El ascenso de Endymion (48 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Trabajo esclavo —dije.

—Exacto.

Había pasado sólo tres meses estándar en Alianza Maui. Allí había conocido a Theo Bernard.

—¿Una rebelde pagana? —pregunté.

—Una fugitiva cristiana —corrigió Aenea—. Había ido a Alianza Maui como colona. Huyó de las colonias y se unió a los siristas.

Fruncí el ceño sin darme cuenta.

—¿Lleva cruciforme? —pregunté. Los cristianos renacidos todavía me ponían nervioso.

—Ya no.

—¿Pero cómo...? —Yo no conocía ningún modo de liberarse del cruciforme, salvo el ritual secreto de la excomunión, que sólo la Iglesia cristiana podía realizar.

—Te lo explicaré luego —dijo Aenea. Antes de concluir su relato, usaría esta frase varias veces.

Después de Alianza Maui, Aenea, A. Bettik y Theo Bernard se habían teleyectado a Vector Renacimiento.

—¡Vector Renacimiento! —exclamé. Era un baluarte de Pax. Casi nos habían derribado allí. Era un mundo hiperindustrializado, lleno de ciudades, fábricas robot y centros de Pax.

—Vector Renacimiento.

Aenea sonrió. No había sido fácil. Habían tenido que disfrazar a A. Bettik de víctima de quemaduras, con una máscara de carne sintética. Él se había sentido incómodo durante los seis meses que habían permanecido allí.

—¿Qué hiciste allí? —pregunté. Me costaba imaginar a mi amiga y sus acompañantes ocultos en la atestada ciudad-mundo que era Vector Renacimiento.

—Sólo un trabajo —dijo Aenea—. Trabajamos en la nueva catedral de San Mateo, en Da Vinci.

Tardé un minuto en recobrarme.

—¿Trabajaste en una catedral? ¿Una catedral de Pax? ¿Una iglesia cristiana?

—Por supuesto. Trabajé con algunos de los mejores albañiles, vidrieros, constructores y artesanos del oficio. Al principio fui aprendiz, pero antes de partir era asistente del maestro que trabajaba en la nave de la iglesia.

Sacudí la cabeza.

—¿Y tuviste círculos de discusión?

—Sí. En Vector Renacimiento recibimos más gente que en los demás mundos. Miles de alumnos.

—Me asombra que no te delataran.

—Me delataron. Pero no fue un alumno. Uno de los vidrieros nos denunció a la guarnición de Pax. A. Bettik, Theo y yo apenas logramos escapar.

—Por teleyector.

—Sí... por teleyector —dijo Aenea. Sólo mucho tiempo después comprendí que había titubeado.

—¿Y otros partieron contigo?

—No conmigo. Pero cientos se teleyectaron a otras partes.

—¿Adonde? —pregunté desconcertado.

Aenea suspiró.

—¿Recuerdas nuestra discusión, Raul? ¿Recuerdas cuando dije que Pax pensaba que yo era un virus? ¿Y que tenían razón?

—Sí.

—Bien, estos alumnos míos también portan el virus. Tenían sitios adonde ir. Lugares que infectar.

La letanía de mundos y trabajos continuó. Tres meses en Patawpha, donde había usado su experiencia en casas arbóreas para construir mansiones en las ramas y troncos entrelazados que crecían en los vastos pantanos. Cuatro meses en Amritsar, donde había trabajado estándar en las tiendas del desierto y los lugares de reunión de los grupos nómades de sijs y sufíes que recorrían las verdes arenas.

—Allí conociste a Rachel.

—Así es.

—¿Cuál es el apellido de Rachel? Ella no me lo dijo.

—Tampoco me lo ha dicho a mí —dijo Aenea, y continuó con su relato.

