Al volverme hacia el norte, veo la mayor montaña de nuestro hemisferio y el límite septentrional de nuestro mundo, pues el risco desaparece bajo nubes de fosgeno pocos kilómetros al norte de aquí: Chomo Lori, «Reina de las Nieves». El ocaso aún alumbra la cima helada de Chomo Lori mientras Oráculo baña sus riscos orientales con una luz más suave.
Más allá de Chomo Lori se yerguen las cumbres de K'un Lun y Phari, y la brecha que las separa se ensancha hasta alcanzar distancias infranqueables al sur de la cablevía que acabamos de cruzar. Doy la espalda al viento norte y miro al sur y al este, siguiendo la sinuosa línea del risco de K'un Lun, imaginando que puedo ver las antorchas doscientos kilómetros al sur, donde la ciudad de Hsi wang-mu, «Reina Madre del Oeste» (el «oeste» está al sudoeste del Reino Medio), alberga unas treinta y cinco mil personas en sus recovecos y fisuras.
Al sur de Hsi wang-mu, con sólo su alta cima visible por encima de los vientos, se eleva el gran pico del monte Koya, donde —según los fieles que viven en sus túneles de hielo— yace Kobo Daishi, el fundador del budismo shingon, sepultado en su tumba de hielo, esperando las condiciones adecuadas antes de emerger de su trance meditativo.
Al este del monte Koya, más allá de la curvatura del mundo, están el monte Kalais, hogar de Kubera, dios hinduista de la riqueza, y de Shiva, a quien evidentemente no le importa estar separado de su falo por más de mil kilómetros de nubosidad. Se dice que en el monte Kalais también vive Parvati, la esposa de Shiva, aunque nadie sabe qué opina de esta separación.
El androide viajó al monte Kalais durante su primer año en este mundo. Dice que es un pico hermoso, uno de los más altos del planeta —más de diecinueve mil metros sobre el nivel del mar—, y lo describe como una escultura de mármol sobre un pedestal de roca estriada. También dice que en la cima del monte Kalais, en campos de hielo donde el viento es tan poco denso que ni se siente, se yergue un templo de aleación de carbono consagrado a la deidad budista de la montaña, Demchog, el «del Supremo Júbilo», un gigante de diez metros de altura, azul como el cielo, envuelto en guirnaldas de cráneos y abrazando felizmente a su consorte mientras baila. A. Bettik dice que la deidad azul se le parece un poco. El palacio está en el centro exacto de la redonda cima, que a su vez está en el centro de un mandala constituido por picos menores, todo ello abrazando el círculo sagrado —el mandala físico— del espacio divino de Demchog, donde los que meditan descubrirán la sabiduría que los liberará del ciclo del sufrimiento.
Desde el mandala de Demchog, dice A. Bettik, y tan al sur que el pico está sepultado bajo glaciares de kilómetros de profundidad, se ve Helgafell, «El salón de hidromiel de los muertos», donde algunos centenares de islandeses que llegaron en tiempos de la Hégira restauraron las costumbres vikingas.
Miro al sudoeste. Si un día pudiera recorrer el arco del Círculo Antártico, me cruzaría, con picos como Gunung Agung, el ombligo del mundo (uno de tantos en T'ien Shan), donde el festival Eka Dasa Rudra está en el año vigesimoséptimo de su ciclo de seiscientos años, y donde se dice que las mujeres balinesas bailan con belleza y gracia insuperables. Más de mil kilómetros al noroeste, en la serranía de Gunung Agung, está Kilimachaggo, donde los moradores de las terrazas superiores desentierran a sus muertos de las fisuras de légamo al cabo de un período decente y suben los huesos más allá de la atmósfera respirable —trepando en dermotrajes cosidos a mano y máscaras de presión— para sepultar nuevamente a sus familiares en el duro hielo que está cerca de los dieciocho mil metros, desde donde los cráneos miran la cima con eterna esperanza.
Más allá de Kilimachaggo, el único pico que conozco por nombre es Croagh Patrick, que tiene fama de no albergar serpientes. Pero, por lo que sé, no hay serpientes en ninguna parte de las Montañas del Cielo.
Miro hacia el noreste. El viento y el frío me apremian, pero aprovecho este minuto final para contemplar nuestro destino. A. Bettik tampoco parece llevar prisa, aunque quizá sea la preocupación por el deslizadero lo que le hace detenerse un instante conmigo.
Al norte y al este, más allá de la abrupta pared de K'un Lun, se encuentra el Reino Medio. Sus cinco picos relucen bajo la luz de farol de Oráculo.
Al norte, la Vía Baja y varios puentes colgantes conducen a la ciudad de Jo-kung y al Sung Shang, el «Altivo», que a pesar de su nombre es el pico más bajo del Reino Medio.
Adelante, unida con el sudoeste sólo por el abrupto risco de hielo donde se encuentra el sinuoso deslizadero, se eleva Hua Shan, la «Montaña de la Flor», la cumbre más occidental del Reino Medio y quizá el más bello de los cinco picos. Desde Hua Shan, los últimos kilómetros de cable unen la Montaña de la Flor con los filosos picos del norte de Jo-kung, donde Aenea trabaja en Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire, situado en una ladera abrupta que mira al norte, hacia Heng Shan, la Sagrada Montaña del Norte.
