—¡Loco! —gritó la sacerdotisa—. Eres un loco, Gorlaes. ¿Hoy? Debí haber sido informada antes de que él saliera de viaje. ¿Cómo te atreves, Metran? ¿Cómo te atreves a enviarlo a una travesía sin despedirse de la Madre? El equilibrio de los mundos está en sus manos y, por lo tanto, en las mías. Utilizas la raíz de la tierra poniendo en peligro tu alma, al no pedirle permiso.
Metran retrocedió ante la encolerizada figura. El temor y la confusión se habían apoderado de todos. Sin embargo, Loren levantó una mano y apuntó con un dedo largo y firme a la mujer que lo desafiaba.
—En ninguna parte —dijo, y un cierto enfado se traslucía en su voz—, en ningún sitio está escrita semejante cosa. Y, por todos los dioses, lo sabes perfectamente. Vas demasiado lejos, Jaelle, y ten cuidado, pues quizá no te esté permitido. El equilibrio no está en tus manos y tu entrometida luz de luna puede romperse pronto.
Los ojos de la sacerdotisa llamearon —y Kim de pronto recordó las palabras de Diarmuid la noche anterior acerca de una reunión secreta.
La voz de Diarmuid resonó en el pesado silencio.
—Jaelle —dijo desde el lugar que ocupaba junto al trono de su padre—, sea cual sea la razón que puedan encerrar tus palabras, con seguridad no es éste el momento más oportuno para decirlas. Pese a lo encantadora que eres, estás estropeando la fiesta con tus rencillas. Y parece que tenemos otro huésped esperando ser recibido.
Bajando ágilmente del estrado, pasó de largo junto a ellos y se dirigió al fondo del salón, donde, según vio Kim al volverse para mirar, había otra mujer, ésta con los cabellos blancos por la edad y apoyada en un nudoso cayado, ante las enormes puertas del salón de Ailell.
—Bienvenida, Ysanne —dijo el príncipe con una profunda cortesía en su voz—. Hace mucho tiempo que no honrabas nuestra corte con tu presencia. —Kim, al oír ese nombre y ver la frágil silueta allí de pie, sintió como si un dedo le tocara el corazón.
Un creciente murmullo había empezado a deslizarse entre los cortesanos reunidos y los que ocupaban los espacios entre las columnas habían retrocedido con temor. Pero Kim sólo percibía un débil murmullo, porque todos sus sentidos estaban concentrados en la arrugada y marchita figura que avanzaba hacia el trono apoyándose en el brazo del joven príncipe.
—Ysanne, no deberías estar aquí. —Ailell se había levantado para hablar y, aunque agotado por los años, era todavía el hombre más alto de la habitación.
—Tienes razón —asintió con placidez la anciana deteniéndose ante él. Su voz era tan amable como desagradable había sido la de Jaelle. La sacerdotisa pelirroja la miraba con amargo desprecio.
—Entonces, ¿por qué? —pregunto Aiiell con dulzura.
—Cincuenta años en este trono merecen un viaje para rendirte homenaje —replicó Ysanne—. ¿Hay aquí alguno más, con excepción de Metran y quizá Loren, que pueda recordar el día en que fuiste coronado? Vengo para desearte un brillante tejido, Aiiell. Y por otras dos razones más.
—¿Cuáles son? —preguntó Loren.
—Primero, para ver a tus viajeros —respondió Ysanne, y se volvió para mirar a Paul.
El gesto de respuesta de éste fue brutalmente abrupto. Cubriéndose los ojos con la mano, Schafer gritó:
—¡No! ¡Una exploración no!
Ysanne enarcó sus cejas. Miró a Loren y luego se volvió a Paul.
—No temas, nunca utilizo la exploración: no la necesito. —El murmullo en el salón creció ante las palabras recién pronunciadas.
Paul dejó caer lentamente el brazo. Con la cabeza alta encaró con firmeza la mirada de la mujer y —cosa extraña— fue Ysanne la primera en retirarla.
