iban a conocer pronto.
Una descripción que demostraba un profundo conocimiento de sus privadas y de sus públicas cualidades.
Tegid y Kell permanecían en la habitación; los otros dos hombres se marcharon al cabo de un tiempo y fueron reemplazados por otros dos que traían más botas de vino fresco.
Luego también se fueron. Pero los dos hombres que los sustituyeron estaban muy serios cuando entraron.
—¿Qué ocurre, Carde? —preguntó Kell al pelirrubio.
El hombre carraspeó aclarándose la garganta. Diarmuid, reclinado en una cómoda silla junto a la ventana, se volvió al oír el ruido.
La voz de Carde era muy suave.
—Algo raro. Mi señor, creo que deberías saberlo. Hay un svart alfar muerto en el jardín, bajo esta ventana.
A pesar de la neblina producida por el vino, Kevin vio a Diarmuid saltar sobre sus pies.
—¡Bien tejido! —dijo el príncipe—. ¿Quién de vosotros lo mató?
La voz de Carde fue un leve susurro.
—Eso es lo raro, mi señor. Erron lo encontró muerto… Su garganta estaba…
destrozada, mi señor. Erron cree… cree que lo hizo un lobo, aunque… con todo mi respeto, señor, yo no quisiera encontrarme nunca con lo que ha matado a esa criatura.
En el silencio que siguió, Kevin miró hacia Paul. Sentado sobre su cama, Schafer parecía más delgado y débil que nunca. Su expresión era inescrutable.
Diarmuid rompió el silencio.
—¿Has dicho que lo han encontrado bajo esta ventana?
Carde asintió con la cabeza, pero el príncipe ya se había dado la vuelta y, abriendo de un golpe las puertas, salió al balcón y se dejó caer al jardín desde la barandilla. Detrás de él saltó Paul. Eso significaba que también Kevin tenía que ir. Con Kell a su lado y Carde detrás, salió al balcón, pasó sobre la balaustrada, se quedó un instante colgando asido del balcón y salvó de un salto los tres metros que lo separaban del suelo. Los otros dos lo siguieron. Sólo Tegid permaneció en la habitación, pues su cuerpo voluminoso no le permitía dar ese salto.
Diarmuid y Paul habían llegado hasta el lugar donde tres hombres permanecían vigilantes junto a una raquítica mata de arbustos. Se apartaron para dejar paso al príncipe. Kevin, respirando profundamente para aclarar su cabeza, avanzó junto a Paul y miró hacia abajo.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, deseó no haberlo hecho nunca. El svart alfar había sido decapitado; su cabeza había sido desgarrada en pedazos. Un brazo había sido arrancado y el hombro estaba unido al cuerpo sólo por un cartílago; había además señales profundas de garras en el torso desnudo de aquella criatura de color verde oscuro y desprovista de pelo. Pese a la oscuridad, Kevin pudo distinguir que la espesa sangre se había coagulado sobre el reseco suelo. Respirando con esfuerzo, estremecido casi hasta la sobriedad, resistió el impulso de vomitar. Nadie habló durante algún tiempo: la furia que se reflejaba en aquella destrozada criatura que yacía sobre el suelo imponía un silencio absoluto.
Luego Diarmuid se enderezó y retrocedió algunos pasos.
—Carde —dijo con tono enérgico—, quiero que se redoble la vigilancia de nuestros huéspedes desde este momento. Mañana quiero un informe de por qué ha sucedido una cosa semejante sin que nadie se haya dado cuenta y de por qué ninguno de vosotros ha visto al ser que lo ha matado. Si yo pongo guardias, espero que cumplan su función.
—¡A la orden, mi señor! —Carde, visiblemente preocupado, se alejó con los otros guardias.
Kell estaba todavía examinando el cuerpo sin vida del svart. Luego miró por encima de su hombro.
—Diar —dijo—, no ha sido un lobo corriente el que ha hecho esto.
—Lo sé —respondió el príncipe—. Si es que era un lobo.
Kevin, dándose la vuelta, miró a Paul otra vez. Schafer les daba la espalda y tenía los ojos clavados en el muro exterior del jardín.
Por fin, los cuatro regresaron al pie del balcón. Apoyándose en las hendiduras del muro del palacio y con la ayuda de Tegid, que les tendía la mano desde la balaustrada, pronto se encontraron de vuelta en la habitación. Diarmuid, Tegid y Kell se marcharon poco después. El príncipe les dejó dos botas de vino y una invitación; ellos aceptaron ambas cosas.
Kevin acabó bebiéndose casi todo el vino él solo, sobre todo porque Paul, para variar, no tenía ningunas ganas de hablar.
