»Los éxters adaptados adoptaron su forma angélica, y sus cuerpos se pusieron brillantes cuando activaron sus campos de fuerza personales. No podían extender las alas del todo, y de nada les habría servido, pues no había luz solar y en todo caso un décimo de g era demasiado... pero aun así adoptaron su forma angélica. Algunos intentaron usar sus alas como armas contra nosotros.
El sargento Gregorius resopló, un sonido tosco que parecía la parodia de una risotada.
—Nosotros teníamos campos clase cuatro, padre, y ellos nos atacaban con esas alas transparentes... Los incineramos, enviamos a tres de cada escuadrón afuera con los especímenes embolsados, y Kluge y yo tomamos a los muchachos restantes para despejar las cavernas, tal como estaba ordenado.
De Soya esperó. En menos de un minuto tendría que poner fin a la confesión.
—Sabíamos que era una roca de nacimiento, padre. Sabíamos... todos saben... que los éxters, incluso los que han activado las máquinas de sus células y su sangre, y ya no parecen humanos, no han logrado que sus mujeres tengan a sus hijos en cero g y radiación dura, padre. Sabíamos que era una roca de nacimiento cuando entramos en el condenado asteroide... Lo lamento, padre...
De Soya guardó silencio.
—Pero aun así, padre... esas cavernas eran como hogares... camas, cubículos y equipos vid de pantalla chata, cocinas... cosas que no estamos acostumbrados a pensar que los éxters tienen, padre. Pero la mayoría de esas cavernas eran...
—Cuartos para niños —dijo el padre capitán De Soya.
—Sí, señor, cuartos para niños. Camas pequeñas con bebés pequeños... no monstruos éxters, padre, no esas criaturas pálidas y lustrosas contra las que combatimos, no esos malditos ángeles de Lucifer con alas de cien kilómetros de envergadura en la luz estelar... sólo bebés. Cientos, padre, miles. Caverna tras caverna. La mayoría de las habitaciones ya se habían despresurizado, matando a los pequeños. Algunos de esos cuerpecitos habían volado con la despresurización, pero otros estaban amarrados. Algunas habitaciones aún retenían aire, padre. Nos abrimos paso a disparos. Madres, mujeres con túnicas, mujeres encintas con el cabello desmelenado volando en un décimo de g... nos atacaron con uñas y dientes, padre. Las ignorábamos hasta que el viento las hacía volar o morían de asfixia, pero en esas cajas de plástico había bebés, veintenas de ellos.
—Incubadoras —dijo el padre capitán De Soya.
—Sí —susurró el sargento Gregorius con agotamiento—. Y preguntamos por haz angosto qué querían que hiciéramos con ellos. Con las veintenas de bebés éxters que había en los incubadoras. Y el capitán Barnes-Avne ordenó...
—Continuar —susurró De Soya.
—Sí, padre, así que nosotros...
—Cumplieron órdenes, sargento.
—Usamos las últimas granadas en esos cuartos, padre. Y cuando acabaron las granadas de plasma, rociamos las incubadoras con rayos energéticos. Habitación tras habitación, caverna tras caverna. El plástico se derretía alrededor de los bebés, los cubría. Las mantas ardían. Las cajas debían contener oxígeno puro, padre, porque muchas explotaron como granadas... tuvimos que activar nuestros trajes, padre, y aun así tardé dos horas en limpiar mi armadura de combate. Pero la mayoría de las incubadoras no estallaron, padre, sólo ardieron como madera seca, ardieron como antorchas, y todo lo que contenían se cocinaba como en un horno. Y ahora todas las habitaciones y cavernas estaban en el vacío, pero las cajas, las incubadoras, todavía contenían atmósfera y ardían, y apagamos nuestros receptores externos, señor. Todos lo hicimos. Pero aún podíamos oír los llantos y gritos por los campos de contención y los cascos. Todavía los oigo, padre...
—Sargento —dijo De Soya con voz perentoria.
—Sí, señor.
—Usted cumplía órdenes, sargento. Todos cumplíamos órdenes. Su Santidad declaró tiempo atrás que los éxters han renunciado a su humanidad con esos nanoaparatos que introducen en su sangre, con los cambios que han hecho en sus cromosomas...
—Pero los gritos, padre.
—Sargento, el Consejo Vaticano y el Santo Padre han decretado que esta cruzada es necesaria para salvar a la familia humana de la amenaza éxter. Usted recibió órdenes. Las obedeció. Somos soldados.
—Sí, señor —susurró el sargento.
—No tenemos más tiempo, sargento. Hablaremos de esto más tarde. Por ahora, quiero que haga penitencia... no por ser un soldado y cumplir sus órdenes, sino por cuestionarlas. Cincuenta avemarías, sargento, y cien padrenuestros. Y quiero que rece por esto, que rece para comprender.
—Sí, padre.
—Ahora haga un sincero acto de contrición... pronto...
En cuanto el sargento empezó a murmurar, el padre capitán alzó la mano para bendecirlo mientras le daba la absolución.
—
Ego te absolvo
...
