De pronto A. Bettik vira a la izquierda, arrancando astillas al hundir ambas hachas. No tiene sentido. Semejante maniobra nos hará salir despedidos de la pared interna, la pared vertical, hacia el aire negro. Pero confío en él y tomo la decisión en menos de un segundo; clavo mi hacha grande, golpeando con el martillo, sintiendo el corazón en la garganta mientras patino de costado y amenazo con deslizarme a la derecha en vez de a la izquierda, a punto de salir girando del reborde de hielo a ciento cuarenta kilómetros por hora, pero me estabilizo y sobrevuelo un agujero donde habríamos caído de no ser por este abrupto desvío, aterrizando en un reborde de seis u ocho metros de anchura, un escotillón para la muerte. A. Bettik rebota en la pared interna, coge la pista haciendo chisporrotear el hacha en el claro de luna y continúa su descenso por el Abruzzi hacia la serie final de curvas que conducen a las cuestas de hielo de Hua Shan.
Y lo sigo.
En la Montaña de la Flor, ambos estamos demasiado helados y conmovidos y nos quedamos en el trineo varios minutos. Luego, juntos, nos ponemos de pie, conectamos a tierra las cargas piezoeléctricas de los trineos, las desactivamos y las guardamos en las mochilas. Rodeamos en silencio la protuberancia de Hua Shan, yo asombrado por los reflejos y el coraje de A. Bettik, él en un silencio que espero fervientemente no sea enfado por mi precipitada decisión de regresar por este camino.
Los últimos tres tramos en cablevía son un anticlímax, sólo notables por la belleza del claro de luna en los picos y riscos, y por la dificultad que tengo para cerrar los dedos sobre las argollas de freno.
El resplandor de las antorchas de Jo-kung es agradable después de esas cuestas desérticas, pero eludimos los andamiajes principales y cogemos las escaleras que bajan al paso. Pronto nos rodea la oscuridad de la ladera norte, interrumpida por las antorchas de la alta vereda de Hsuan'k'ung Ssu. Corremos durante el último kilómetro.
Llegamos cuando Aenea inicia su sesión del atardecer. Hay cien personas en la pequeña pagoda. Ella mira por encima de las cabezas de la gente, ve mi rostro, le pide a Rachel que inicie la conversación y se acerca a la ventosa puerta donde aguardamos A. Bettik y yo.
Admito que estaba confundido y deprimido cuando llegué a las Montañas del Cielo. Dormí en fuga criogénica durante tres meses y dos semanas. Pensaba que no había sueños en la fuga criogénica, pero me equivocaba. Tuve pesadillas casi todo el viaje y desperté desorientado y aprensivo.
El punto de traslación estaba a sólo diecisiete horas, pero en el sistema T'ien Shan tuvimos que trasladarnos de C-plus más allá del último planeta y desacelerar dentro del sistema durante tres días completos. Corrí por las cubiertas, subí y bajé la escalera de caracol, salí al balcón. Quise convencerme de que estaba tratando de poner mi pierna en forma —aún me dolía, aunque la nave afirmaba que el autodoc la había curado—, pero sabía que estaba tratando de desahogarme. Creo que nunca había sentido tanta ansiedad.
La nave insistía en contarme todos los detalles acerca de este sistema estelar: estrella amarilla tipo G, blablablá —bien, eso estaba a la vista—, once mundos, tres gigantes gaseosos, dos cinturones de asteroides, alto porcentaje de cometas en el sistema interior, blablablá. Sólo me interesaba T'ien Shan, y me senté en el holofoso alfombrado para verlo crecer. Era un mundo brillante. Cegadoramente brillante. Una perla rutilante en el espacio negro.
«Lo que estás viendo es la capa permanente de nubes —ronroneaba la nave—. El albedo es impresionante. Hay nubes más altas. ¿Ves esos remolinos de tormentas en la parte inferior derecha del hemisferio diurno? ¿Esos cirros altos que proyectan sombras cerca del casquete polar ártico? Son las nubes que determinan la meteorología de las zonas habitadas.»
—¿Dónde están las montañas? —pregunté.