—¡Estamos aquí! —siseó Kim dándole un codazo. Estaban allí, eso parecía. Los cuatro dieron un paso al frente en respuesta a un majestuoso gesto de Gorlaes y, tal como les habían ordenado, saludaron a la alegre y ruidosa multitud.
Kimberly, saludando con una mano y sosteniendo a Kevin con la otra, se dio de pronto cuenta de que ésta era la escena que Loren había hecho aparecer ante ellos en el Park Plaza, hacía ya dos noches. Siguiendo un impulso, miró por encima de su hombro y vio la bandera ondeando perezosamente: la luna creciente y el roble.
Kevin, agradecido por el brazo que le ofrecía Kim, logró saludar unas cuantas veces y esbozar una sonrisa, mientras pensaba que la tumultuosa multitud reunida al pie de la muralla daba muestras de gran credulidad. Desde tanta altura, ellos podrían haber sido cuatro miembros cualesquiera de la corte. Supuso, impresionado por ser capaz de pensar con tanta claridad, que de todas formas debía de ser una cuestión de relaciones públicas que todos fijaran su atención en la nobleza. El pueblo que los rodeaba sabía que eran de otro mundo —y, al parecer, alguien sentía un terrible descontento por esto.
La cabeza lo estaba matando y alguna extraña excrecencia parecía haber tomado posesión de su boca. «Compon la figura», pensó, «estás a punto de ser presentado al rey.» Y, además, mañana los esperaba una larga cabalgata, Dios sabía con qué final.
La invitación de Diarmuid a última hora los había cogido por sorpresa.
—Mañana por la mañana iremos hacia el sur —había dicho mientras rompía el alba—, al otro lado del río. Una incursión en cierto modo, pero tranquila. Nadie lo sabe. Si pensáis que podréis arreglároslas, con seguridad lo encontraréis interesante. No faltarán riesgos, pero creo que podremos cuidar de vosotros.
La sonrisa con que pronunció la última frase los convenció a los dos —lo cual, se dio cuenta Kevin, era con toda probabilidad lo que había calculado el maquiavélico bastardo.
El Gran Salón de Paras Darval había sido proyectado por Tomaz Lal, de quien había sido discípulo Ginserat, el que construyó los centinelas de piedra y otras muchas obras de poder y belleza en los tiempos antiguos.
Doce pilares enormes sostenían el elevado techo. Allá arriba, en los altos muros, se abrían los ventanales de Delevan, que evocaban con sus cristales de colores la Fundación del Soberano Reino por Iorweth, y las primeras guerras con Eridu y Cathal. La última ventana sobre el muro oeste, sobre el baldaquino del trono de Brennin, mostraba a Conary, con el joven Colan a su lado, y sus rubios cabellos al viento mientras cabalgaban hacia el norte a través de la llanura para librar la última batalla contra Rakoth Maugrim.
Cuando el sol se ponía, esta ventana brillaba de tal modo con la luz que los rostros del rey y de su áureo hijo resplandecían con una majestad que parecía salir de su interior, aunque la ventana había sido construida hacía miles de años. Tan grande era el arte de Delevan y la habilidad de Tomaz Lal.
Al caminar bajo los enormes pilares, sobre las baldosas incrustadas de mosaicos, Kimberly experimentaba por primera vez en este lugar un sentimiento de pavor. Las columnas, las ventanas, los tapices siempre presentes, el fastuoso suelo, las piedras preciosas incrustadas en los vestidos de los caballeros y de las damas, incluso el esplendoroso vestido de seda del color de la lavanda que ella llevaba… Exhaló un lento y profundo suspiro y procuró mantener su mirada tan alta como pudo.
Al hacerlo, vio, mientras Loren los conducía a los cuatro hacia el ala oeste del salón, debajo de la última ventana, un elevado estrado de mármol y obsidiana y sobre él un trono tallado en madera de roble; y sobre el trono estaba sentado el hombre que aquella mañana había divisado entre el gentío de la balaustrada.
La tragedia de Ailell dan Art se reflejaba en la apariencia que ahora tenía. Aquel hombre ojeroso, de barba rala, blanca y desdibujada, de mirada velada por las cataratas, distaba de recordar al fornido guerrero, de ojos como el cielo del mediodía, que había conquistado el trono de Roble cincuenta años atrás. Flaco y demacrado, Ailell parecía haberse ido consumiendo con los años, y la expresión con que los miraba mientras se acercaban no era de bienvenida.
A un lado del trono estaba Gorlaes. El fornido canciller estaba vestido de marrón, con el sello de su cargo colgándole del cuello, pero sin ningún otro adorno. Al otro lado del trono, de morado y blanco, se encontraba Diarmuid, el heredero del trono de Brennin. Le guiñó un ojo cuando sus miradas se encontraron. Kim miró hacia otro lado y vio a Metran, el primer mago; ayudado con solicitud por un sirviente avanzaba renqueante para reunirse con Loren, frente a ellos.
