Hacía bastante calor y había mucha luz para tratarse de primeros de octubre. Aún no habían llegado las nubes que parecían omnipresentes en invierno, y desde ahí disfrutaban de una estupenda panorámica de los montes Olympic y Rainier, que relucían en la distancia.
Tyler se detuvo ante un deportivo rojo y abrió el diminuto maletero. Arrojó al interior la bolsa y quitó un cable del vehículo.
—¿Para qué sirve eso? —preguntó Dilara.
—Es para cargar la batería —respondió Tyler, ocupando el asiento del conductor. Ella se sentó en el del pasajero—. Es un Tesla, totalmente eléctrico. Se carga al completo en cuatro horas.
Apretó el botón para ponerlo en marcha. Un pitido suave anunció que el Tesla se había encendido, pero por lo demás el coche se mostró muy silencioso. Tyler lo sacó del aparcamiento. Cuando tomaron la autopista 99, pisó a fondo y el Tesla dio un brinco como si acabasen de proyectarlo desde una catapulta. En cuestión de segundos alcanzaron los ciento treinta kilómetros por hora.
—Ya veo que es cierto que tu trabajo te permite probar nuevos juguetes —dijo Dilara.
—Menudo incentivo, ¿verdad? Estamos probando otro en el CIC. Éste lo tengo prestado para ir y venir. Puedo quedármelo un tiempo, mientras les vaya informando de cómo mejorarlo de cara al siguiente modelo.
Una de las aficiones de Tyler consistía en probar y hacer crítica de coches. Sus vehículos particulares, los que él había comprado, eran un Dodge Viper, un Porsche Cayenne y una motocicleta Ducati, pero le encantaba conducir lo último que se deslizase sobre ruedas. Conservaría el Tesla durante unas semanas más. Y después conduciría cualquier otro vehículo. Tal vez el nuevo modelo que Ferrari comercializaría al cabo de un mes.
Se acercaban rápidamente al centro de Seattle. Dilara observó el transbordador que provenía de Elliot Bay mientras Tyler circulaba por el viaducto de Alaskan Way. Habló poco, lo que permitió a la arqueóloga disfrutar del paisaje mientras intentaba encajar las piezas de lo que acababan de averiguar en el Mojave.
Habían pasado dos horas en el lugar del accidente, charlando con el encargado del equipo de guerra bacteriológica del ejército, a pesar de lo cual Tyler fue incapaz de sacarle mucha información respecto a la causa de la desintegración de los cadáveres. El científico castrense especuló con la posibilidad de que se tratase de un agente biológico, pero no pudo hallar ningún indicio en los huesos que encontraron entre los restos del aparato. Dado que los miembros del personal de tierra del aeropuerto de Los Ángeles que tuvieron contacto con el avión se encontraban en perfecto estado de salud, el científico dio por sentado que la causa de lo sucedido —él la llamó «microbio carnívoro»— había actuado en pleno vuelo. Eso suponía que tal vez encontrasen entre los restos qué lo había causado.
Tyler había pedido a Judy que enviasen todo lo que encontraran al CIC, donde Grant empezaría a repasar cada fragmento de equipaje y equipo de a bordo tan rápidamente como le fuera posible. Tyler no sabía qué debían buscar, pero estaba decidido a revisar cualquier detalle que fuese inusual. Cuando terminara en Seattle, regresaría a Phoenix para supervisar los progresos de la investigación.
Tyler tomó la salida de Séneca y serpenteó a través del tráfico que reinaba en el centro de Seattle hasta alcanzar el edificio que servía de sede central de Gordian, situado frente al Centro Westlake, una gran superficie comercial y atracción turística para el abundante número de visitantes que acudían a la ciudad. El famoso monorraíl, que cubría el trayecto entre Westlake y la torre conocida por el nombre de Aguja Espacial, alcanzó la parada sobre ellos justo cuando Tyler embocó el acceso al garaje de Gordian.