Y entonces sucedió; sucedió que se dio la vuelta, pasó de largo frente a Kevin y a Jennifer, ignorando la rígida figura de Jaelle, y vio por primera vez a Kimberly. Sus ojos grises se encontraron con otros ojos grises ante el trono tallado bajo las ventanas de Delevan.
—¡Ah! —exclamó la anciana en un suspiro entrecortado. Y luego añadió con el más dulce susurro de voz—: Te he estado esperando durante tanto tiempo, querida.
Sólo Kim había podido ver el espasmo de temor que había cruzado el rostro de Ysanne antes de que pronunciara estas palabras dulces como una bendición.
—¿Cómo? —tartamudeó Kim—. ¿Qué quiere decir?
Ysanne sonrió.
—Soy una vidente. La soñadora del sueño. —Y de algún modo Kim entendió lo que quería decir y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Ven conmigo —susurró la vidente—.
Loren te dirá cómo. —Se volvió e hizo una reverencia ante el alto rey de Brennin—. Adiós, Ailell —le dijo—. La otra razón por la que he venido es para despedirme. No volveré y no nos encontraremos nunca más, tú y yo, en esta orilla de la Noche. —Hizo una pausa—.
Te he amado. Entérate.
—¡Ysanne! —gritó el rey.
Pero ella ya se había dado la vuelta. Y, apoyándose en su bastón, caminó, esta vez sola, a lo largo del maravilloso y reluciente vestíbulo y salió por la doble puerta hacia la luz del sol.
Esa noche, muy tarde, Paul fue llamado para jugar al ta'bael con el soberano rey de Brennin.
La escolta era un guardia que no conocía; por eso, al caminar detrás de él por los pasillos en sombras, se sintió contento en su interior por la silenciosa presencia de Kell, que sabía que estaba siguiéndolos.
Anduvieron un buen rato y apenas encontraron gente todavía despierta. Unas mujeres que se peinaban los cabellos junto a una puerta le sonrieron al pasar; también se cruzaron con un grupo de guardianes cuyas espadas envainadas tintineaban en sus caderas. Atravesaron algunos dormitorios y Paul oyó las últimas conversaciones de la noche; también oyó un débil y entrecortado grito de mujer —un sonido muy parecido a un grito que él recordaba perfectamente.
Los dos nombres y su oculto perseguidor llegaron por fin ante dos pesadas puertas. La cara de Paul carecía de expresión cuando éstas se abrieron a unos golpecitos del guardia y él fue introducido en una habitación grande y ricamente amueblada, en cuyo centro había dos cómodos sillones y una mesa de ta'bael.
—Bienvenido. —Gorlaes, el canciller, avanzó hacia él y lo tomó del brazo con familiaridad—. Es muy amable de su parte haber venido.
—Es muy amable —se oyó decir a la voz más débil del rey. Mientras hablaba surgió de un ángulo entre sombras de la habitación—. Te agradezco la atención que has tenido con un hombre viejo que padece de insomnio. Hoy ha sido un día muy duro para mí. Buenas noches, Gorlaes.
—Mi señor —replicó con presteza el canciller—, estaría muy contento si pudiera quedarme aquí y…
—No te necesito. Ve a dormir. Tarn nos servirá —el rey señaló con la cabeza al paje que había abierto las puertas de la habitación a Paul.
Gorlaes miró como si quisiera protestar otra vez, pero se contuvo.
—Buenas noches, pues, mi señor. Y una vez más mis mejores deseos en este día felizmente tejido. —Se acercó y, flexionando una rodilla, besó la mano que Ailell le tendía.
Luego abandonó la habitación dejando a Paul solo con el rey y el paje.
—Deja el vino sobre la mesa, Tarn. Nosotros mismos nos serviremos. Vete a dormir; te despertaré cuando vaya a acostarme. Y tú ven aquí, joven extranjero —dijo Ailell dejándose caer con suavidad sobre una silla.
