Aun la elección de una nave había sido un problema. Pax Mercantilus mantenía una pequeña flota de costosas lanzaderas ejecutivas, pero Isozaki sospechaba que a pesar de sus intentos de eliminar los dispositivos de espionaje, todas estaban comprometidas. Para esta cita había pensado en desviar un carguero de Mercantilus que circulaba por las rutas comerciales entre cúmulos orbitales, pero sospechaba que sus enemigos —el Vaticano, el Santo Oficio, los servicios de inteligencia de Pax, el Opus Dei, los rivales internos de Mercantilus y muchos otros— estaban dispuestos a plantar esos dispositivos en toda la vasta flota comercial de Mercantilus.
Al final, Kenzo Isozaki se había disfrazado, había ido a los embarcaderos públicos del Torus, había comprado un antiguo saltador asteroidal y había pedido a la IA ilegal de su comlog que condujera la nave hacia la eclíptica. Durante el viaje, su nave fue detenida seis veces por patrullas de seguridad y puestos de Pax, pero el saltador tenía licencia, había rocas en el sitio al que él se dirigía —explotadas una y otra vez, por cierto, pero aun así destinos legítimos para un minero desesperado— y lo dejaron pasar sin interrogatorios personales.
Todo esto le parecía una melodramática pérdida de su valioso tiempo. Habría recibido a su contacto en su oficina del Torus si su contacto hubiera aceptado. El contacto no había aceptado, e Isozaki tuvo que admitir que habría viajado hasta Aldebarán para esta reunión.
Treinta y dos horas después de dejar el Torus, el saltador anuló su campo de contención interna, vació su tanque de alta gravedad y lo despertó. El ordenador de la nave era demasiado estúpido para hacer algo más que darle coordenadas y lecturas sobre las rocas locales, pero la IA ilegal del comlog escrutó la región en busca de naves —apagadas o activas— y declaró que esa esfera del sistema del espacio de Pacem estaba vacía.
—¿Y cómo ha llegado aquí si no hay nave? —masculló Isozaki.
—El único modo es por medio de una nave, señor —dijo la IA—. A menos que ya esté aquí, lo cual parece improbable, dado que...
—Silencio —ordenó Kenzo Isozaki. Se sentó en la penumbra de la burbuja de mando del saltador, impregnada de olor a lubricante, y observó el asteroide que estaba a medio kilómetro. El saltador y el asteroide coincidían en sus giros, así que lo que parecía moverse era el campo estelar de Pacem. Aparte del asteroide, allí no había más que vacío, radiación dura y frío silencio.
De pronto sonó un golpe en la puerta externa de la cámara de presión.
Mientras se realizaban estos desplazamientos de tropas, mientras grandes flotas de naves negras abrían agujeros en el continuo espacio-temporal del cosmos, en el preciso instante en que el gran inquisidor de la Iglesia fue despachado a Marte y el máximo ejecutivo de Pax Mercantilus asistía a una cita secreta en el espacio con un interlocutor no humano, yo yacía en cama con un dolor tremendo en la espalda y el vientre.
El dolor es interesante y desconcertante. Pocas cosas en la vida nos exigen una atención tan excluyente, y pocas cosas son más aburridas como tema de conversación o lectura.
Este dolor era totalmente absorbente. Quedé asombrado por su carácter implacable y dominante. Durante las horas de dolor que había sufrido y sufriría, intenté concentrarme en mi entorno, pensar en otras cosas, tratar con la gente que me rodeaba, incluso hacer sencillas tablas de multiplicación en mi cabeza, pero el dolor se introducía en todos los compartimientos de mi conciencia como acero fundido en las fisuras de un crisol rajado.
Percibía vagamente estas cosas: estaba en un mundo que mi comlog identificaba como Vitus-Gray-Balianus B y el dolor me había atacado cuando tomaba agua de una fuente; una mujer vestida con túnica azul, con las uñas de los pies pintadas de azul, había llamado a otras personas vestidas de azul y esas personas me habían llevado a la casa de adobe donde seguí combatiendo el dolor en una cama mullida; había varias personas más en la casa, otra mujer con un vestido azul y un pañuelo en la cabeza, un hombre más joven que también usaba túnica azul y turbante, por lo menos dos niños, también vestidos de azul; esas generosas personas no sólo habían tolerado mis gemidos de disculpa y mis gemidos de dolor, sino que me hablaban constantemente, me acariciaban, me ponían compresas húmedas en la frente, me habían quitado las botas, los calcetines y el chaleco, y seguían susurrándome palabras alentadoras en su suave dialecto mientras yo intentaba conservar la dignidad en medio de las punzadas que sentía en la espalda y el abdomen.
Varias horas después —vi por la ventana que el cielo azul se había puesto rosado— la mujer que me había encontrado cerca de la fuente dijo:
—Ciudadano, hemos pedido ayuda al sacerdote misionero y él ha ido a buscar un médico en la base de Pax de Bombasino. Por alguna razón, todos los deslizadores y demás aeronaves de Pax están ocupados, así que el sacerdote y el médico, siempre que el médico venga, deben viajar cincuenta pujos río abajo, pero con suerte estarán aquí antes del amanecer.