Introdujo la tarjeta de identificación en el lector y la puerta de acero del garaje se abrió. Un sensor situado en el suelo se aseguraba de que únicamente un vehículo se introdujera en el aparcamiento por cada tarjeta. Tyler aparcó en el espacio que tenía reservado, y llevó a Dilara al ascensor. Puso la mano en el escáner biométrico, que emitió un pitido al identificarlo, momento en que las puertas se abrieron.
La mujer enarcó ambas cejas ante tanta medida de seguridad, pero no dijo nada.
—Piensa que trabajamos mucho para el Gobierno —explicó Tyler, que no dio más detalles.
Los contratos militares y ultrasecretos de Gordian exigían extraordinarias medidas de seguridad. Los turistas que circulaban frente al edificio no tenían ni idea de que pasaban junto a una de las construcciones más seguras de todo el estado de Washington.
Al cabo de unos segundos, el ascensor se detuvo en la vigésima planta. Una vez que se abrieron las puertas, se encontraron en un vestíbulo propio de un bufete de abogados de lujo. El color suave de la pared entonaba con la madera oscura y los cómodos sillones de cuero de la sala de espera. Una recepcionista se encontraba sentada a una elegante mesa de caoba, situada frente a una puerta acristalada. Dilara firmó un documento para obtener una tarjeta de visitante que prendió del cuello de la blusa.
Tyler la acompañó a su oficina. Las ventanas que iban del suelo al techo miraban a Puget Sound, y la vista era impresionante. El despacho tenía una decoración espartana, debido quizás al poco tiempo que pasaba Tyler en él. Un teléfono y una pila de correspondencia sin importancia eran las únicas cosas que había sobre la mesa. No era necesario un ordenador de sobremesa, puesto que siempre llevaba consigo su ordenador portátil. En la librería había una colección de libros de ingeniería y revistas de automovilismo, y la pared estaba cubierta con cuadros de coches de competición y fotografías en las que el propio Tyler posaba junto a pilotos de carreras.
—Veo que te apasionan los coches —dijo Dilara, que miró con mayor atención algunas de las fotos.
Tyler reparó en que todas ellas compartían el detalle de tenerlo a él abrazado a una preciosa mujer de pelo rubio.
—Ésa era mi mujer, Karen —dijo.
—Era muy guapa. —Dilara se volvió hacia Tyler con la mirada de pesar que él había visto tantas veces—. ¿Cuándo falleció?
Siempre temía la inevitable serie de preguntas, pero al menos se había vuelto capaz de responderlas sin que se le atragantaran las palabras.
—Hace dos años. Fue un accidente de coche. Le fallaron los frenos y otro vehículo chocó con ella en un cruce.
—Lo siento mucho.
—Yo también —dijo. Dejó que la pausa se alargara más de la cuenta, y al final, consciente de ello, carraspeó y añadió—: Si no te importa esperar aquí, iré a ver a mi jefe. Te pediría que entraras conmigo, pero antes prefiero charlar con él a solas. Si suena el teléfono, seré yo, así que descuelga el auricular, ¿de acuerdo?
—Claro. Disfrutaré de las vistas.
Tyler salió del despacho y anduvo hasta el final del vestíbulo, donde llamó a la puerta de Miles Benson, presidente y director ejecutivo de Gordian. Oyó la cascajosa voz procedente del otro lado.
—¡Tyler, entra de una vez!
La recepcionista debía de haber informado a Miles de su presencia. Ni siquiera había entrado en el despacho y ya la cosa empezaba a torcerse.
