Y detrás de sus cuerpos postrados apareció muy tranquilo Matt Sören, acompañado por aquel hombre grande y robusto llamado Kell. Al verlos allí, Kevin Laine, cuyas fantasías infantiles estaban llenas de imágenes como ésta, experimentó un instante de puro deleite.
En ese momento una ágil y salvaje silueta, reluciente por las joyas, se descolgó con presteza por la ventana hasta el interior de la habitación.
Se dejó caer con suavidad junto a Jennifer, quien sintió que una mano acariciaba sus cabellos antes de oír estas palabras:
—¿Quién mete tanta bulla a estas horas? ¿Es que un soldado no puede dormir una noche en el palacio de su padre sin que…? Pero ¿qué veo? ¡Gorlaes! ¡Metran! Y además aquí está Loren. Has vuelto, Manto de Plata, y, según veo, con visitantes. Y en muy poco tiempo además. —El tono insolente de su voz llenó la habitación—. ¡Gorlaes, deprisa! Mi padre querrá darles la bienvenida enseguida.
—El rey —replicó respetuosamente el canciller— está indispuesto, príncipe y señor mío. Él me envió…
—¿No puede venir? Entonces tengo que hacer yo los honores de la familia. Manto de Plata, ¿querrías…?
Y Loren, con sumo cuidado, hizo de nuevo las presentaciones.
—¡Vaya perita en dulce! —dijo Diarmuid dan Ailell inclinándose despacio a besar la mano de Jennifer. Ella sonrió contra su voluntad y él la besó con parsimonia.
Sin embargo, cuando se enderezó, sus palabras fueron amables y sus brazos se abrieron en un amplio ademán de cortesía.
—Bienvenidos —empezó a decir, y Kevin, siguiendo un súbito impulso, se volvió a tiempo de ver el plácido semblante de Gorlaes desfigurado, sólo por un instante, con una mueca de cólera—. Bienvenidos —repitió Diarmuid, con una voz desprovista de burla—
como huéspedes de mi padre y también míos. La casa de Ailell es vuestra casa, vuestro honor es el nuestro. Cualquier injuria que se os haga, se nos hará también a nosotros; y será una traición a la Corona de Roble del Soberano Rey. Bienvenidos a Paras Derval. Yo me encargaré de haceros los honores esta noche. —Sólo en la última frase su voz cambió un poco, al tiempo que su mirada, rápida, maliciosa y divertida, se fijaba en Jennifer. Ésta enrojeció, pero él ya se había dado la vuelta—. Gorlaes —dijo con suavidad—, parece como si tus secuaces hubieran sufrido un colapso. Ya me han contado que en las pocas horas transcurridas desde que regresé de la Fortaleza del Sur ha habido gente que ha bebido mucho. Ya sé que se trataba de una fiesta, pero… —su tono era apacible aunque al mismo tiempo admonitorio. Kevin luchaba por no reír—. Kell —continuó Diarmuid—, procura que preparen lo antes posible cuatro habitaciones en el ala norte del palacio.
—No hace falta —intervino Jennifer—. Kim y yo compartiremos la misma habitación —
explicó evitando mirar de frente al príncipe. Kimberly observó que éste levantaba sus cejas mas de lo natural.
—Nosotros también compartiremos la nuestra —dijo Paul Schafer con voz pausada.
Kevin sintió que su pulso se aceleraba. «Oh, Abba», pensó, «quizás esto me permitirá hacer algo por él. Quizás.»
—Tengo mucho calor. ¿Por qué hace tanto calor en todas partes? —preguntó Metran, el primer mago, sin dirigirse a nadie en particular.
El ala norte del palacio, en dirección opuesta a la ciudad, daba sobre un jardín amurallado. Cuando por fin se encontraron solos en su habitación, Kevin abrió las puertas de cristal y salió a un ancho balcón de piedra. La luna menguante se alzaba en el cielo y brillaba lo bastante para iluminar los arbustos y las escasas flores que crecían junto al balcón.
