Tyler tendió la muda del uniforme de mayor talla a Grant. No vestía de uniforme desde que cinco años atrás se licenció del Ejército, pero llevarlo puesto bastó para que recuperara los modales de un militar.
—Como en los viejos tiempos —dijo Grant—. Excepto que ahora me siento un anciano al lado de tanto jovenzuelo imberbe.
—¿Vas a necesitar el andador? —preguntó Tyler con una sonrisa.
—Me apañaré con el bastón. ¿No habrás olvidado el audífono?
Tyler sacudió la cabeza y alzó el tono de voz:
—No puedo oír lo que dices sin el audífono. Pero llevo las gafas de vista cansada, por si necesito leer el prospecto de mis pastillas.
Ramsey interrumpió la ronda de bromas.
—¿Preparados? —preguntó secamente.
Tyler terminó de atarse las botas y se irguió.
—Grant nació preparado. Yo soy flor tardía.
Por la expresión de Ramsey, resultó obvio que no compartía su sentido del humor.
—¡Atención! —De inmediato se hizo el silencio en la sala. Los soldados se volvieron a una hacia su capitán. No necesitaban que se les repitieran las cosas.
»La información de que disponemos para esta operación es, por decirlo de algún modo, incompleta —continuó Ramsey—. Nuestra misión consiste en infiltrarnos en este complejo de aquí. —Señaló la fotografía satélite del complejo de la Iglesia de las Sagradas Aguas en Isla Orcas. La isla tenía forma de uve doble colgada boca abajo, con tres penínsulas orientadas al sur. El complejo estaba situado en la costa este de la península más occidental, rodeado por una bahía con forma de dedo.
»Primero pensamos llegar por vía marítima a Massacre Bay.
Tyler y Grant se miraron al escuchar el nombre de la bahía: Massacre. No era precisamente un buen augurio.
—Pero ese lugar está bien iluminado —prosiguió Ramsey—, y nos veríamos expuestos intentando franquear la verja que bordea la costa. Tienen embarcadero, pero está fuertemente protegido. Calculamos al menos treinta guardias en la finca. No tenemos información acerca de su predisposición para el combate.
—Creo que puedo responder a eso, capitán —lo interrumpió Tyler—. El sargento Westfield sirvió con uno de los elementos hostiles. Hablamos de un ex miembro de las Fuerzas Especiales. Se llama Dan Cutter, y es lógico dar por sentado que habrá procurado reclutar a otros como él. No nos enfrentamos a guardias de seguridad que cobren por hora, sino a gente alerta y bien entrenada.
—Tengo la hoja de servicios de Cutter —dijo Ramsey con visible aversión—. Nuestra mejor baza para llevar a buen puerto la misión consiste en hacer uso del elemento sorpresa. Debido a la presión del factor tiempo, no podemos plantarnos ahí en nuestros vehículos polivalentes Humvee. Y si intentamos alcanzar el objetivo en helicóptero, nos oirán llegar a tres kilómetros de distancia. Por tanto, aterrizaremos aquí. —Señaló la península situada en el extremo más oriental de la uve doble vuelta del revés, a dieciséis kilómetros al este del bunker de Ulric—. Nos hemos ocupado de que en la zona de aterrizaje nos esté esperando uno de los autobuses escolares de la isla. Cubriremos el resto del camino en autobús hasta este punto.
Ramsey señaló un punto situado a menos de kilómetro y medio del extremo norte de la extensa finca.
—Cuando estemos a menos de un kilómetro, efectuaremos un reconocimiento del perímetro sirviéndonos del vehículo no tripulado. —A su izquierda tenía el aparato en cuestión, un helicóptero alimentado por pilas que no superaba en tamaño al juguete de un niño. Cuando volaba a quince metros de altura sobre un área concreta, en tierra nadie oía las palas del rotor. Los dispositivos de reconocimiento incluían una cámara infrarroja y un amplificador de luz para operaciones nocturnas, y eran lo bastante potentes para transmitir en tiempo real imágenes del campo de batalla.
»En cuanto comprobemos sus posiciones, nos abriremos paso a través de la verja y eliminaremos a los elementos hostiles a medida que trabemos contacto con ellos. Una vez asegurado el perímetro, accederemos por aquí al bunker. —Señaló el hangar más cercano a la mansión.
—¿Hasta qué punto podremos hacer todo esto en silencio? —preguntó Tyler.
—Intentaremos neutralizar al mayor número posible de elementos hostiles antes de que suene la alarma. A esas alturas, nuestra superioridad numérica será apabullante.
Tyler negó con la cabeza.
—Eso pondría en peligro la misión.
—¿Por qué?
—Porque cualquier alarma provocará el cierre inmediato del búnker. Las puertas de granito bloquearán todos los accesos y entonces se acabó el juego.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tuve ocasión de consultar los detalles técnicos de la construcción. Fui yo quien trazó hace tres años los planos preliminares, y aunque habrá habido cambios, lo más probable es que hayan conservado los elementos básicos. Los ascensores están alimentados por los motores eléctricos de las propias cabinas, de modo que no hay cables que cortar. Losas de granito de noventa centímetros de grosor bloquearán los huecos, y no tendremos potencia de fuego suficiente para abrirnos paso por ellos. Será imposible entrar, a menos que nos faciliten el acceso desde el interior.