Ocho minutos después, el padre capitán y su tripulación yacían en sus nichos de resurrección y el motor Gedeón del
Rafael
se activaba, llevándolos instantáneamente al sistema Mamón mediante una muerte terrible y un lento y doloroso renacimiento.
El gran inquisidor había muerto e ido al infierno. Era su segunda muerte y resurrección y no había disfrutado de esas experiencias. Y Marte era el infierno.
El cardenal John Domenico Mustafa y su contingente de veintiún administradores y agentes de seguridad del Santo Oficio —incluido el padre Farrell, su indispensable asistente— habían viajado al sistema de la Vieja Tierra en la nueva nave estelar arcángel
Jibril
y habían contado con un generoso plazo de cuatro días para recobrarse de la resurrección antes de iniciar su labor en la superficie de Marte. El gran inquisidor se había asesorado sobre el planeta rojo y había llegado a una conclusión tajante. Marte era el infierno.
—En realidad —respondió el padre Farrell la primera vez que el gran inquisidor mencionó esta conclusión en voz alta—, uno de los otros planetas de este sistema, Venus, congenia más con esta descripción, excelencia. Temperaturas hirvientes, presiones aplastantes, lagos de metal líquido, vientos semejantes a escapes de cohete...
—Cállate —dijo el gran inquisidor con un gesto fatigado.
Marte: el primer mundo colonizado por la raza humana a pesar de su baja puntuación de 2,5 en la vieja escala Solmev, el primer intento de terraformación, el primer fracaso en terraformación. Un mundo soslayado después que el miniagujero negro destruyó la Vieja Tierra... por el motor Hawking, por los imperativos de la Hégira, y porque nadie quería vivir en esa roja esfera escarchada cuando la galaxia ofrecía una cantidad casi infinita de mundos más gratos, más saludables, más viables.
Durante siglos Marte había sido un planeta tan apartado que la Red de Mundos no había establecido allí portales teleyectores, un planeta desierto que sólo interesaba a los huérfanos de Nueva Palestina (el legendario coronel Fedmahn Kassad había nacido en los campos palestinos, como Mustafa se sorprendió de saber) y a los cristianos zen que regresaban a la cuenca de Hellas para revivir la iluminación del maestro Schrauder en el Macizo Zen. Durante un siglo se había creído que el vasto proyecto de terraformación funcionaría —los mares llenaron los gigantescos cráteres y helechos reciclados proliferaron a orillas del río Marineris—, pero luego aparecieron los inconvenientes, no hubo fondos para luchar contra la entropía y llegó una era glacial de sesenta mil años.
En la cumbre de la civilización de la Red de Mundos, el ala militar de la Hegemonía, FUERZA, había llevado teleyectores al mundo rojo y había creado hábitats en el enorme volcán, el Mons Olympus, para su Escuela de Mando Olímpica. El aislamiento de Marte era adecuado para FUERZA y el planeta había sido base militar hasta la Caída de los Teleyectores. En el siglo posterior a la Caída, restos de FUERZA habían instaurado una insidiosa dictadura militar —la Máquina de Guerra Marciana— que extendía su dominio hasta los sistemas Centauri y Tau Ceti y bien pudo convertirse en semilla de un segundo imperio interestelar si no hubiera llegado Pax, que sometió las flotas marcianas, expulsó a la Máquina de Guerra y obligó a sus derrotados cabecillas a ocultarse en las ruinas de las bases orbitales de FUERZA y en los viejos túneles del Mons Olympus. Pax instaló bases en el cinturón de asteroides y entre las lunas de Júpiter, y al fin envió misioneros y gobernadores al Marte pacificado.
En ese mundo color herrumbre no había mucho trabajo para los misioneros ni los gobernadores. El aire era fino y frío; las grandes ciudades habían sido saqueadas y abandonadas; habían reaparecido los grandes simunes de polvo que soplaban de polo a polo; la pestilencia asolaba los helados desiertos, diezmando a las últimas bandas de nómadas que descendían de la noble raza de los marcianos; y en vez de manzanares y campos de bayas sólo había cactos raquíticos.
Curiosamente, los que sobrevivieron y prosperaron fueron los oprimidos y maltratados palestinos de la escarchada meseta de Tharsis. Los huérfanos de la Diáspora Nuclear del año 2038 se habían adaptado a la tosca vida de Marte y habían extendido su cultura islámica a muchas tribus nómadas y ciudades-estado libres cuando llegaron los misioneros de Pax. Los neopalestinos, que habían resistido más de un siglo contra la implacable Máquina de Guerra, no demostraban el menor interés en someterse a la Iglesia.
Era precisamente en la capital palestina de Arafat-kaffiyeh donde había aparecido el Alcaudón, matando a cientos de personas. El gran inquisidor conferenció con sus asistentes, se reunió con comandantes de la flota en órbita y aterrizó con todas sus fuerzas. El principal puerto espacial de la capital de San Malaquías estaba cerrado a todo el tráfico salvo el militar. No era un gran inconveniente, pues no había vuelos mercantes ni de pasajeros planeados para esa semana. Seis naves de asalto precedieron a la nave de descenso del gran inquisidor, y cuando el cardenal Mustafa pisó el suelo marciano —la pista de Pax, para mayor precisión— un centenar de comandos de la Guardia Suiza y del Santo Oficio había acordonado el puerto espacial. La delegación oficial de bienvenida, que incluía al arzobispo Robeson y la gobernadora Clare Palo, fue registrada sónicamente antes de recibir autorización para pasar.
