Entonces me despejé, barrido por una ola de furia y desesperanza que amenazaba con arrastrarme.
¿Por qué estos malditos no me dejan en paz?
Cuatro personas con un uniforme desconocido. Pax, obviamente. Evidentemente la persecución no había terminado cuando el sacerdote capitán De Soya nos dejó escapar de la trampa de Bosquecillo de Dios más de cuatro años antes.
Miré el cronómetro de mi comlog. Las naves aterrizarían en cualquier momento. No tenía tiempo de correr a ningún sitio donde los efectivos de Pax no me encontraran.
—Déjame ir —dije, apartándome de la mujer de túnica azul. La brisa de la tarde entraba por la ventana abierta. Creí oír el zumbido casi ultrasónico de los deslizadores—. Tengo que alejarme de esta casa.
Imaginé fuerzas de Pax quemando la casa con los pequeños Ces Ambre y Bin en su interior.
Dem Ria me alejó de la ventana. En ese momento el hombre de la casa, el joven Alem Mikail Dem Alem, entró con Dem Loa. Cargaban con el corpulento soldado lusiano que habían dejado para cuidarme. Ces Ambre, con un destello en los ojos oscuros, sostenía los pies del guardia mientras Bin procuraba quitarle una bota. El lusiano estaba profundamente dormido, boquiabierto, y la baba le humedecía el cuello del uniforme.
Miré a Dem Ria.
—Dem Loa le llevó té hace quince minutos —murmuró. Agitó la manga azul de su túnica en un gesto grácil—. Me temo que utilizamos el resto de tu ultramorfina, Raul Endymion.
—Debo irme —insistí. El dolor de mi espalda era soportable, pero me temblaban las piernas.
—No —dijo Dem Ria—. Te atraparán en pocos minutos.
Señaló la ventana. Desde fuera llegó el inequívoco rumor subsónico de una nave de descenso en propulsión EM, seguido por el ladrido de sus impulsores. La nave debía estar sobrevolando la aldea, buscando un lugar de aterrizaje. Un segundo después la ventana vibró con un triple estruendo sónico y dos deslizadores negros revolotearon sobre los edificios de adobe vecinos.
Alem Mikail había desnudado al lusiano dejándolo en ropa interior y lo había tendido en la cama. Sujetó la enorme muñeca del hombre con una esposa y cerró la otra esposa sobre el cabezal. Dem Loa y Ces Ambre juntaron la ropa de combate, el blindaje corporal y las enormes botas y las guardaron en una bolsa. El pequeño Bin Ria Dem Loa Alem arrojó el casco del guardia en la bolsa. El delgado niño llevaba la pesada pistola de dardos. Eso me sobresaltó. La combinación de niños con armas me resultaba temible desde que yo mismo era niño y aprendía a manejar armas de potencia mientras recorríamos los brezales de Hyperion, pero Alem sonrió y le quitó la pistola, palmeándole la espalda. Por el modo en que Bin sostenía el arma —alejando los dedos del gatillo, apuntando hacia otro lado, mirando el seguro—, supe que no era la primera vez que manejaba una.
Bin sonrió, cogió la pesada bolsa con la ropa del guardia y salió corriendo de la habitación. Fuera crecía el ruido. Miré por la ventana.
Un deslizador negro levantó polvo a menos de treinta metros de la calle que bordeaba el canal. Pude verlo a través de un resquicio entre las casas. La gran nave de descenso aterrizó hacia el sur, tal vez en el llano herboso donde el cálculo renal me había tumbado de dolor, cerca de la fuente.
Acababa de ponerme las botas y de sujetarme el chaleco cuando Alem me entregó la pistola de dardos. Revisé el seguro y los indicadores de carga por costumbre, pero luego sacudí la cabeza.
—No —dije—, sería un suicidio atacar a tropas de Pax con esto. Sus armaduras... —En ese momento no pensaba en sus armaduras sino en las armas de asalto que arrasarían esa casa en un instante. Pensé en ese niño llevando la ropa del soldado—. Bin... Si lo atrapan...