Yo no sabía cuánto era un pujo ni cuánto se tardaba en recorrer cincuenta, ni siquiera cuánto duraba la noche en ese mundo, pero la idea de que podía haber un final para mi sufrimiento bastó para hacerme lagrimear.
—Por favor —susurré sin embargo—, ningún doctor de Pax.
La mujer me apoyó dedos frescos en la frente.
—Es preciso. Ya no hay médico en Lamonde. Tememos que mueras sin ayuda médica.
Gemí y rodé en la cama. El dolor me atravesó como un alambre caliente. Un médico de Pax sabría de inmediato que yo era un forastero y presentaría un informe a la policía o los militares —siempre que el «cura misionero» no lo hubiera hecho ya— y seguramente me interrogarían y detendrían. Mi misión para Aenea terminaba prematuramente y con un fracaso. Cuando el viejo poeta, Martin Silenus, me había enviado en esta odisea cuatro años y medio antes, había brindado con champán: «Por los héroes.» Si hubiera sabido cuan lejos de la realidad estaba ese brindis... Tal vez lo sabía.
La noche pasó con glacial lentitud. Varias veces las dos mujeres pasaron a mirarme y los niños, con batas azules que quizá fueran ropa de dormir, se asomaron varias veces desde el pasillo oscuro. No usaban toca y vi que la niña tenía el cabello rubio, como Aenea cuando nos habíamos conocido, cuando ella tenía casi doce años y yo veintiocho. El niño —menor que la niña, que debía ser su hermana— se veía especialmente pálido y tenía la cabeza rapada. Cada vez que se asomaba, movía los dedos en un tímido saludo. Entre las oleadas de dolor, yo devolvía el saludo débilmente pero, cada vez que abría los ojos para mirar, el niño se había ido.
El médico no había llegado al amanecer, y me venció la desesperanza. No podía resistir este terrible dolor una hora más. Sabía por instinto que si las amables personas de esa casa tuvieran un analgésico me lo habrían dado. Había pasado la noche tratando de pensar en las cosas que llevaba en el kayak, pero los únicos medicamentos eran desinfectante y aspirinas. Estas no servirían de nada contra esta marejada de dolor.
Decidí resistir otros diez minutos. Me habían quitado el comlog de pulsera y lo habían puesto en un reborde de adobe cerca de la cama, pero yo no había pensado en medir las horas de la noche con él. Logré recobrarlo, mientras el dolor me traspasaba como un alambre candente, y me lo puse en la muñeca. Le susurré a la IA de la nave:
—¿La función biomonitora aún está activada?
«Sí», dijo el brazalete.
—¿Me estoy muriendo?
«Los signos vitales no son críticos —dijo la nave con su voz inexpresiva—. Pero has sufrido un shock. La presión sanguínea...» Siguió enumerando datos técnicos hasta que le ordené que se callara.
—¿Has deducido qué me ha causado esto? —jadeé. Oleadas de náusea seguían al dolor. Ya había vomitado todo lo que contenía mi estómago, pero las arcadas me doblaban el cuerpo.
«No es incoherente con un ataque de apendicitis», dijo el comlog.
—Apendicitis... ¿Tengo apéndice? —le susurré al brazalete. Esos órganos inservibles se habían eliminado genéticamente tiempo atrás.
«Negativo —dijo el comlog—. Sería muy raro, a menos que fueras un aventurero genético. Las probabilidades en contra...»
—Silencio —susurré.
Las dos mujeres de túnica azul entraron con otra mujer, más alta y delgada, obviamente nacida en otro mundo. Llevaba un mono oscuro con el emblema de la cruz y el caduceo del cuerpo médico de la flota de Pax en el hombro izquierdo.
—Soy la doctora Molina —dijo, abriendo un maletín negro—. Todos los deslizadores de la base realizan maniobras y tuve que venir en bote con el joven que me fue a buscar. —Puso un adhesivo de diagnóstico en mi pecho desnudo y otro en mi vientre—. Y no te halagues pensando que vine hasta aquí por ti... Uno de los deslizadores de la base se estrelló cerca de Keroa Tambat, ochenta kilómetros al sur, y tengo que atender a los tripulantes heridos mientras esperan la evacuación. Nada grave, sólo magulladuras y una pierna rota. No querían retirar un deslizador de las maniobras sólo para eso. —Extrajo un adminículo del maletín y verificó si los adhesivos transmitían—. Y si eres uno de esos espaciales de Mercantilus que desertaron en el puerto hace unas semanas, no creas que podrás sacarme drogas ni dinero. Viajo con dos guardias de seguridad y están esperando fuera. —Se puso unos auriculares—. ¿Cuál es el problema?
Sacudí la cabeza, apreté los dientes cuando una oleada de dolor me desgarró la espalda. Cuando pude, respondí:
—No sé, doctora... mi espalda... náuseas...
Ella me ignoró mientras revisaba el adminículo. Se inclinó y me palpó el lado izquierdo del abdomen.