Desde Amritsar, ella, A. Bettik y sus dos amigas se teleyectaron a Groombridge Dyson D. La terraformación de este mundo había fracasado durante la Hegemonía; la menguante cantidad de colonos había abandonado los glaciales de metano y amoníaco y los huracanes de cristal de hielo para recluirse en biodomos y cobertizos orbitales. Pero los pobladores —la mayoría ingenieros musulmanes sumías del fallido Proyecto de Recuperación Genética Transafricano— se negó a morir durante la Caída, y terminó terraformando Groombridge Dyson D hasta convertirlo en una tundra lapona con aire respirable y flora y fauna terrícola adaptada, incluidos lanosos mamuts que vagaban por las serranías ecuatoriales. Los millones de hectáreas de pastos eran perfectos para los caballos —caballos de Vieja Tierra como los que habían desaparecido durante las Tribulaciones, antes del colapso del mundo natal—, así que los diseñadores genéticos tomaron el material de la nave sembradora y criaron caballos por miles, luego por decenas de miles. Grupos nómadas recorrían los llanos del continente meridional, viviendo en una suerte de simbiosis con los grandes rebaños, mientras los granjeros y habitantes de las ciudades se mudaban a las altas colinas del ecuador. Allí había depredadores violentos, liberados durante siglos de experimentación ARN acelerada y autodirigida: carroñeros imitantes y espantos nocturnos, serpientes de treinta metros de longitud descendientes de las del Mar de Hierba de Hyperion, tigres monteses de Fuji, lobos inteligentes y osos pardos con Cl incrementado.

Los humanos tenían la tecnología para extinguir a esas fieras en un año o menos, pero los residentes de ese mundo escogieron otro camino: los nómadas correrían sus riesgos con los depredadores, protegiendo las manadas de caballos, mientras los habitantes de las ciudades construían una muralla, una muralla única que al fin tendría cinco mil kilómetros de longitud. Los agrestes parajes de las serranías quedarían separados de las sabanas donde vivían los caballos y de los bosques del sur. Y la muralla sería algo más que una muralla. Se convertiría en la gran ciudad lineal de Groombridge Dyson D, con treinta metros de altura en su parte más baja, con almenas erizadas de mezquitas y minaretes, con una calzada tan ancha como para permitir el cómodo tránsito de tres carruajes.

Los colonos eran pocos y estaban demasiado ocupados en otros proyectos para dedicarse totalmente a la muralla, pero programaron robots y descargaron androides de las bóvedas de la nave sembradora para llevar a cabo el trabajo. Aenea y sus amigos participaron en el proyecto, trabajando seis meses estándar mientras la pared cobraba forma e iniciaba su inexorable avance por el pie de las serranías y el linde de las llanuras.

—A. Bettik encontró allí a dos de sus hermanos —murmuró Aenea.

—Por Dios —susurré. Casi lo había olvidado. Cuando estábamos en Sol Draconi Septem unos años atrás, sentados al calor de un cubo calefactor en el estudio del padre Glaucus, dentro de un rascacielos que a la vez estaba dentro del glaciar eterno de la atmósfera congelada de ese mundo, A. Bettik había mencionado una de sus razones para participar en nuestra odisea con la niña Aenea: contra toda lógica esperaba encontrar a sus hermanos, tres varones y una mujer. Los habían separado poco después de su período de instrucción en su infancia, si los acelerados años iniciales de un androide podían llamarse «infancia».

—Conque los encontró —dije maravillado.

—A dos de ellos —repitió Aenea—. Uno de los varones, A. Antibe, y la mujer, A. Darria.

—¿Eran como él? —pregunté. El viejo poeta usaba androides en la desierta ciudad de Endymion, pero yo no les había prestado mucha atención. Sucedían demasiadas cosas demasiado deprisa.

—Muy parecidos. Pero también muy diferentes. Tal vez él te cuente más.

Concluyó su historia. Después de seis meses estándar en la ciudad lineal de Groombridge Dyson D, tuvieron que marcharse.

—¿Pax? —pregunté.