Tyler abrió la puerta que daba a la espaciosa oficina de su jefe. La estancia era confortable, pero no había un solo detalle que fuera ajeno a los negocios. En mitad de la sala había una mesa de reuniones con capacidad para ocho personas. A un lado, un sofá y un sillón, con un hueco donde habría sido apropiado colocar otro sillón. Un enorme escritorio dominaba el extremo opuesto del despacho. Sentado al escritorio vio a un tipo de piel cuarteada con un corte de pelo al cepillo que gustaba conservar desde la época que sirvió en el ejército. Miles Benson invitó a pasar a Tyler con un gesto, y después continuó tecleando en el ordenador. Cuando hubo terminado, levantó la vista, enarcó una ceja y estiró el brazo hacia un
dossier
que descansaba en el escritorio. Luego hizo ademán de levantarse, algo que rara vez las visitas esperaban de él, puesto que solían estar al corriente de que Miles Benson era parapléjico y que se había quedado paralítico de cintura para abajo de resultas de un accidente industrial.
Tyler le había visto hacer ese gesto en numerosas ocasiones, pero el proceso seguía maravillándolo. Se levantó, sentado aún, cortesía de su silla iBOT, una silla de ruedas con motor desarrollada por el diseñador del Segway. Normalmente, la silla se desplazaba sobre cuatro ruedas grandes, pero siempre que tenía ganas de elevarse treinta centímetros, Miles activaba el control giroscópico que pivotaba el asiento de tal forma que apoyase todo el peso sobre dos de las ruedas. Los ordenadores ajustaban continuamente las ruedas para evitar que volcase. Al principio el efecto resultaba muy desconcertante, pero Tyler se había acostumbrado rápidamente. Se sentó en el extremo de la mesa de reuniones, de modo que sus ojos quedaran a la altura de los de Miles.
Éste manipuló el controlador, y la silla iBOT rodeó el escritorio con gran agilidad. Estrechó la mano de Tyler con un apretón capaz de aplastar el acero. Tyler sabía que levantaba pesas a diario y que se ejercitaba con una silla de ruedas de carreras. Miles no era de los que dejan que una minucia como la parálisis le paren los pies a uno.
—¿Cómo te fue en la maratón? —preguntó Tyler.
—Gané en mi categoría de edad —respondió orgulloso Miles, que tenía sesenta y dos años—. Habría llegado el primero de las categorías de cuarenta para arriba si no llega a salirme una ampolla en la mano izquierda a la altura del kilómetro treinta y siete. Un hijo de perra de los Special Olympics me adelantó cuando faltaban dos kilómetros para la meta.
—Querrás decir un miembro del equipo paralímpico.
Miles lanzó un gruñido.
—Lo que tú digas. Yo lo único que sé es que era veinte años más joven que yo, y que era un gilipollas. Al pasarme de largo, el tío me miró por el borde de las gafas de sol y me guiñó un ojo. Estuve a punto de arroyarlo fuera de la pista.
—¿Qué te lo impidió? —Tyler esbozó una sonrisa.
—Lo mismo que me impide borrarte esa sonrisa de la cara por abandonar el encargo noruego, es decir, mi buen corazón. Ahí has dejado escapar un contrato de medio millón de dólares.
Miles era más que el jefe de Tyler. Lo tomó bajo su tutela en la época universitaria y contribuyó a que destacara en la Facultad de Ingeniería cuando fue su profesor y consejero académico en el MIT. Después de que Tyler dejase el ejército y se doctorara, fue Miles quien le aconsejó emprender un negocio y crear su propia compañía consultora de ingeniería, a la que Tyler llamó Gordian Engineering. Cuando el peso de las labores administrativas y la labor comercial pudieron con él, Miles lo convenció para fusionar Gordian con su propia compañía, que había fundado tras abandonar la enseñanza en el MIT. La fusión de ambas empresas adoptó el nombre de Gordian, y Miles asumió el liderazgo. Aunque era un ingeniero extraordinario, su auténtica habilidad residía en el campo de las ventas y contrataciones, y puesto que Tyler era capaz de aplicar sus conocimientos de ingeniería a las labores de campo, la compañía era capaz de doblar anualmente su capacidad.
Por esa razón, si bien las palabras de Miles hubieran podido molestar a cualquiera, Tyler comprendió que no las decía en serio.