—No se puede decir que sea un verdadero jardín —comentó Paul al reunirse con él.
—Diarmuid dijo que hacía tiempo que no llovía.
—Es verdad.
Se hizo un silencio. Una brisa ligera había refrescado por fin la noche.
—¿Te has fijado en la Luna? —preguntó Paul inclinándose sobre el parapeto.
Kevin asintió.
—Te refieres a que es muy grande, ¿no? Sí, ya lo he notado y me pregunto qué efecto tendrá.
—Probablemente mareas más altas.
—Imagino que sí. Y más hombres-lobos.
Schafer lo miró de reojo.
—No quisiera que me sorprendieran. Pero, dime, ¿qué piensas de todo lo que acaba de suceder?
—Bueno, Loren y Diarmuid parecen estar en el mismo bando.
—Así parece. Pero Matt no parece confiar demasiado en él.
—Cosa que no me sorprende.
—Tienes razón. ¿Qué me dices de Gorlaes? Se dio mucha prisa en llamar a la guardia.
¿Estaría sólo cumpliendo órdenes o…?
—No cabe ninguna duda, Paul. Vi su cara cuando Diarmuid nos recibió como sus invitados. No parecía nada contento.
—¿No? —dijo Schafer—. Bueno, esto simplifica las cosas. Me gustaría saber algo más de Jaelle; y también del hermano de Diarmuid.
—¿El que no tiene nombre? —preguntó con voz lúgubre Kevin—. ¿El innombrable?
Schafer dio un bufido.
—Un hombre agradable, sin duda.
—Resolveremos el misterio; hemos resuelto otros antes.
—Lo sé —dijo Paul, y luego sonrió de forma extraña.
—Oh, Romeo, Romeo, ¿dónde estás, Romeo? —sonó un quejumbroso ruego a la izquierda.
Miraron hacia allí. Kim Ford, con aire terriblemente lánguido, se inclinaba hacia ellos desde el balcón contiguo. La distancia era de unos tres metros.
—¡Voy! —respondió al momento Kevin; y se precipitó hacia el borde de su balcón.
—¡Oh, vuela hasta mí! —gorjeó Kimberly. Jennifer, detrás de ella, empezó a reír de mala gana.
—¡Voy! —repitió Kevin haciendo flexiones con gran ostentación—. ¿Va todo bien por ahí? —preguntó en medio de una flexión—. ¿Ya habéis sido raptadas?
—No hemos tenido esa suerte —se lamentó Kim—. ¿Tú crees que puede haber alguien lo suficientemente hombre para saltar hasta nuestro balcón?
Kevin rió.
—Yo lo voy a hacer de un momento a otro, para llegar antes que el príncipe.
—No sé —acotó Jennifer Lowell— si alguien puede ser más rápido que ese sujeto.
Paul Schafer, en cuanto empezaron las bromas y oyó las risas de las dos mujeres, retrocedió hasta la otra punta del balcón. Comprendía muy bien que la frivolidad era sólo una forma de relajar la tensión, pero era algo que él nunca había podido hacer. Apoyando en la baranda sus huesudas y finas manos desprovistas de anillos, miró hacia el descuidado jardín. Y así estuvo un buen rato, mirando a su alrededor pero sin ver en realidad nada: el paisaje interior reclamaba toda su atención.
Y aunque Schafer hubiera escrutado con cuidado las sombras, es probable que tampoco habría visto al oscuro ser que, agazapado detrás de una mata de raquíticos arbustos, lo estaba vigilando. Su deseo de matar era muy violento y Paul se había puesto al alcance de los dardos envenenados que llevaba. Podría haberlo matado.
Pero el miedo refrenaba su sed de sangre; le habían ordenado espiar y comunicar lo que viera, pero no matar.
Por eso Paul seguía vivo y era observado sin que se diera cuenta; poco después exhaló un largo suspiro y levantó sus ojos, que miraban sin ver las sombras que se extendían allá abajo.