Doscientos kilómetros al sur una segunda Heng Shan marca el límite del Reino Medio, pero es un mero montículo comparado con las escarpadas paredes, las grandes crestas y el majestuoso perfil de su versión septentrional. Mirando al norte a través de la nevisca arremolinada, recuerdo el momento en que flotaba en la nave del cónsul, entre el noble Heng Shan y el templo, en la primera hora que pasé en este planeta.
Mirando de nuevo al este y al norte, más allá de Hua Shan y el corto pico central de Sung Shan, veo el increíble pico de T'ai Shan, perfilado contra Oráculo a más de trescientos kilómetros. Éste es el Gran Pico del Reino Medio, con 18.200 metros de altura, con su poblado de Tai'an, la Ciudad de la Paz, a 9.000 metros, y su legendaria escalera de 27.000 peldaños, que nace en Tai'an y sube por campos de nieve y paredes de roca hasta el mítico Templo del Emperador de Jade, en la cima.
Sé que más allá de nuestra Montaña Sagrada del Norte se yerguen las Cuatro Montañas de la Peregrinación para los fieles budistas: O-mei Shan al oeste; Chiu-hua Shan, la «Montaña de las Nueve Flores», al sur; Wu-t'ai Shan, la «Montaña de las Cinco Terrazas» con su acogedor Palacio Púrpura, al norte; y la baja pero sutilmente bella P'ut'o Shan al este.
Me tomo unos segundos en este risco castigado por el viento, mirando hacia Jo-kung con la esperanza de ver las antorchas que alumbran el paso de Hsuan'k'ung Ssu, pero las nubes o la niebla enturbian el paisaje y sólo se ve un borrón alumbrado por Oráculo.
Volviéndome hacia A. Bettik, señalo el deslizadero y hago un gesto aprobatorio. Es imposible hablar con este viento.
El androide asiente y saca el trineodúctil de un bolsillo externo de su mochila. Noto que mi pulso se acelera, y no sólo por el esfuerzo, cuando saco mi propio trineo y lo llevo a la plataforma de lanzamiento.
El deslizadero de Tise es rápido. Esta es su atracción, y su mayor peligro.
Todavía hay lugares de Pax, sin duda, donde existe la antigua costumbre del tobogán. En ese deporte, uno se sienta en un trineo de fondo plano y se lanza por una pista de hielo preparada. Esto se parece mucho al deslizadero, salvo que A. Bettik y yo, en vez de un trineo de fondo plano, usamos un trineodúctil, que tiene menos de un metro de largo y se curva como una cuchara. El trineodúctil es más dúctil que un trineo, blando como un envoltorio hasta que usamos la energía de nuestros elevadores para enviar un mensaje piezoeléctrico que endurece la estructura de aluminio. Los trineos se inflan, cobrando forma en pocos segundos.
Aenea me ha contado que antes había cables fijos de carbono-carbono a lo largo del deslizadero, y los viajeros se enganchaban como si fuera una cablevía, usando una argolla especial de baja fricción similar a la polea del cable para no perder velocidad. Así uno podía frenar usando el cable o, si el trineo se desviaba hacia el precipicio, usar el cable como arnés para detenerse. Con ese cable de seguridad habría magulladuras y huesos rotos, pero el cuerpo no volaba por los aires junto con el trineo.
Pero según Aenea los cables no habían funcionado. Costaba mucho trabajo mantenerlos despejados y en funcionamiento. Las repentinas tormentas de hielo los congelaban y alguien que viajaba a ciento cincuenta kilómetros por hora se topaba de pronto con una inamovible lámina de hielo. Ya cuesta bastante mantener despejada la cablevía; los cables fijos del deslizadero habían sido inmanejables.
Así que los deslizaderos se abandonaron. Al menos hasta que adolescentes en busca de emociones y adultos realmente apurados encontraron que nueve veces de cada diez uno podía mantener los trineo-dúctiles en el surco con sólo deslizarse, es decir, usando picos como freno y viajando a poca velocidad. «Poca velocidad» significaba por debajo de los ciento cincuenta kilómetros por hora. Nueve veces de cada diez funcionaba. Si uno era hábil. Y si las condiciones eran perfectas. Y si era de día.
El androide y yo habíamos usado el deslizadero tres veces, una al regresar de Phari con medicamentos que se necesitaban para salvar la vida de una joven y dos para memorizar los recodos y los tramos rectos. Habían sido experiencias excitantes y aterradoras, pero habíamos llegado sanos y salvos. Claro que era de día, no soplaba viento y nos precedían otros viajeros que nos indicaban el camino.