—¿Qué me dice de los conductos de ventilación?
Tyler negó de nuevo con la cabeza.
—Sólo en las películas hay conductos de ventilación lo bastante amplios para que alguien pueda arrastrarse por ellos. Sé a ciencia cierta que éstos en concreto fueron diseñados para evitar precisamente eso.
—Podríamos sacarlos, arrojando algunos botes de humo por los conductos.
—No servirá. Aunque localicemos algunos de los conductos, sus filtros absorberán y reciclarán el humo.
—¿Tiene un plan alternativo? —preguntó Ramsey, exasperado.
Antes de responder, Tyler se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que tenemos que llegar a la entrada e introducirnos en el búnker antes de que nadie dé la alarma.
—Entonces actuaremos con el máximo sigilo. ¿Algo más?
—Sí. Una vez dentro, tenemos que extremar las precauciones para no liberar el agente biológico. Si alguno de nosotros se ve expuesto a él, aunque sea durante un segundo, estamos muertos y más nos valdrá que la bomba cumpla con su deber.
—Me alegra tanto tenerlo aquí para que pueda darnos las buenas noticias, capitán Locke… —dijo Ramsey.
—Créame, capitán, quiero terminar esta misión de una sola pieza. Por cierto, ¿cómo enviaremos la señal de que hemos alcanzado nuestro objetivo?
—Cuando aseguremos el agente biológico y el búnker, daré por radio la señal de que todo está despejado, y lo haré con las siguientes palabras: «el pozo está seco». El B-52 que sobrevuela las inmediaciones recibirá orden de regresar a la base.
—Cuando oiga eso, me quedaré tranquilo —intervino Grant.
—Una cosa más, capitán Ramsey —dijo Tyler—. Dentro habrá civiles desarmados, así como un elemento amigo, una mujer llamada Dilara Kenner. Asegúrense de que únicamente atacamos a los malos.
—Tengo órdenes de abrir fuego sobre cualquier blanco que suponga una amenaza. Si van desarmados, no suponen una amenaza.
—Eso es todo lo que pido.
—¡De acuerdo, soldados! —gritó Ramsey, con el fin de animar a la tropa—. ¡Comprobad el equipo y las armas! ¡En marcha!
—Y sincronicemos los relojes —concluyó Tyler—. Una cosa que caracteriza a mi padre es la puntualidad. Si llamamos por radio un segundo más tarde de las veintiuna horas, nos quedarán treinta segundos en este mundo. Luego no encontrarán de nosotros lo bastante para llenar una taza.
Parecía un poco absurdo tomar parte en una misión que dependía de un autobús escolar para acercarse al objetivo, pero Tyler y Grant eran los únicos a quienes parecía divertirles la idea. El resto del grupo se mostraba incómodo, avergonzado, encogido en los reducidos asientos del vehículo. La isla carecía de bases militares, así que su mejor baza era un autobús en cuyo lateral había un letrero que rezaba «DISTRITO ESCOLAR DE ISLA ORCAS».
A la luz del atardecer, Tyler comprobó de nuevo la bolsa que había llenado de juguetitos gracias a la armería de Fort Lewis. Iba armado con la Glock y un subfusil H &K MP5. Algunos soldados iban equipados con fusiles de asalto M4, un arma más potente, y Grant, adormilado, llevaba uno de estos fusiles, cuyo cañón apoyaba en el brazo.
Fueron necesarios veinte minutos por carreteras sinuosas desde la zona de aterrizaje situada en el extremo oriental de la isla, hasta alcanzar el punto donde cubrieron a pie el resto del terreno que los separaba del objetivo. El recinto de la Iglesia de las Sagradas Aguas estaba rodeado por una verja de más de tres metros de altura coronada por espino cortante, pero era poco probable que estuviera electrificada. Las demandas que podía causar hubieran llamado demasiado la atención sobre aquel lugar.
Sin embargo, tenían fuertes sospechas acerca de la presencia de sensores ocultos en el terreno y la vegetación para detectar movimientos. Aunque en la isla abundaba la vida salvaje, cualquier animal lo bastante grande para que los sensores registraran su presencia, como por ejemplo un ciervo, no podría saltar la verja. Tyler estuvo de acuerdo en la valoración de Ramsey de que en cuanto la cruzasen los detectarían si no eran capaces de desactivar de algún modo los sensores.
Habían talado todos los árboles a quince metros de ambos lados de la verja, por lo que no era posible utilizar las ramas para deslizarse al otro lado. La única manera consistía en practicar un agujero.