«Ver lo que nadie veía.»
Sobre el muro que rodeaba el jardín se alzaba un enorme perro gris, o un lobo. El animal lo miraba a través del espacio que, iluminado por la Luna, los separaba; sus ojos no eran los de un perro o los de un lobo, pues expresaban una trisreza más profunda y antigua de lo que Paul había podido contemplar nunca hasta entonces. Desde lo alto del muro, aquella criatura lo observaba de un modo en que los animales no lo pueden hacer.
Y lo llamaba. La atracción era inequívoca, imperativa y aterradora. Destacándose en la oscuridad de la noche, aquellos ojos, visibles de un modo que no era natural, lo buscaban y lo taladraban. Paul se estremeció y forzó a su mente a apartarse de un pozo de pesar tan profundo que temía que pudiera arrastrarlo. La criatura que estaba sobre el muro había soportado, y estaba todavía soportando, una pérdida que abarcaba todos los mundos. Paul se sentía empequeñecido y aterrado.
Y lo estaba llamando. El sudor chorreaba por su espalda en aquella noche de verano; y Paul Schafer supo que aquello era una de las cosas captadas en la caótica visión que había tenido cuando Loren lo había escudriñado.
Con un esfuerzo físico brutal logró liberarse de la atracción. Cuando volvió la cabeza sintió como si le retorcieran el corazón.
—Kev —consiguió a duras penas murmurar, y su voz le pareció extraña.
—¿Qué pasa? —contestó su amigo al instante.
—Allí abajo, sobre el muro, ¿no ves nada? —Paul señaló, pero sin mirar.
—¿Qué? No hay nada. ¿Qué has visto?
—No estoy seguro —respiraba con dificultad—. Algo, quizás un perro.
—¿Y qué?
—Y me llamaba —dijo Paul.
Kevin, pasmado, guardó silencio. Y así permanecieron un momento mirándose uno a otro, sin comprenderse; luego Schafer dio media vuelta y entró en la habitación. Kevin se quedó en el balcón un poco más, para tranquilizar a las chicas; luego entró él también.
Paul había escogido la más pequeña de las dos camas que les habían proporcionado con presteza y se había acostado boca arriba con las manos detrás de la cabeza.
Sin decir palabra, Kevin se desvistió y se metió en la cama. Un débil rayo de luna entraba oblicuamente e iluminaba el rincón más alejado de la habitación, dejándolos a ellos en las sombras.
Durante toda la noche se habían ido reuniendo austeros hombres procedentes de la ciudad natal de Ailell, en Rhoden; otros, alegres, que venían de la plaza fuerte de Seresh, junto al río Saeren; marineros de Taerlindel y soldados de las tierras más alejadas de la Fortaleza del Norte, aunque de estos últimos no acudieron muchos a causa de aquel que estaba exiliado. Desde ciudades y granjas polvorientas de todo el Soberano Reino habían llegado también otros muchos hasta Paras Derval, llenando posadas y hostales, instalándose en improvisados campamentos más allá de las calles del recinto que rodeaba el palacio. Algunos habían llegado caminando hacia el oeste, desde las ricas tierras junto al río Glein; apoyándose en sus tallados cayados habían atravesado la reseca desolación de los trigales hasta alcanzar el polvoriento bullicio de la Calzada de Leinan. Desde los pastos y las granjas de las tierras del nordeste otros habían llegado cabalgando a lo largo de las riberas del Latham sobre caballos que eran el producto de sus tratos comerciales con los dalreis durante el invierno; y, aunque las cabalgaduras estuvieran penosamente esqueléticas, cada montura llevaba el suntuoso sudadero tejido que cada jinete de Brennin se procuraba antes de tener un caballo: un tejido para agradecer al Tejedor el don de la velocidad. De más allá de Leinan llegaron los hoscos y morenos granjeros de Gwen Ystrat, con sus enormes carros de seis ruedas. Sin embargo, traían a sus mujeres, a pesar de venir de la cercana Dun Maura, en la provincia de la Madre.