«Allá —dijo la nave, sobrevolando una sombra gris en el hemisferio norte—. Según mis viejos mapas, hay un gran pico en los confines septentrionales del hemisferio oriental, Chomo Lori, la "Reina de las Nieves". ¿Ves esas estrías al sur? ¿Ves que se aglomeran hasta pasar el ecuador y luego se propagan cada vez más hasta desaparecer en las masas nubosas del polo sur? Son los dos grandes macizos centrales, Phari y K'un Lun. Fueron las primeras cordilleras habitadas del planeta y son excelentes ejemplos de la violenta erupción cretácea que derivó en...»
Blablablá. Y yo sólo podía pensar en Aenea, Aenea, Aenea.
Era extraño entrar en un sistema sin naves de Pax, sin defensas orbitales, sin bases lunares, ni siquiera una base en el centro de esa gigantesca luna redonda —que parecía un balazo en medio de una esfera anaranjada y lisa—, sin registros de estelas Hawking ni emisiones de neutrinos ni lentes gravitatorias ni rastros de naves Bussard, ningún indicio de alta tecnología. La nave dijo que había algunas emisiones de microondas en ciertas zonas del planeta, pero cuando las detecté resultaron estar en chino pre-Hégira. Esto me desconcertó. Nunca había estado en un mundo donde la mayoría de los humanos hablaran en algo que no fuera una versión del inglés de la Red.
La nave entró en órbita geosincrónica por encima del hemisferio oriental.
—Tus instrucciones eran encontrar el pico llamado Heng Shan, seiscientos cincuenta kilómetros al sureste de Chomo Lori. Allá.
La visión telescópica se centró en un bello colmillo de hielo y nieve que atravesaba tres capas de nubes y cuya cumbre clara y brillante relucía encima de la atmósfera.
—Cielos —susurré—. ¿Y dónde está Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire?
«Debería estar... allá», dijo triunfalmente la nave.
Mirábamos una protuberancia de hielo, nieve y roca gris. Rodaban nubes al pie de ese increíble peñasco. Aún mirándolo desde el holovisor, tuve que aferrar los cojines, presa del vértigo.
—¿Dónde? —pregunté. No había edificios a la vista.
«Aquel triángulo oscuro —dijo la nave, sobrevolando lo que me parecía una sombra sobre una roca gris—. Y esta línea... aquí...»
—¿Cuál es la magnificación?
«El triángulo tiene aproximadamente un metro veinte en el borde más largo», dijo la voz de mi comlog a la que me había acostumbrado tanto.
—Un edificio bastante pequeño para que viva gente —señalé.
«No, no —dijo la nave—. Esto es sólo una estructura de construcción humana asomando bajo lo que debe ser un saliente de roca. Calculo que el Templo Suspendido en el Aire está bajo el saliente. La roca es más que vertical en este punto. Se curva hacia dentro unos sesenta u ochenta metros.»
—¿Puedes darme una visión lateral para que vea el templo?
«Podría —dijo la nave—. Tendríamos que adoptar una órbita más septentrional para usar el telescopio para mirar al sur por encima del pico de Heng Shan, y pasar a infrarrojo para mirar a través de la masa nubosa que está a ocho mil metros, entre el pico y esa protuberancia donde está construido el Templo. También tendría que...»
—Olvídalo. Sólo transmite en haz angosto a toda esa zona y verifica si Aenea nos está esperando.
«¿Qué frecuencia?»
Aenea no había mencionado ninguna frecuencia. Sólo había dicho que no podríamos aterrizar, pero que descendiera en Hsuan'k'ung Ssu de todos modos. Mirando esa pared vertical de nieve e hielo, entendí a qué se refería.
—Irradia en cualquier frecuencia común que hubiéramos usado si llamaras por una extensión comlog —dije—. Si no hay respuesta, recorre todas las frecuencias que tengas. Podrías probar suerte con las frecuencias que captaste antes.
«Provenían del cuadrante meridional del hemisferio occidental —dijo la nave con voz paciente—. No capté emisiones de microondas en este hemisferio.»
—Hazlo, por favor.
Nos quedamos allí media hora, transmitiendo hacia el risco en haz angosto y lanzando señales de radio generales a todos los picos de la zona, luego acribillando el hemisferio con breves preguntas. No hubo respuesta.
—¿Puede haber un mundo habitado donde nadie use radio? —pregunté.