El grupo de asalto, a cien metros de la verja, en la linde de los árboles, obedeció la señal de Ramsey de hacer un alto. Los soldados se pegaron al suelo. Tyler lo hizo junto al capitán. El terreno estaba mojado por la lluvia que había caído con fuerza sobre Puget Sound desde que Dilara y él se marcharon el martes por la mañana, pero el cielo se había despejado justo a tiempo para ejecutar aquella operación. Ramsey y él se llevaron los prismáticos a los ojos, pero no vieron guardias patrullando por las inmediaciones de la verja, lo cual confirmó la sospecha relativa a los sensores de detección de movimiento. Cualquiera que patrullara la zona no haría más que dar falsas alarmas, lo que los convertiría en un recurso inútil.
Los guardias debían de patrullar la parte central de la finca, preparados para desplegarse allá donde fuera que los sensores detectasen movimiento.
—¿Qué le parece? —preguntó Tyler.
—Tendremos que hacer un agujero en la verja.
—¿Y después? Son quinientos metros hasta el centro de la finca. Es muy posible que nos detecten los sensores si nos despistamos.
—Habrá que arriesgarse. Mis hombres están entrenados para detectarlos y desactivarlos.
—¿Luego nos dirigimos a la entrada principal del hangar pegando tiros?
—¿Se le ocurre alguna otra opción? —preguntó el capitán Ramsey.
Tyler lo meditó, pero no se le ocurría nada.
—Tal vez averigüemos algo enviando el vehículo no tripulado.
—Quedaban aún unos diez minutos antes de que se hiciera de noche y pudieran emplearlo sin ser visto.
Grant, que utilizaba en ese momento los prismáticos de Tyler, le dio un codazo y se los devolvió.
—Echa un vistazo a la verja. A las dos en punto, al pie del poste.
Tyler encaró los prismáticos hacia las dos en punto. Tardó un segundo en reparar a qué se refería Grant.
—Mierda.
—¿Qué sucede? —preguntó Ramsey.
—Esa verja está monitorizada.
—Pero si la hubieran electrificado…
—No, no está electrificada, pero la recorre un cableado de sensores. —Uno de los cables había quedado expuesto, no mucho, lo suficiente para que Grant, que tenía un ojo de lince, reparara en ello—. Si hacemos un agujero en ella, se enterarán de inmediato.
—¿Podemos desconectar el cableado?
—Quizá, pero es peligroso —respondió Tyler—. Estos tipos son muy buenos.
—¿Las puertas de granito se cerrarían de inmediato al franquear la verja?
—Es poco probable. Querrán confirmar una posible intrusión antes de llevar a cabo una acción tan drástica. Pero en cuanto vieran el agujero, o a nosotros atravesándolo, harían sonar la alarma. Entonces estaríamos acabados.
—Tal vez tengamos que ejecutar un asalto en toda regla contra la entrada principal —sugirió Ramsey—. Pillarlos por sorpresa.
—El resultado sería el mismo. Cuando sospecharan que sus guardias han caído, se dispararía la alarma y se encerrarían en el búnker.
—No está siendo usted de mucha ayuda, Locke.
Tyler sabía que sonaba pesimista, pero cuando eliminas todos los caminos obvios, de pronto se dibujan ante ti los que no lo son tanto.
Se concentró de nuevo en la verja. Había dejado los prismáticos mientras charlaba con Ramsey, y las lentes estaban empañadas del agua que cubría la hierba alta. Dedicó unos instantes a secarlas. Arrugó el entrecejo y hundió el dedo cubierto por el guante en el terreno, que estaba empapado. Introdujo el dedo hasta el nudillo con la misma facilidad que lo hubiera hecho en un pudín.
Tyler levantó la vista hacia el árbol más próximo, uno gigantesco, de hoja perenne, que debía de alcanzar los cuarenta y cinco metros de altura.
—Capitán Ramsey —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya no podrá decir que no soy de ayuda. Se me acaba de ocurrir cómo vamos a entrar.
Sebastian Ulric verificó en el ordenador portátil que el inventario de Oasis estuviese actualizado, y después llamó por radio a Cutter. El artefacto colocado a bordo del
Alba del Génesis
debía de haberse puesto en marcha a esas alturas. Quería efectuar el cierre inmediato, pero no todo el mundo había terminado el traslado de la mansión al interior del búnker. En cuanto éste quedara sellado, únicamente volvería a abrirse una vez más: a la mañana siguiente, cuando los tres artefactos difusores de priones estuvieran listos y sus portadores fuesen enviados al aeropuerto internacional de Los Ángeles, al John Fitzgerald Kennedy de Nueva York y a Heathrow, en Londres. Cuando se marcharan, cerrarían Oasis al mundo durante tres meses, el tiempo que calculaba que tardaría el Arkon-C en extenderse alrededor del globo. Quienes entregaran los artefactos serían sacrificados, pero no lo sabían. Les aseguraron que a su regreso les permitirían entrar, pero el líder del Nuevo Mundo no podía correr el riesgo de hacerlo por si estaban infectados.
—¿Cuánto falta? —preguntó Ulric a Cutter.