Así sucedió, ahora lo entendía. Así sucedió en realidad.
«No rechaces tu propia condición de mortal.» Oía la voz en su interior, como si fuera viento. Era una de las voces de ella, sólo una, comprendió, y en aquel sonido había amor.
Él era amado. «Fallaste porque los seres humanos fallan. Es un don como tantos otros.»
Y luego, muy dentro de él, como el profundo sonido de un arpa que ya no lo hiriera, oyó las últimas palabras: «Vete en paz. Todo está bien.»
Le dolía la garganta. Su corazón estaba atado y comprimido y era demasiado grande para él, para lo que había quedado de su pobre cuerpo. Confusamente, empañada por la niebla, vio una figura en los límites del claro del bosque: tenía la apariencia de un hombre y llevaba con orgullo sobre su cabeza la cornamenta de un ciervo; a través de la niebla vio que le hacía una reverencia y luego desaparecía.
Se había cumplido el tiempo.
El dolor había desaparecido. Todo su ser estaba lleno de luz y sus ojos resplandecían.
Así pues, no la había matado. Todo estaba bien. Era la nostalgia, pero la nostalgia estaba permitida, era una exigencia ineludible. Había demasiada luz; parecía demasiada incluso en esos momentos, cuando la neblina se levantaba a sus pies. Y por fin sobrevino el dulce desahogo del dolor. Pensó en la canción de Kevin y la recordó con amor. «Vendrá un mañana en que llores por mí.»
Mañana. Y ya, ya, ya. Había llegado ese mañana y por fin estaba sollozando por Rachel Kincaid, que había muerto.
Y Paul estaba llorando en el Árbol del Verano. Entonces se oyó retumbar el trueno, como el paso implacable del destino, de los mundos al saltar en pedazos; y el dios estaba en el claro, había llegado. Y habló de nuevo, en aquel lugar que era suyo, con su voz inalterable y, forjada por el poder del trueno, la neblina empezó a derramarse, más y más deprisa, sobre aquel lugar único, sobre el Árbol del Verano.
La neblina del Bosque Sagrado bullía hacia arriba, por encima del ara del sacrificio, desde el grueso tronco del Árbol, lanzada por el dios hacia el cielo de la noche como una lanza.
Y el cielo de Brennin, mientras se desataba y retumbaba el trueno, se fueron amontonando poco a poco las nubes que, cada vez en mayor número, se extendían desde el bosque de Mörnir y cubrían todo el país.
Paul sintió su llegada. Gracias a él. Era algo suyo. Suyo y también del dios, a quien él pertenecía. Sintió las lágrimas correr por su rostro. Sintió que lo llamaban; se dejaba ir, la niebla ascendía por él, los cuervos volaban hacia el cielo, el dios estaba en el Árbol, en él, la Luna aparecía y desaparecía tras las nubes, no estaría perdido nunca más, Rachel, el Árbol del Verano, el bosque, el mundo, y oh, el dios, el dios. Y aquella última cosa antes de desmayarse. Lluvia, lluvia, lluvia, lluvia, lluvia.
Aquella noche en Paras Derval la gente se echó a la calle. También lo hicieron en los pueblos de todo Brennin, y los granjeros sacaban a sus hijos medio dormidos de las casas para que vieran la milagrosa Luna que era la respuesta de la Madre al fuego de Maugrim, para que pudieran sentir en sus caras y recordar, aunque les parecía que era un sueño, el regreso de la lluvia, que era la bendición del dios sobre los Hijos de Mörnir.
En la calle, junto a Loren y Matt, junto a Kim y al príncipe desterrado, Kevin sollozaba, porque sabía lo que la lluvia debía significar y Paul era lo más parecido a un hermano que alguna vez había tenido.
—Lo consiguió —susurró Loren Manto de Plata, con una voz sofocada y alterada por el dolor. Kevin vio con cierta sorpresa que el mago también estaba llorando—. Oh, ¡bravo!
—dijo Loren—. Oh, ¡qué valiente ha sido!
¡Oh, Paul!
Pero aún había más.
—¡Mirad! —exclamó Matt Sören.
Y, volviéndose hacia el lugar que el enano estaba señalando, Kevin vio que, cuando la Luna —roja como nunca había visto otra— brillaba a través de las nubes que cruzaban el cielo, también resplandecía en respuesta la piedra del anillo de Kim. Ardía en el dedo de Kim como un fuego, con el mismo color de la Luna.
—¿Qué es eso? —preguntó Aileron.
Kim, levantando instintivamente su mano para que la luz pudiera hablar con la luz, se dio cuenta de lo que ella a la vez sabía y no sabía: el Baelrath era salvaje, indomable; como también lo era aquella Luna.
—La piedra se está cargando —dijo con tranquilidad—. Sobre nuestras cabezas está la luna de la guerra. Y ésta es la Piedra de la Guerra.
Los otros callaban, escuchándola. Y de repente su voz con tono salmodiante y su papel le parecieron demasiado duros; casi con desesperación, Kim miró hacia atrás buscando algo de la lucidez que antes la había caracterizado.