—¿Eso duele?
Contuve un grito.
—Sí —dije cuando pude hablar.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y se volvió hacia la mujer de azul que me había salvado.
—Dígale al sacerdote que me fue a buscar que traiga el maletín más grande. Este hombre está totalmente deshidratado. Necesitamos una intravenosa. Cuando esté lista le administraré la ultramorfina.
Comprobé lo que sabía desde mi infancia, cuando vi a mi madre morir de cáncer: al margen de la ideología y la ambición, más allá del pensamiento y la emoción, sólo había dolor. Y salvación del dolor. En ese momento habría hecho cualquier cosa por esa ruda y parlanchina doctora de la flota.
—¿Qué es? —le pregunté mientras ella preparaba un frasco y tubos—. ¿De dónde viene este dolor? —Ella tenía en la mano una anticuada jeringa y la estaba llenando con un pequeño frasco de ultramorfina. Si me decía que había contraído una enfermedad fatal y moriría antes del anochecer, no me importaría con tal de que me inyectara el calmante.
—Cálculo renal —dijo la doctora Molina.
Debo haber mostrado mi incomprensión, pues continuó:
—Una piedrecita en el riñón... demasiado grande para pasar... tal vez hecha de calcio. ¿Ha tenido problemas para orinar en los últimos días?
Traté de recordar. Últimamente había bebido poca agua y había atribuido los ocasionales dolores a ese hecho.
—Sí, pero...
—Cálculo renal —repitió, frotándome la muñeca izquierda—. Sentirás un pinchazo. —Insertó la aguja intravenosa y la pegó en su sitio. El pinchazo de la aguja se perdió en la cacofonía de dolor de mi espalda. Extendió el tubo intravenoso y adhirió la jeringa a una punta—. Esto tardará un minuto en surtir efecto. Pero debería eliminar la incomodidad.
Incomodidad
. Cerré los ojos para que nadie viera mis lágrimas de alivio. La mujer que me había encontrado junto a la fuente me cogió la mano.
Un minuto después el dolor comenzó a menguar, y su ausencia fue más que bienvenida. Era como si un ruido enorme y terrible se hubiera apagado y ahora pudiera pensar. Recobré el juicio en cuanto el sufrimiento alcanzó los niveles que yo conocía por las heridas de cuchillo y los huesos rotos. Esto era algo que podía afrontar reteniendo mi dignidad y mi identidad. La mujer de azul me acariciaba la muñeca mientras la ultramorfina surtía efecto.
—Gracias —dije con mis labios secos y cuarteados, estrujándole la mano—. Y gracias a usted, doctora Molina.
La doctora Molina se inclinó sobre mí, acariciándome las mejillas.
—Dormirás un rato, pero primero necesito algunas respuestas. No te duermas sin hablar conmigo.
Asentí.
—¿Cómo te llamas?
—Raul Endymion. —Comprendí que no podía mentirle. Debía haber puesto droga de la verdad en el tubo intravenoso.
—¿De dónde eres, Raul Endymion? —Sostenía el dispositivo de diagnóstico como un grabador.
—Hyperion. El continente de Aquila. Mi clan era...
—¿Cómo llegaste a Childe Lamonde en Vitus-Gray-Balianus B, Raul? ¿Eres uno de los espaciales que desertó del carguero de Mercantilus el mes pasado?
—Kayak —me oí decir mientras todo empezaba a distanciarse. Una gran calidez me invadió, casi indistinguible de la sensación de alivio—. Remé río abajo en el kayak. Atravesé el teleyector. No, no soy uno de los espaciales...
—¿Teleyector? —repitió la doctora con asombro—. ¿Qué significa que atravesaste el teleyector, Raul Endymion? ¿Quiere decir que pasaste debajo remando, como nosotros? ¿Que pasaste junto a él viajando río abajo?
—No —respondí—. Lo atravesé. Viniendo de otro mundo.
La doctora miró a la mujer de azul y se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Atravesaste el teleyector para venir de otro mundo? ¿Quieres decir que... funciona? ¿Que te teleyectó hacia aquí?
—Sí.
—¿Desde dónde? —preguntó la médica, palpándome el pulso con la mano izquierda.
—Vieja Tierra. Vine de la Tierra.
Floté jubilosamente, libre del dolor, mientras la doctora salía al pasillo para hablar con las mujeres. Oí jirones de conversación.
—Mentalmente desequilibrado, es obvio —decía la doctora—. No pudo haber atravesado el... ilusiones de Vieja Tierra... tal vez uno de esos espaciales, drogado...
—Me alegrará hospedarlo —dijo la mujer de túnica azul—. Lo cuidaré hasta...
—El sacerdote y un guardia se quedarán aquí... —dijo la doctora— Cuando el deslizador médico vaya a Keroa Tambat nos detendremos aquí para recogerlo mientras regresamos a la base... mañana o pasado mañana... no deje que se vaya... tal vez la policía militar desee...
Meciéndome en la creciente ola de júbilo provocada por la ausencia de dolor, me dejé arrastrar por la corriente hacia los brazos del sueño.