—Lo sabemos —dijo Dem Ria, guiándome hacia el corredor. Yo no recordaba esta parte de la casa. Mi universo de las últimas cuarenta y pico de horas había consistido en el dormitorio y el lavabo contiguo—. Ven, ven.
Me aparté de nuevo, entregándole la pistola a Alem.
—Dejadme correr —dije con agitación. Señalé al lusiano dormido—. No creerán ni por un segundo que ése soy yo. Pueden comunicarse con la doctora para identificarme, siempre que ella no esté en uno de esos deslizadores. —Miré sus rostros amistosos—. Decidles que yo reduje al guardia y os amenacé con un arma...
Pero comprendí que el guardia desmentiría esa versión en cuanto despertara. La complicidad de la familia con mi fuga sería evidente. Miré de nuevo la pistola de dardos, dispuesto a empuñarla. Un estallido de agujas de acero y el soldado dormido no despertaría para delatarme y poner en peligro a estas buenas gentes.
Pero no podía hacerlo. Podía disparar contra un soldado de Pax en una lucha justa —más aún, el furioso torrente de adrenalina que sentía en medio de mi debilidad y mi terror me decía que sería un gran alivio tener esa oportunidad— pero no podría disparar contra un hombre dormido.
Pero no habría lucha justa. Los soldados de Pax con armadura de combate —por no mencionar a esos misteriosos cuatro sujetos de la nave de descenso, que quizá fueran guardias suizos— serían inmunes a los dardos y a todo lo que no fueran las armas de asalto de Pax. La Guardia Suiza sería inmune a éstas. Estaba jodido. Estas buenas gentes estaban jodidas.
Se abrió una puerta trasera y Bin entró en el pasillo, la túnica levantada, mostrando piernas raquíticas cubiertas de polvo. Lo miré, pensando que el niño no obtendría su cruciforme y moriría de cáncer. Era posible que los adultos pasaran la próxima década en una cárcel de Pax.
—Lo lamento —dije, buscando las palabras apropiadas. Oí la conmoción en la calle mientras los soldados se abrían paso en la muchedumbre de peatones.
—Raul Endymion —dijo Dem Loa con su voz suave, entregándome la mochila que habían traído de mi kayak—, por favor, cállate y síguenos. De inmediato.
Había un túnel debajo del piso del pasillo. Yo siempre había creído que los pasadizos ocultos eran típicos de los holodramas, pero seguí a Dem Ria de buena gana. Éramos una extraña procesión: Dem Ria y Dem Loa precediéndome en la empinada escalera, yo llevando la pistola de dardos y acomodándome la mochila sobre la espalda, el pequeño Bin seguido por su hermana Ces Ambre, Alem Mikail Dem Alem cerrando el escotillón. Nadie se quedó atrás. La casa estaba vacía excepto por el lusiano dormido.
La escalera iba más abajo que un subsuelo normal, y al principio creí que las paredes eran de adobe como las de arriba. Luego noté que el pasaje estaba cavado en roca blanda, tal vez piedra arenisca. Veintisiete escalones y llegamos al fondo del pozo vertical. Dem Ria nos condujo por un pasaje angosto iluminado por pálidos globos químicos. Me pregunté por qué esa casa común de clase obrera tenía un pasaje subterráneo.
Como leyéndome la mente, Dem Loa me susurró:
—La Hélice del Espectro de Amoiete exige una comunicación discreta entre todos los hogares. Sobre todo durante la Doble Oscuridad.
—¿Doble Oscuridad? —repetí, agachándome bajo uno de los globos. Ya nos habíamos alejado más de veinte metros del río o canal, y el pasaje aún seguía curvándose a la derecha.
—El lento y doble eclipse del sol por las dos lunas de este mundo —susurró Dem Loa—. Dura precisamente diecinueve minutos. Es la razón primaria por la cual elegimos este mundo... con perdón del retruécano.