Sin decir nada, Paul avanzó a su encuentro y se sentó en la otra silla. Tarn llenó con habilidad dos vasos que había junto al taraceado tablero y luego desapareció por una puerta interior que llevaba hasta el aposento del rey. Las ventanas de la habitación estaban abiertas y los pesados cortinajes estaban corridos para dejar entrar la brisa que pudiera levantarse. En un árbol, en algún lugar del jardín, un pájaro estaba cantando.
Parecía un ruiseñor.
Las piezas del ajedrez magníficamente trabajadas brillaban a la luz de las velas, pero el rostro del alto rey de Brennin permanecía entre sombras pues estaba reclinado en el respaldo de su silla. Hablaba con suavidad.
—El juego es el mismo, según me ha dicho Loren, pero llamamos a las piezas con diferente nombre. Yo siempre juego con las negras. Coge las blancas y empieza.
A Paul Schafer le gustaba atacar en el ajedrez, en especial con las blancas y moviendo él primero. Tácticas y pérdidas de fichas por ambas partes se sucedían en ese juego, planeado para lograr el asalto final al rey. El hecho de que en el juego de esa noche su oponente fuera un rey no parecía hacer mella en él, pues el código de Schafer, aunque complejo, era inquebrantable. Estaba dispuesto a comer todas las piezas de Ailell como si fueran las de cualquier otro. Y aquella noche, aunque se sentía acongojado y vulnerable, su juego tenía el mismo entusiasmo de siempre, pues intentaba esconder su sufrimiento en la fría claridad del tablero blanco y negro. Por eso organizó su juego de un modo despiadado y las piezas blancas se lanzaron a la vorágine del ataque.
Chocó con una defensa de intrincada y compleja astucia. Aunque Ailell estuviera debilitado, aunque su mente y su autoridad pudieran parecer vacilantes, Paul se dio cuenta, al décimo movimiento del juego, de que se las tenía que ver con un hombre de inagotables recursos. Despacio y con paciencia el rey planeaba sus defensas, apoyaba con precaución a las torres, y así sucedió que el ataque de Paul llegó a un punto muerto y empezó a ceder. Después de casi dos horas de juego, Paul dejó caer el rey blanco como señal de que se rendía.
Los dos hombres se reclinaron en los respaldos de sus sillas e intercambiaron la primera mirada desde que había empezado el juego. Y sonrieron, sin saber ninguno de los dos —pues no podían saberlo— qué raro era verlos sonreír. Compartieron, sin embargo, este gozoso momento, mientras Paul levantaba su copa a la salud del rey; y se acercaron uno a otro, salvando los abismos de mundos y de años que los separaban, en una especie de vínculo que quizás les habría permitido comprenderse mutuamenre.
No sucedió así, pero algo había nacido aquella noche, y el fruto de aquel silencioso juego cambiaría el equilibrio y el destino de los mundos que existían.
Ailell habló el primero, con voz ronca.
—Nadie —dijo—, nadie me ha brindado nunca un juego como éste. Nunca he perdido jugando al ta'bael, pero esta noche he estado a punto de hacerlo.
Paul sonrió por segunda vez.
—Has estado a punto de perder. Quizá lo hagas la próxima vez, aunque no estoy muy seguro. Juegas magníficamente, mi señor.
Ailell sacudió su cabeza.
—No, juego con precaución. En cambio tu juego es bellísimo, aunque a veces la perseverante prudencia vence al esplendor. Cuando sacrificaste tu segundo caballo… —
Ailell hizo un gesto de admiración—. Supongo que sólo los jóvenes pueden hacer algo semejante. Yo ya tengo muchos años, ya lo he olvidado. —Levantó su copa y bebió.
Paul volvió a llenar las copas antes de contestar. Se sentía agotado. El pájaro en el jardín, se dio cuenta entonces, hacía tiempo que había dejado de cantar.