—La Comisión de Justicia y Paz, para mayor precisión. No queríamos irnos, pero no teníamos opción.

—¿Qué es la Comisión de Justicia y Paz? —pregunté. Su modo de pronunciar esas palabras me había puesto la carne de gallina.

—Te lo explicaré luego.

—De acuerdo, pero explícame otra cosa ahora.

Aenea asintió.

—Dices que pasaste cinco meses estándar en Ixión. Tres meses en Alianza Maui, seis meses en Vector Renacimiento, tres meses en Patawpha, cuatro meses estándar en Amritsar, seis meses en Groombridge Dyson D...

Aenea asintió.

—¿Y dices que has estado aquí un año estándar?

—Sí.

—Eso suma sólo treinta y nueve meses estándar. Tres años y tres meses estándar.

Ella esperó. Movió levemente las comisuras de la boca, pero comprendí que no iba a sonreír. Más bien parecía que trataba de contener el llanto.

—Siempre fuiste bueno en matemáticas, Raul —dijo al fin.

—Mi viaje duró cinco años de deuda temporal —murmuré—. Eso representa sesenta meses estándar para ti, pero sólo me has hablado de treinta y nueve. ¿Dónde están los veintidós meses que faltan, pequeña?

Vi lágrimas en sus ojos. Le tembló la boca, pero trató de hablar con ligereza.

—Para mí fueron sesenta y dos meses, una semana y seis días estándar —dijo—. Cinco años, dos meses y un día de deuda temporal en la nave, cuatro días de aceleración y desaceleración y ocho días de tiempo de viaje. Olvidaste el tiempo de viaje.

—De acuerdo, pequeña —dije, notando que se alteraba. Le temblaban las manos—. ¿Quieres hablar de esos...? ¿Cuánto era?

—Veintitrés meses, una semana y seis horas.

Casi dos años estándar
, pensé
. Y no quiere contarme lo que sucedió
. Nunca le había visto ejercer un control tan rígido; era como si tratara de combatir físicamente una terrible fuerza centrífuga.

—Hablaremos de ello después —dijo Aenea, señalando el peñasco que estaba al oeste del templo—. Mira.

Apenas pude distinguir unas figuras —bípedas y cuadrúpedas— en el angosto reborde. Estaban a kilómetros de distancia. Caminé hasta mi mochila, cogí los binoculares y estudié esas siluetas.

—Los animales de carga son cigocabras —dijo Aenea—. Los porteadores se contratan en el mercado de Phari y regresarán por la mañana. ¿Ves a algún conocido?

Así era. El rostro azul, envuelto en su capucha, estaba igual que cinco años antes. Me volví hacia Aenea, pero obviamente ella había terminado de hablar sobre sus dos años faltantes. Le permití cambiar de tema una vez más.

Aenea me hizo preguntas, y todavía estábamos hablando cuando llegó A. Bettik. Las mujeres, Rachel y Theo, llegaron minutos después. Una de las esteras
tatami
ocultaba un brasero, cerca de la pared abierta, y Aenea y A. Bettik se pusieron a cocinar para todos. Otros entraron y fueron presentados: los capataces George Tsarong y Jigme Norbu, dos hermanas que estaban a cargo de las tallas de las barandas, Kuku y Kay Se, Gyalo Thondup con su túnica de seda formal, Jigme Taring con ropa de soldado, el monje Chim Din y su maestro, Kempo Ngha Wang Tashi, abad del gompa del Templo Suspendido en el Aire, una monja llamada Donka Nyapso, un agente comercial llamado Tromo Trochi de Dhomu, Tsipon Shakabpa, supervisor de construcción del Dalai Lama, y el célebre escalador y volador Lhomo Dondrub, tal vez el hombre más sorprendente que yo había visto y —descubrí más tarde— uno de los pocos voladores que bebía cerveza o compartía el pan con dugpas, drukpas y drungpas.