—Ah —dije. No comprendía, pero en ese momento no parecía importar—. Los efectivos de Pax tienen sensores para encontrar estos agujeros. Tienen radar profundo para escudriñar la roca. Tienen...
—Sí, sí —dijo Alem detrás de mí—, pero la alcaldesa y los demás los retendrán unos minutos.
—¿La alcaldesa? —repetí estúpidamente. Aún sentía las piernas débiles después de dos días de cama y dolor. Me dolían la espalda y la entrepierna, pero era una molestia menor en comparación con las que había pasado (y lo que había pasado a través de mí).
—La alcaldesa cuestiona el derecho de Pax a investigar —explicó Dem Ria. El pasaje se ensanchó y continuó en línea recta al menos cien metros. Pasamos dos túneles que se bifurcaban. Esto no era un túnel, sino una catacumba—. Pax reconoce la autoridad de la alcaldesa en Childe Lamond —susurró. Las sedosas túnicas azules de los cinco miembros de la familia también susurraban contra la piedra arenisca mientras descendíamos por el pasaje—. Todavía tenemos ley y tribunales en Vitus-Gray-Balianus B, así que no se les permiten derechos ilimitados de inspección y captura.
—Pero pedirán permiso a cualquier autoridad que sea necesaria —respondí, tratando de seguirles el paso. Llegamos a otra bifurcación y doblaron a la derecha.
—Más tarde —dijo Dem Loa—, pero ahora las calles están llenas con todos los colores de la rama Childe Lamond de la Hélice... rojo, blanco, verde, ébano, amarillo... miles de personas de nuestra aldea. Y muchos más vendrán de las acequias cercanas. Nadie revelará en qué casa te retenían. Hemos alejado al padre Clifton con una treta, así que él no podrá ayudar a las tropas de Pax. Los nuestros han retenido a la doctora Molina en Keroa Tambat, así que ahora no está en contacto con sus superiores. Y tu guardia dormirá por lo menos otra hora más. Por aquí.
Doblamos a la izquierda, cogimos un pasaje más ancho, nos detuvimos ante la primera puerta que veíamos, esperamos a que Dem Ria la abriera con su palma y entramos en un espacio amplio y resonante. Estábamos en una escalera de metal que descendía a lo que parecía ser un garaje subterráneo, con media docena de vehículos largos y esbeltos con ruedas enormes, alas de popa, velas y pedales, reunidos por los colores primarios. Parecían carretas con elásticos delgados; obviamente usaban viento y energía muscular, y tenían cubiertas de madera, telas poliméricas brillantes y pérspex.
—Eolociclos —dijo Ces Ambre.
Varios hombres y mujeres con túnica verde esmeralda y botas altas preparaban tres carretas para la partida. Mi kayak estaba amarrado en la parte trasera de una de ellas.
Todos bajaron por la resonante escalera, pero yo me paré en seco. Mi detención fue tan abrupta que Bin y Ces Ambre casi tropezaron conmigo.
—¿Qué pasa? —preguntó Alem Mikail.
Yo me había calzado la pistola en el cinturón y abrí las manos.
—¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué todos ayudan? ¿Qué está pasando?
Dem Ria retrocedió un paso y se apoyó en la baranda de la escalera. Sus ojos eran tan brillantes como los de su hija.
—Si te capturan, Raul Endymion, te matarán.
—¿Cómo lo sabéis? —pregunté. Hablé en voz baja, pero la acústica del garaje subterráneo era tan eficiente que los hombres y mujeres de verde me miraron desde abajo.
—Hablaste en sueños —dijo Dem Loa.
Ladeé la cabeza sin entender. Yo había soñado con Aenea y nuestra conversación. ¿Qué podía significar eso para esta gente?
Dem Ria subió un escalón, dio un paso y me tocó la muñeca.
—La Hélice del Espectro de Amoiete ha anunciado a esa mujer, Raul Endymion. La mujer llamada Aenea. Nosotros la llamamos La Que Enseña.