Al ver que Paul miraba con intensidad al rey, Kim se dio la vuelta hacia el trono y, tras una pequeña pausa, oyó que su nombre era pronunciado como presentación. Dio unos pasos al frente y se inclinó, pues había decidido previamente que bajo ninguna circunstancia iba a arriesgarse a hacer algo tan peligroso como una reverencia. Los otros la siguieron. Jennifer hizo una reverencia, inclinándose en medio de un susurro de seda verde y enderezándose a continuación con gracia, mientras un murmullo de admiración recorría el salón.
—Bienvenidos a Brennin —dijo el rey reclinándose en su trono—. Luminoso sea el hilo de vuestros días entre nosotros. —Las palabras eran amables, pero había un deje de desagrado en el tonillo seco con que fueron pronunciadas—. Gracias, Metran, Loren —
continuó el rey en el mismo tono—. Gracias, Teyrnon —añadió dirigiéndose a un hombre semiescondido detrás de Loren.
Metran se inclinó un poco a modo de respuesta y por poco se cae. Su sirviente lo ayudó a incorporarse. Se oyó una risa al fondo del salón.
Loren empezó a hablar:
—Gracias por vuestra amabilidad, mi señor. Nuestros amigos ya han sido presentados a vuestro hijo y al canciller; el príncipe fue muy amable y les hizo los honores la pasada noche. —Su voz sonaba insistente en la última frase.
Los ojos del rey se detuvieron en Loren durante largo rato, y Kim, al mirarlo, rectificó su primera impresión. Ailell podía ser viejo, pero en modo alguno senil; la diversión que expresaba su rostro era demasiado cínica.
—Sí —dijo el rey—, ya lo sé. Y apruebo su comportamiento. Dime, Loren —continuó después en diferente tono—, ¿sabes si alguno de tus amigos sabe jugar al ta'bael?
Loren sacudió la cabeza como disculpándose.
—En verdad, mi señor —contestó—, no se me ha ocurrido nunca preguntárselo. Tienen en su mundo el mismo juego, que llaman ajedrez, pero…
—Yo sé jugar —interrumpió Paul.
Hubo un breve silencio. Paul y el rey se miraron uno a otro. Cuando Ailell habló, su voz era muy suave.
—Espero —dijo— que juegues alguna vez conmigo mientras estás entre nosotros.
Schafer asintió como respuesta. El rey se apoyó en su respaldo, y Loren, al verlo, los condujo otra vez a través del salón.
—¡Detente, Manto de Plata!
La voz sonó glacialmente imperiosa. Penetró en ellos como un cuchillo. Kim volvió su cabeza hacia la izquierda, donde antes había observado que había un grupo de mujeres vestidas de gris. El grupo se dividió y dejó paso a una mujer que avanzó hacia el trono.
Iba vestida de blanco. Era muy alta, con una cabellera roja que le colgaba por la espalda, y llevaba sobre la ceja un círculo de plata. Sus ojos eran verdes y muy fríos.
Todo su porte, mientras se dirigía hacia ellos, traslucía una cólera profunda y apenas disimulada y, cuando estuvo cerca, Kim vio que era muy hermosa. Pero, excepto sus cabellos que llameaban como un fuego en una noche bajo las estrellas, no había nada en ella que pudiera entusiasmar. Cortaba como un arma. No había en ella el más leve matiz de amabilidad, la más leve sombra de gentileza, sino que era temible, como el vuelo de una flecha antes de herir.
Loren, sorprendido en su retirada, se volvió hacia ella mientras se acercaba; y en su rostro tampoco había entusiasmo alguno.
—¿No has olvidado algo? —dijo la mujer de blanco con una voz ligera como una pluma y sinuosa como el peligro.
—¿Una presentación? La habría hecho en su debido momento —replicó Loren con presteza—. Si tan impaciente eres, puedo…
—¿A su debido tiempo? ¿Impaciente? ¡Por Macha y Nemain, deberías ser condenado por tu insolencia! —La mujer de los cabellos rojos estaba rígida por la cólera. Sus ojos, fijos en los del mago, echaban chispas.
Él soportó su mirada sin ninguna expresión. Entonces intervino una tercera voz de tono empalagoso y pesado.
—Creo que tienes razón, sacerdotisa —dijo Gorlaes—. Nuestro viajero aquí presente olvida a veces las debidas prioridades. Nuestros huéspedes deberían haberte sido presentados hoy. Temo…