Desde el puerto espacial, la comitiva del Santo Oficio viajó en vehículos terrestres, por calles ruinosas, hasta el nuevo palacio de gobierno de Pax en las inmediaciones de San Malaquías. La seguridad era estricta. Además de la fuerza personal del gran inquisidor, los infantes de Pax, los efectivos del gobernador y el contingente de guardias suizos del arzobispo, había un regimiento de infantería blindada de la Guardia Interna apostada alrededor del palacio. Allí el gran inquisidor presenció pruebas de que el Alcaudón había visitado la meseta de Tharsis dos semanas antes.
—Es absurdo —dijo el gran inquisidor la noche antes de volar al escenario del ataque—. Estos holos y vids tienen dos semanas o se tomaron desde gran altura. Veo holos de lo que debe ser el Alcaudón y unas borrosas escenas de carnicería. Veo fotos de los cuerpos que los milicianos encontraron al entrar en la ciudad. ¿Pero dónde están los lugareños? ¿Dónde están los testigos? ¿Dónde están los dos mil setecientos ciudadanos de Arafat-kaffiyeh?
—No lo sabemos —dijo la gobernadora Clare Palo.
—Nos comunicamos con el Vaticano por medio de un correo arcángel. El arcángel regresó con órdenes de que no tocáramos las pruebas —dijo el arzobispo Robeson—. Nos ordenaron que le esperásemos a usted.
El gran inquisidor sacudió la cabeza y alzó una foto bidimensional.
—¿Y qué es esto? ¿Una base de Pax en las inmediaciones de Arafat-kaffiyeh? Este puerto espacial es más nuevo que San Malaquías.
—No pertenece a la flota de Pax —dijo Wolmak, capitán del
Jibril
y nuevo comandante del grupo de tareas del sistema de Vieja Tierra—. Pero estimamos que de treinta a cincuenta naves diarias usaron estas instalaciones durante la semana previa a la aparición del Alcaudón.
—Treinta a cincuenta naves diarias —repitió el gran inquisidor—. Y no pertenece a la flota de Pax. ¿A quién pertenece entonces?
Miró al arzobispo y al gobernador con cara de pocos amigos.
—¿Mercantilus? —apremió el gran inquisidor al no recibir respuesta.
—No —dijo el arzobispo al cabo de otro instante—. No Mercantilus.
El gran inquisidor se cruzó de brazos con impaciencia.
—Las naves tenían licencia del Opus Dei —dijo tímidamente la gobernadora Palo.
—¿Con qué propósito? —preguntó el gran inquisidor. Sólo se permitían guardias del Santo Oficio en esa suite del palacio, y estaban apostados contra la pared de piedra con intervalos de seis metros.
La gobernadora abrió las manos.
—No lo sabemos, excelencia.
—Domenico —dijo el arzobispo con voz trémula—, se nos ordenó no hacer preguntas.
El gran inquisidor perdió los estribos.
—¿No hacer preguntas? ¿Quién lo ordenó? ¿Quién tiene autoridad para ordenar al arzobispo y a la gobernadora de un mundo que no interfieran? ¡En el nombre de Cristo! ¿Quién tiene semejante poder?
El arzobispo se enfrentó al cardenal Mustafa con ojos compungidos pero desafiantes.
—En el nombre de Cristo, precisamente, excelencia. Los representantes del Opus Dei tenían discos oficiales de la Comisión Pontificia de Justicia y Paz. Nos dijeron que lo de Arafat-kaffiyeh era una cuestión de seguridad. Nos dijeron que no era de nuestra incumbencia. Nos ordenaron no interferir.
El gran inquisidor sintió un ardor de rabia en la cara.
—Los asuntos de seguridad de Marte, o de cualquier otra parte de Pax, son responsabilidad del Santo Oficio —declaró—. La Comisión Pontificia de Justicia y Paz no tiene jurisdicción aquí. ¿Dónde están los representantes de la Comisión? ¿Por qué no han asistido a esta reunión?
La gobernadora Clare Palo alzó una mano y señaló la foto que sostenía el gran inquisidor.
—Allí, excelencia. Allí están las autoridades de la Comisión.
El cardenal Mustafa miró la lustrosa fotografía. En las rojas y polvorientas calles de Arafat-kaffiyeh se veían cuerpos vestidos de blanco. A pesar de las imágenes granulosas, era obvio que los cuerpos estaban grotescamente despedazados e hinchados por la descomposición. El gran inquisidor habló suavemente, sobreponiéndose al impulso de ordenar a gritos que torturasen y fusilasen a esos imbéciles.
—¿Por qué no han resucitado e interrogado a estas personas? —murmuró.