Se me puso la carne de gallina en la gélida luz de ese lugar sepultado. El viejo poeta, el tío Martin, había hablado de mi joven amiga como una mesías, pero su cinismo impregnaba todo lo que él decía o hacía. La gente de Taliesin Oeste respetaba a Aenea, pero de ahí a creer que esta adolescente fuera realmente una figura histórica... Y la niña y yo habíamos hablado de ello en la vida real y en mis sueños de ultramorfina pero... por Dios, yo me encontraba en un mundo que estaba a veintenas de años-luz de Hyperion y a infinita distancia de la Nube Magallánica Menor donde estaba escondida la Vieja Tierra. ¿Cómo podía esta gente...?
—Halpul Amoiete conocía la existencia de La Que Enseña cuando compuso la
Sinfonía de la Hélice
—dijo Dem Loa. Todas las gentes del Espectro descendían de razas empáticas. La Hélice era y es un modo de refinar esa capacidad de empatía.
Sacudí la cabeza.
—Lo lamento. No entiendo...
—Entiende esto, Raul Endymion —dijo Dem Ria, apretándome la muñeca hasta hacer que doliera—. Si no huyes de este lugar, Pax se adueñará de tu alma y de tu cuerpo. Y La Que Enseña necesita ambas cosas.
Miré a la mujer, pensando que bromeaba, pero vi que me hablaba con toda seriedad.
—Por favor —dijo el pequeño Bin, tironeándome con su manita—. Por favor, Raul, apresúrate.
Bajé la escalera. Uno de los hombres de verde me entregó una túnica roja. Alem Mikail me ayudó a plegarla y acomodarla sobre mi ropa. Envolvió la túnica con rápidos movimientos. Yo nunca habría podido plegarla correctamente. Vi con asombro que toda la familia —las dos mujeres, la adolescente Ces Ambre, el pequeño Bin— se habían quitado sus túnicas azules y se ponían túnicas rojas. Entonces noté que me había equivocado al pensar que se parecían a los lusianos. Aunque eran bajos y musculosos, eran totalmente proporcionados. Los adultos no tenían vello ni cabello. En cierto modo, esto volvía más atractivos sus cuerpos compactos y saludables.
Le ofrecí la pistola de dardos a Alem, pero él me sugirió que la conservara y me mostró cómo guardarla en una de las muchas fajas de la larga túnica carmesí. Recordé que no tenía armas en mi mochila —salvo el cuchillo navajo y la linterna láser— y asentí con gratitud.
Monté con las mujeres y los niños en la parte trasera del eolociclo que llevaba mi kayak y nos cubrieron con una tela roja. Tuvimos que agazaparnos cuando nos pusieron encima una segunda capa de tela, algunos tablones de madera y varios cestos y toneles. Apenas pude distinguir un destello de luz entre la puerta trasera y la cubierta. Oí pasos en la piedra mientras Alem iba al frente y subía a una de las dos sillas de pedaleo. Otro hombre, también con túnica roja, montó en el asiento del otro flanco.
Con los mástiles bajos y las velas plegadas, salimos del garaje por una larga rampa.
—¿Adonde vamos? —le pregunté a Dem Ria, quien estaba a mi lado. La madera olía como cedro.
—Al arco teleyector de río abajo.
Pestañeé.
—¿Conocéis su existencia?
—Te dieron droga de la verdad —susurró Dem Loa desde el otro lado de una caja—. Hablaste en sueños.
Bin estaba junto a mí en la oscuridad.
—Sabemos que La Que Enseña te ha enviado en una misión —dijo, casi con felicidad—. Sabemos que debemos llevarte hasta el próximo arco. —Acarició el kayak—. Ojalá pudiera ir contigo.
—Esto es demasiado peligroso —jadeé, notando que la carreta salía del túnel. La luz del sol iluminó la tela. La carreta se detuvo un segundo mientras los dos hombres subían el mástil y desplegaban la vela. Con «demasiado peligroso» me refería a que ellos me llevaran al teleyector, no a la misión en que me había enviado Aenea—. Si ellos saben quién soy, estarán vigilando el arco.