La comida consistía en
tsampa
y
momo
, cebada asada que se mezclaba con té y mantequilla de cigocabra, para formar una pasta que se enrollaba en bolas y se comía con otras bolas de pasta ahumada que contenían setas, lengua fría de cigocabra, tocino azucarado y trozos de peras que según me contó A. Bettik eran de los fabulosos jardines de Hsi wang-mu. Más gente entró mientras se repartían los cuencos: Labsang Samten —quien, me susurró A. Bettik, era el hermano mayor del Dalai Lama y hacía tres años que era monje en el templo— y varios drungpas de las grietas boscosas, entre ellos el maestro carpintero Changchi Kenchung con sus largos bigotes encerados, el intérprete Perri Samdup y Rimsi Kyipup, un melancólico obrero de los andamiajes. No todos los monjes que nos visitaron esa noche descendían de viejos colonos chinos o tibetanos. También reían y bebían con nosotros los temerarios constructores Haruyuki Otaki y Kenshiro Endo, los maestros artesanos del bambú Moytek Majer y Janusz Kurtyka, y los fabricantes de ladrillos Kim Byung-Soon y Viki Groselj. Allí estaba Charles Chi-kyap Kempo, alcalde de Jo-kung —la ciudad más cercana—, quien también era chambelán de los funcionarios sacerdotales del templo, miembro del Tsongdu, la asamblea regional de ancianos, y asesor del Yik-Ts-hang, literalmente «Nido de Letras», un cuerpo secreto de cuatro personas que supervisaba el progreso de los monjes y designaba a todos los sacerdotes. Charles Chi-kyap Kempo fue el primero del grupo en dormirse de embriaguez. Chim Din y otros monjes lo alejaron del borde de la plataforma y lo dejaron durmiendo en un rincón.

Había otros —por lo menos cuarenta personas llenaban la pagoda mientras la luz del sol se desvanecía y la luz de Oráculo y otras tres lunas bañaba las nubes—, pero esa noche olvidé sus nombres mientras comíamos
tsampa
y
momo
, bebíamos cerveza a carretadas y las antorchas de Hsuan'k'ung Ssu ardían con esplendor.

Horas después salí a hacer mis necesidades. A. Bettik me indicó el camino hasta los retretes. Había supuesto que se usaba el borde de las plataformas, pero él me aseguró que en un mundo donde las estructuras habitables tenían varios niveles uno encima de otro esto se consideraba de pésima educación. Los retretes estaban construidos en el flanco del peñasco, con tabiques de bambú, y las disposiciones sanitarias consistían en ingeniosos tubos y válvulas que desembocaban en grietas profundas y en tinas talladas en la piedra. Incluso había duchas y agua calentada con energía solar para lavarse.

Después de lavarme las manos y la cara, volví a la plataforma. La brisa helada me ayudó a despejarme. Me quedé con A. Bettik en el claro de luna y miré la reluciente pagoda donde la multitud había formado círculos concéntricos con mi joven amiga en el centro. Las risas y la bulla habían cesado. Uno por uno, los monjes, sacerdotes, constructores, carpinteros, abades, alcaldes y albañiles le hacían preguntas a la joven, y ella respondía.

La escena me recordó una imagen reciente, y tardé sólo un minuto en evocarla: la desaceleración de cuarenta UA en este sistema estelar, mientras la nave me ofrecía holoimágenes del sol tipo G con sus once planetas, sus dos cinturones de asteroides y sus incontables cometas. Aenea era definitivamente el sol de este sistema, y esos hombres y mujeres giraban en su órbita igual que los mundos, asteroides y cometas de la proyección.

Me apoyé en un poste de bambú y miré a A. Bettik.

—Será mejor que se cuide —murmuré, pronunciando cuidadosamente cada palabra— o comenzarán a tratarla como a un dios.

A. Bettik movió apenas la cabeza.

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