—Sé que tienes un motivo —continuó.
—No he renunciado al encargo. Sólo lo he retrasado. Pudimos terminar el trabajo en la Scotia One.
—A juzgar por lo que me ha contado Aiden, les salvaste el pellejo un par de veces.
—Por desgracia, yo fui el único culpable de que tuvieran problemas. Y Dilara Kenner.
Miles arrojó en la mesa de reuniones el
dossier
que tenía en las manos.
—Esto es para ti. Ya le he echado un vistazo. Encargué a Aiden que reuniera toda la información que pudiese recabar sobre la doctora Kenner. Tiene un currículum impresionante.
—En persona también lo es. Impresionante, quiero decir.
Mientras Tyler echaba un vistazo al contenido del
dossier,
explicó a Miles lo sucedido durante las pasadas cuarenta y ocho horas. Cuando hubo terminado, buscó en la expresión de su jefe alguna reacción, pero el hombre se mostró tan inescrutable como de costumbre.
—¿Cómo crees que puede relacionarse todo esto? —preguntó finalmente.
—Buena pregunta. Existe un vínculo que desconocemos entre Coleman y Hayden, y alguien se ha tomado muchas molestias para quitarnos a Dilara Kenner y a mí de en medio para evitar que pudiéramos descubrirlo. El siguiente paso consiste en descubrir qué los relaciona con Génesis, Alba y Oasis. Confío en que si sabemos qué tienen en común, averiguaremos cómo el hallazgo del arca de Noé impedirá la muerte de mil millones de personas. Entretanto, creo que ha llegado el momento de involucrar al FBI en esto.
—Estoy de acuerdo —dijo Miles— Parece que has dado con algo gordo, muchacho. Conozco al agente especial que está a cargo de la oficina local. Lo llamaré. ¿Qué me dices de tu padre? Acabas de decir que el tipo que intentó sabotear la plataforma era un ex militar. Tal vez el general Locke pueda echarnos una mano en este asunto.
Tyler irguió la espalda, tenso. Le horrorizaba la perspectiva de recurrir a su padre en busca de ayuda. Al principio, cuando la empresa tuvo que superar algunos baches, Miles le había presionado para que su padre les confiara algunos contratos militares, pero él se había mostrado firme a la hora de rechazar ese camino.
«Aunque mi vida dependiera de ello», pensó.
—Eso no es buena idea —se limitó a decir.
Miles arrugó el entrecejo.
—¿Estás seguro? Tiene buenos contactos y podría facilitarnos las cosas para dar con información relevante.
—Ya nos las apañaremos solos.
Sherman Locke era un general de dos estrellas de la Fuerza Aérea. Había empezado por la parte baja del escalafón, y había ascendido por méritos propios hasta que se le ofreció la posibilidad de ingresar en la academia de candidatos a oficiales. La madre de Tyler falleció cuando él tenía cuatro años, y su abuela materna fue quien se encargó de educarle a él y a su hermana recién nacida. Su padre era un severo ordenancista, a quien nunca le pareció bastante nada de lo que su hijo pudiera hacer. En una ocasión, lo castigó tres meses por sacar un notable bajo en el instituto. No volvió a suceder.
Tyler nunca consideró entre sus opciones ingresar en la Academia de la Fuerza Aérea, debido a que en aquel momento no tenía una vista perfecta —con el tiempo ese defecto lo acabó corrigiendo la cirugía láser— y, por tanto, no era apto para entrenarse como piloto de combate. En lugar de ello, se empeñó en ir a West Point. El general, pues así llamaba Tyler a su padre, no apoyó su solicitud de admisión. El general nunca le explicó por qué, pero él supuso que se debía a que su padre no pensaba que fuese lo bastante fuerte para soportarlo. En un gesto de desafío, cuando Tyler se matriculó en el MIT, se enroló de inmediato en el cuerpo de reserva de entrenamiento de oficiales del ejército, a pesar de las objeciones de su padre.