Ahora está oscuro, y la pista reluce perversamente en el claro de luna. La superficie está helada y áspera como piedra. Ignoro si alguien ha recorrido este tramo hoy, o esta semana, si alguien ha revisado las fisuras, superficies débiles, fracturas, hundimientos, rendijas, protuberancias de hielo u otros obstáculos. No sé qué longitud tenían las antiguas pistas de toboganes, pero este deslizadero tiene más de veinte kilómetros, y bordea la abrupta protuberancia Abruzzi, que une el risco de K'un Lun con las cuestas de Hua Shan, aplanándose en los declives del lado oeste de la Montaña de la Flor, kilómetros al sur de la más segura y lenta Vía Baja que desciende desde el norte. Desde Hua Shan, hay sólo nueve kilómetros y tres fáciles tramos de cable hasta el andamiaje de Jo-kung y luego una vivaz caminata por el paso hasta bajar a las escarpadas veredas de Hsuan'k'ung Ssu.
El androide y yo estamos sentados lado a lado como niños esperando un empellón de mamá o papá. Aferro el hombro de mi amigo y le grito a través del material térmico de su capucha y su máscara facial. El viento me arroja hielo en la cara.
—¿Te parece bien que vaya delante? —grito.
El androide mueve el rostro y nuestras mejillas cubiertas de tela se tocan.
—M. Endymion, creo que yo debería ir delante. He recorrido este deslizadero dos veces más que tú.
—¿En la oscuridad?
El androide niega con la cabeza.
—Pocos lo intentan en la oscuridad, M. Endymion. Pero recuerdo muy bien cada curva y tramo recto. Creo que puedo indicarte dónde frenar.
Titubeo sólo un segundo.
—De acuerdo —digo. Le aprieto la mano enguantada.
Con gafas de visión nocturna, esto debería ser tan fácil como un viaje en pleno día... que no es nada fácil. Pero yo perdí mis gafas en mi odisea por los teleyectores; la nave llevaba pares de reemplazo, pero los dejé a bordo. «Trae dos dermotrajes y respiradores», me había dicho Rachel de parte de Aenea. Podría haber mencionado las gafas de visión nocturna.
Se suponía que el viaje de hoy sería una fácil excursión hasta el mercado de Phari, con una noche en la hostería, y un viaje de vuelta con George Tsarong, Jigme Norbu y una larga hilera de porteadores, cargando el pesado material para la construcción.
Tal vez mi reacción ante la noticia del aterrizaje de Pax sea exagerada. Demasiado tarde. Aunque diéramos la vuelta, el regreso por las líneas fijas de K'un Lun sería tan problemático como este descenso. O eso trato de creer.
A. Bettik mete su martillo de hielo de 38 centímetros en el nudo del brazalete del brazo izquierdo; luego prepara su hacha normal de 75 centímetros. Sentado en el trineodúctil, empuño mi martillo con la mano izquierda y arrastro mi hacha más larga con la mano derecha; le hago otra seña aprobatoria a A. Bettik y él parte en el claro de luna, girando una vez, equilibrando expertamente el trineo con su martillo corto, haciendo volar astillas, y luego saltando sobre el borde y perdiéndose de vista durante unos segundos. Espero hasta dejar un intervalo de diez metros —suficiente para evadir la espuma de hielo de su trineo, pero también para verlo bajo la luz naranja de Oráculo— y arranco.
Veinte kilómetros. A una velocidad media de ciento veinte kilómetros por hora, deberíamos recorrerla en diez minutos. Diez minutos de frío, adrenalina, tensión, terror palpitante y estado de alerta.
El androide es brillante. Gira perfectamente en cada recodo, llega a las curvas de tal modo que su apogeo —y el mío unos segundos después— está justo en el linde de la barranca helada, sale del recodo a la velocidad correcta para el próximo tramo recto, se desliza por la rampa helada tan rápido que la visión se borronea. El golpeteo sube por mi espalda duplicando y triplicando la visión, el traqueteo me hace doler la cabeza, y hay un nuevo borrón cuando vuelan astillas de hielo, creando brillantes aureolas en el claro de luna, mientras las quietas estrellas giran sobre nosotros, estrellas brillantes que compiten con el fulgor de Oráculo y el resplandor de las lunas asteroidales. Frenamos y rebotamos y nos elevamos de nuevo, haciendo un brusco giro a la izquierda que me quita el aliento, entrando en un giro más brusco, luego saltando y volando por un tramo recto tan empinado que parece caída libre. Por un minuto miro las nubes de fosgeno iluminadas por la luna, verdes como gas mostaza, y luego ambos entramos en una serie de espirales, de hélices de ADN, nuestros trineos vacilando en el borde de cada barranco de modo que dos veces mi hacha muerde el aire helado, pero ambas veces volvemos a caer y emerger, escupidos como bólidos, dos balas de rifle disparadas encima del hielo. Saltamos otra vez, aceleramos en un tramo recto, corremos por los ocho kilómetros de una pared de hielo en Abruzzi, la pared del deslizadero como suelo, mi hacha arrojando astillas al espacio vertical mientras nuestra velocidad aumenta, cada vez más, se convierte en algo más que velocidad mientras el aire frío me azota la máscara y el abrigo y los guantes y las botas hasta congelar la carne y cortar el músculo. Siento la piel helada de las mejillas estirándose bajo la máscara térmica mientras sonrío como un idiota, un rictus de terror y de pura exaltación, brazos y manos ajustándose constante, automática, instantáneamente al ritmo del hacha y del martillo.