—Creo —agregó, esperando que por lo menos Kevin captara su intención, le respondiera a la broma y la ayudara a rememorar cómo era antes—, creo que sería mejor que ideáramos una nueva bandera.
Kevin, sumergido en sus propios pensamientos, no captó en absoluto la broma. Lo único que oyó fue cómo Kim englobaba en «nosotros» a aquel príncipe de Brennin que acababa de llegar.
Al mirarla, creyó que estaba viendo a una extraña.
En el patio, detrás del santuario, Jaelle, la suma sacerdotisa, levantó su rostro hacia el cielo y elevó una plegaria de alabanza. Y gracias a las enseñanzas de Gwen Ystrat que guardaba en su corazón, miró la Luna y entendió lo que significaba mejor que cualquier ser viviente al oeste del lago Leinan. Permaneció un rato ensimismada en sus pensamientos y luego llamó a seis de sus mujeres y las condujo en secreto bajo la lluvia fuera de Paras Derval, hacia el oeste.
También en Cathal habían visto por la mañana el fuego de la Montaña y habían temblado al oír en el viento aquella risa. También ahora estaba brillando la luna roja sobre Larai Rigal. Un poder se sucedía a otro poder. Un desafío había sido arrojado al cielo y encontraba la respuesta en el cielo. Shalhassan lo había podido entender muy bien.
Reunió al Consejo a la caída de la noche y ordenó que una embajada saliera hacia Cynan y Brennin con toda urgencia.
—No, no por la mañana —respondió con acritud a una estúpida pregunta—: con toda urgencia. Nadie puede dormir cuando una guerra empieza, o tendrá que dormir para siempre cuando acabe.
Era una frase ocurrente, pensó, despidiéndolos. Tomó mentalmente nota de ella para dictársela a Raziel cuando las circunstancias lo permitieran y luego se fue a acostar.
La luna roja se levantó sobre Eridu y su luz se extendió por la Llanura y llegó hasta Daniloth. Y los líos alfar eran los únicos entre los pueblos guardianes que habían vivido el tiempo suficiente para saber que nunca había brillado en el cielo una luna semejante.
Era una respuesta a Rakoth, decían los más viejos reunidos ante Ra-Tenniel junto al túmulo de Atronel; era la respuesta a aquel a quien los dioses más jóvenes habían llamado Sathain, el Encapuchado, hacía mucho, muchísimo tiempo. También era una intercesión, añadían los más sabios, aunque no podían decir para que o ante qué.
Tampoco podían decir que era el tercer poder de la Luna, aunque todos los líos sabían que había un tercer poder.
La diosa siempre intervenía de tres en tres.
Había otro claro en otro bosque. Un claro en el que ningún hombre se había atrevido a internarse en las tres centurias que habían transcurrido desde que Amairgen había muerto.
El claro era pequeño; los árboles del bosquecillo eran muy viejos y extremadamente altos. La Luna se alzó sobre él antes de iluminar el Bosque Sagrado de Pendaran.
Cuando lo hizo, todo comenzó. Primero un rayo de luz, un resplandor, y luego un sonido como el de una flauta sobrenatural entre las hojas. El mismo aire parecía temblar con la melodía; danzar, tomar formas y luego desvanecerlas, fundirse, dibujar por fin una criatura hecha de luz y de sonido, de Pendaran y de la Luna.
Cuando aquello cesó, se hizo el silencio y alguien apareció en el claro donde nadie antes había estado Con los ojos vacíos de un recién nacido y cubierta de rocío de manera que su vestido brillaba bajo la naciente luz, de pie sobre sus piernas inestables, permaneció algun momento mientras una vez más se extendía por Bosque de Pendaran un sonido como arrancado de una sola cuerda.
Luego despacio, con toda la delicadeza que había en su naturaleza, salió del claro y de la arboleda sagrada Y se dirigió hacia el este, pues, aunque acababa de nacer, sabía perfectamente que el mar se extendía hacia el oeste.
Con ligereza, con extrema ligereza pisaba la hierba, y los poderes mágicos de Pendaran, todas las criaturas allí reunidas, se detenían a su paso, pues era más hermosa y más terrible que ninguna otra.
La diosa intervenía de tres en tres; aquélla era la tercera vez.
Había subido a la almena más alta, de modo que a sus pies se extendía Starkadh con toda su tenebrosidad. Starkadh, su fortaleza y su ciudadela, estaba reconstruida, pues, aunque la explosión de Rangat no hubiera significado su libertad —era preferible que los insensatos lo creyeran durante un tiempo—, ahora habría estado libre. La Montaña había explotado porque por fin él estaba preparado para la guerra, y en sus manos estaba aquella fortaleza de poder que se levantaba para dominar las tierras del norte, para dominar Daniloth, aquel contorno borroso que se divisaba al sur, donde todo el odio de su corazón se cerniría para siempre.
Pero no miraba hacia allí.
Sus ojos se clavaban en la increíble respuesta que el cielo de la noche le enviaba y en aquel momento experimentó el sabor de la duda. Elevó hacia arriba su mano, como si su garra pudiera arrancar a la Luna de los cielos, y pasó mucho tiempo antes de que su cólera se calmara.