Pero, de los demás lugares, mujeres y niños habían acudido ruidosa y alegremente.
Pese a la sequía y a la escasez, el pueblo de Brennin se estaba reuniendo para rendir homenaje a su rey y quizá para olvidar por un momento sus penas.
La mañana los encontró a todos aglomerados en la plaza frente a los muros del palacio. Al mirar hacia arriba podían ver la majestuosa balaustrada adornada por banderas y gallardetes de colores y, lo que era todavía más magnífico, el gran tapiz de Iorweth en el Bosque, expuesto aquel día para que todo el pueblo de Brennin pudiera contemplar a su soberano rey en pie bajo los símbolos de Mörnir y del Tejedor, en Paras Derval.
Pero no todo era solemnidad y ritual. En torno a la multitud pululaban juglares, payasos y malabaristas que hacían exhibiciones maravillosas con cuchillos, espadas y alegres pañuelos. Los cyngael cantaban sus desenfadados versos para el público, improvisando a cambio de unas monedas sátiras contra cualquiera que indicase el donante; no pocas venganzas tomaron cuerpo en las claras y agudas palabras de los cyngael, que desde los días de Colan no estaban sujetos a ninguna ley que no fuera su propia prudencia. En medio de la algarabía, los buhoneros exhibían sus vistosas mercancías o incluso montaban tenderetes precipitadamente para exhibirlas a la luz del sol. Y entonces el ruido, que era casi un rugido, se convirtió en un trueno, pues cuatro figuras habían aparecido en la balaustrada.
El sonido golpeó a Kevin como una bofetada. Juzgó que la falta de gafas de sol era la causa del profundo y comprensible dolor que lo traspasaba. Torpe hasta la incapacidad, con una palidez que rozaba el color verde, echó una ojeada sobre Diarmuid y en silencio mesuró la elegancia de su figura. Volviéndose hacia Kim —y el movimiento le causó un dolor endemoniado— recibió una sonrisa de conmiseración que elevó su espíritu al tiempo que hería su orgullo.
Hacía calor. La luz del sol era penosamente brillante en un cielo sin nubes, y además brillaban también los colores de los vestidos de los caballeros y las damas de la corte de Ailell. El rey en persona, a quien todavía no habían sido presentados, estaba un poco más allá de la balaustrada, un tanto tapado por sus cortesanos. Kevin cerró los ojos, deseando retirarse a la sombra en lugar de estar allí de pie para que lo vieran…, claro, pieles rojas.
Pieles rojas con los ojos enrojecidos. Se encontraba mejor con los ojos cerrados. La servil voz de Gorlaes, perorando acerca de las brillantes hazañas del reinado de Ailell, iba resbalando poco a poco en su conciencia. «Maldito sea el vino que destilan en este país», pensó Kevin, demasiado agotado para sentirse ultrajado.
Habían llamado a la puerta poco después de que se hubieran acostado, cuando ninguno de los dos estaba todavía dormido.
—¡Cuidado! —murmuró Paul irguiéndose sobre uno de sus codos. Kevin se levantó y se puso los pantalones antes de dirigirse hacia la puerta.
—¿Sí? —dijo—. ¿Quién es?
—Alegres habitantes de la noche —contestó una voz familiar—, abrid. Tengo que sacar a Tegid del vestíbulo.
Riendo, Kevin miró por encima de su hombro. Paul se había levantado y estaba ya a medio vestir. Abrió la puerta y Diarmuid entró deprisa, agitando dos botas de vino, una de ellas sin tapar. Detrás de él entraron en la habitación Kell y el ridículo Tegid, seguidos por otros dos hombres que llevaban un verdadero surtido de prendas de vestir.
—Para mañana —explicó el príncipe en respuesta a la inquisitiva mirada que Kevin dirigió a los dos hombres—. Prometí cuidaros. —Le alargó una de las dos botas y sonrió.