—Creo —dijo— que es más cuestión de estilo que de juventud o vejez. Yo no tengo paciencia, por eso juego como juego.
—¿jugando al ta'bael, quieres decir?
—Y también en otras cosas —respondió Paul tras un momento de duda.
Ailell, para su sorpresa, asintió.
—Yo también era así, aunque ahora te resulte difícil creerlo —su rostro mostraba una expresión de autodesprecio—. Me apoderé de este trono por la fuerza en una época de caos y lo sostuve con mi espada. Si vamos a fundar una dinastía, ésta comienza conmigo y sigue con…, con Diarmuid, supongo. —Paul permaneció callado y poco después el rey continuó—: El poder es lo que enseña la paciencia; me refiero a tener que mantener el poder. Y también aprendes el precio que el poder exige, cosa que nunca supe cuando era joven como tú y pensaba que una espada y un juicio precipitado podían con todo. Nunca supe entonces el precio que se paga por el poder.
Ailell se inclinó hacia el tablero y cogió una de las fichas.
—Mira a la reina en el ta'bael —dijo—. Es la pieza más poderosa del tablero; por eso debe ser protegida cuando es atacada por los alfiles o caballos, pues el juego estará perdido si se la pierde a ella. Y en cuanto al rey —agregó Ailell dan Art—, en el ta'bael nunca puedes sacrificarlo.
Paul no podía leer expresión alguna en la hundida cara, todavía hermosa, del rey, pero percibía un timbre nuevo en su voz, algo que iba más allá de las propias palabras.
Ailell pareció notar su incomodidad. Esbozó una débil sonrisa:
—Soy una pesada compañía esta noche —dijo—, en especial esta noche. Vienen a mi mente muchas cosas. Tengo demasiados recuerdos.
—También yo tengo demasiados —replicó impulsivamente Paul, y se odió a sí mismo en el momento de decir tales palabras.
La expresión de Ailell, sin embargo, era apacible, casi compasiva.
—Lo creo —comentó—. No sé por qué, pero lo creo.
Paul inclinó su cabeza hacia la copa de vino y bebió un largo sorbo.
—Mi señor —dijo para romper el silencio con cualquier tema nuevo de conversación—,
¿por qué dijo la sacerdotisa que Loren debía haber consultado con ella antes de traernos?
¿Qué…?
—No tenía razón alguna, y se lo haré saber. Aunque no es probable que escuche —la expresión de Ailell era triste—. Le gusta armar líos, crear tensiones que luego se las apaña para hacer explotar. Jaelle es más ambiciosa de lo que cualquiera pueda imaginar; pretende volver a los antiguos tiempos en que la diosa gobernaba a través de su suma sacerdotisa, mucho antes de que Iorweth viniera desde más allá del mar. Hay mucha ambición en mi corte, como ocurre siempre en torno al trono de un anciano rey, pero la suya es la más insaciable.
Paul asintió.
—Tu hijo dijo algo parecido la noche pasada.
—¿Qué? ¿Diarmuid? —Ailell soltó ahora una carcajada que recordaba al príncipe—.
Me sorprende que estuviera sobrio el tiempo suficiente para pensar con tanta claridad.
Paul torció el gesto.
—Por cierto, no estaba sobrio, pero parece que puede pensar con claridad en cualquier estado.
El rey hizo un gesto displicente.
—Algunas veces es encantador. —Luego se mesó la barba y preguntó—: Perdona,
¿de qué estábamos hablando?
—De Jaelle —contestó Paul—, de lo que dijo esta mañana.
—Sí, claro. En otro tiempo sus palabras habrían sido ciertas, pero ahora ya no lo son.
En los tiempos en que los poderes mágicos sólo podían ser conseguidos bajo la tierra, y además casi siempre con sangre, el poder que se necesitaba para hacer la travesía debía ser extraído del profundo corazón de la tierra, y esto era sólo competencia de la Madre.