Pero mil años bajo Rangat lo habían hecho cambiar. El odio lo había perdido la primera vez. Ahora no le ocurriría eso.
Dejemos que la Luna brille esta noche. Ya caería en sus manos antes del final.
Destruiría Brennin como si fuera un juguete y arrancaría de raíz el Árbol del Verano. Los jinetes serían dispersados, Larai Rigal ardería hasta la destrucción total, Calor Diman sería mancillado en Eridu.
Y arrasaría Gwen Ystrat. Dejemos que la Luna brille, pues. Permitamos que Dana intente mostrar sus inútiles signos en los cielos que él ahogaría en humo. También la obligaría a ella a arrodillarse ante él. Había tenido mil años para planearlo todo.
Sonrió, pues para el final dejaba lo mejor. Cuando todo hubiera acabado, cuando Fionavar yaciera destruida a sus pies, sólo entonces la emprendería con Daniloth. Haría que uno a uno se los llevaran hasta él; a todos ellos, los lios alfar, los Hijos de la Luz. Uno a uno haría que se los llevaran a Starkadh.
Sabía muy bien qué haría con ellos.
Los truenos casi habían cesado y la lluvia se había convertido en llovizna. El viento era sólo viento, nada más. Con él llegaba desde el lejano mar un cierto sabor a sal. Las nubes se estaban deshaciendo y la Luna roja permanecía sobre el Árbol.
—Señora —dijo el dios, ensordeciendo el trueno de su voz—, Señora, nunca habías hecho esto.
—Era necesario —respondió ella con el viento— Esta vez él es muy fuerte.
—Él es muy fuerte —repitió como un eco al trueno—. ¿Por qué le hablaste a mi víctima? —Era un pequeño reproche.
La voz de la Señora sonó más profunda, tejida con el humo de las chimeneas y de las cuevas.
—¿Es que te importa? —murmuró.
Sonó un ruido que seguramente era una risa divina.
—No, si tú pides perdón. Hace tiempo que no lo pides, Señora. —Era una voz más profunda y cargada de intención.
—¿Sabes lo que he hecho en Pendaran? —preguntó con una voz esquiva y sutil como el alba.
—Lo sé. Aunque no sé si por suerte o por desgracia Arderá la mano que lo toque.
—Todos mis dones tienen doble filo —dijo la diosa, y él se dio cuenta de la antigua herida que escondían sus palabras. Se callaron los dos. Luego la voz de ella sonó halagadora como el más fino encaje—. Yo he intercedido, señor, ¿lo harás tú también?
—¿Por ellos?
—Y para complacerme a mí —dijo la Luna.
—¿Es que debería complacerte?
—Los dos deberíamos hacerlo.
Se desencadenaron truenos. Era su risa.
—Ya he intercedido.
—La lluvia no sirve —protestó ella y su voz sonaba como el mar—. La lluvia ha sido comprada.
—No me refería a la lluvia —replicó el dios—. Yo he hecho lo que he hecho.
—Vayámonos, pues —dijo Dana.
La Luna se alejó entre los árboles hacia el oeste.
Poco después cesaron los truenos y las nubes empezaron a deshacerse.
Y por último, al final de la noche, en el cielo sobre el Árbol del Verano sólo las estrellas miraban desde arriba a la víctima, al extranjero que estaba desnudo en el Árbol; sólo las estrellas, solamente ellas.
Antes del alba volvió a llover, pero entonces el claro ya estaba vacío y silencioso y no se oían más que las gotas de lluvia que caían y resbalaban por las hojas.
Y así transcurrió la última noche de Pwyll el Extranjero en el Árbol del Verano.
Aterrizó de mala manera, pero sus reflejos de atleta le permitieron dejarse rodar tras la caída y al fin pudo incorporarse sobre sus pies sin haber sufrido daño alguno.
¡Había elegido quedarse fuera del círculo, maldición¡ ¿Qué condenado derecho tenía Kim a agarrar su brazo y llevarlo hasta otro mundo? ¿Qué…?
Se detuvo; la furia cedió al tomar plena conciencia de lo que había sucedido.
Realmente le había llevado a otro mundo.
Poco antes estaba en una habitación del hotel Park Plaza, y ahora se encontraba a la intemperie, en la más absoluta oscuridad, con un viento frío que soplaba, cerca de un bosque; al mirar hacia el otro lado vio tierra de pastos que se extendían sin fin por toda la vastedad que podía verse a la luz de la luna.
Buscó a los otros a su alrededor, y, mientras lo invadía una sensación de soledad absoluta, su enfado se fue convirtiendo en miedo. Ellos no eran en realidad amigos suyos, pero no era momento ni lugar para dejarlo solo.
No podían estar muy lejos, se dijo, intentando controlar su nerviosismo. Kim lo había agarrado del brazo; eso significaba que no podía estar muy lejos, ni tampoco los otros, ni aquel sujeto llamado Lorenzo Marcus que los había metido en semejante atolladero.
Y tendría que sacarlos de él o saldría malparado, juró Martyniuk. Fueran cuales fuesen las disposiciones del Código Penal.