«Por cierto —dijo la nave—, en Ixión está contra la ley y la costumbre usar comunicaciones de microonda. En Nueva Tierra había un grupo que...»
—De acuerdo, de acuerdo —dije. Por milésima vez, me pregunté si habría un modo de reprogramar esta inteligencia autónoma para que no fuera tan fastidiosa—. Desciende.
«¿En qué lugar? Hay grandes zonas habitadas en el pico alto del este, que en mi mapa se llama T'ai Shan, y en el risco K'un Lun hay otra ciudad que según creo se llama Hsi wang-mu, y otros habitáculos en el fisco Phari y en un paraje del oeste designado Koko Nor. También...»
—Desciende en el Templo Suspendido en el Aire.
Afortunadamente, el campo magnético del planeta era totalmente adecuado para los propulsores EM de la nave, así que bajamos flotando en vez de tener que descender sobre una estela de llamas de fusión.
Salí al mirador para ver algo, aunque las pantallas del holofoso o del dormitorio habrían sido más prácticas.
Aunque me parecieron horas, a los pocos minutos flotábamos a ocho mil metros, entre el majestuoso pico del norte, Heng Shan, y el risco donde estaba Hsuan'k'ung Ssu. Había visto el terminador avanzando desde el este mientras descendíamos, y según la nave ahora atardecía. Llevé un par de binoculares al mirador y observé. Veía claramente el templo. Lo veía, pero no podía creerlo.
Lo que había parecido un mero juego de luces y sombras bajo las enormes, acanaladas y salientes láminas de granito gris era una serie de estructuras que se extendía cientos de metros al este y al oeste. Vi de inmediato la influencia asiática: edificios con forma de pagoda con techos inclinados y aleros curvos, tejas doradas y lustrosas bajo la brillante luz del sol; ventanas redondas y portones curvos en las secciones de ladrillos, airosos porches de madera con barandas esculpidas; delicadas columnas de madera pintadas del color de la sangre seca; estandartes rojos y amarillos colgando de aleros, portales y barandas; complejas tallas en las vigas y las torres; y puentes colgantes y escaleras festoneados con lo que luego conocería como «ruedas rezadoras» y «banderas rezadoras», que ofrecían una plegaria al Buda cada vez que una mano humana o el viento las hacía girar.
El templo aún estaba en construcción. Vi gente que transportaba madera a plataformas altas, gente que cincelaba la ladera del risco, vi andamiajes, toscas escalerillas y puentes de material vegetal trenzado con soga, y vi figuras erguidas que subían cestos vacíos por las escalerillas y puentes, y figuras encorvadas que bajaban cestos similares llenos de piedras, hasta una losa ancha donde vaciaban la mayoría de los cestos. Estábamos tan cerca que pude ver que muchas de esas figuras humanas usaban túnicas coloridas hasta los tobillos —algunas ondulando en el viento que acariciaba la ladera— y que esas túnicas eran gruesas y abrigaban. Luego aprendería que eran las ubicuas
chuba
, que se podían fabricar con la gruesa e impermeable lana de cigocabra, con seda ceremonial o algodón, aunque esta última tela era rara y muy valorada.
La idea de mostrar la nave a los lugareños me ponía nervioso —temía provocar pánico, un ataque láser o algo parecido—, pero no sabía qué otra cosa hacer. Aún estábamos a varios kilómetros, así que a lo sumo seríamos un inusitado destello de sol sobre metal oscuro flotando contra el fondo blanco del pico norte. Esperaba que la tomaran por un pájaro —la nave y yo habíamos visto muchos pájaros por la pantalla, muchos de ellos con una envergadura de varios metros—, pero perdí esa esperanza cuando vi que algunos obreros del templo interrumpían su labor para mirar en nuestra dirección. Nadie fue presa del pánico. Nadie corrió en busca de refugio ni de armas —no vi armas a la vista en ninguna parte—, pero evidentemente nos habían visto. Dos mujeres en túnica subieron por la serie ascendente de edificios, puentes, escaleras, escalerillas y andamiajes hasta la plataforma más oriental, donde el trabajo parecía consistir en abrir boquetes en la pared de roca. Allí había una especie de galpón. Una de las mujeres entró allí y salió poco después con otras personas.
Aumenté la magnificación de los binoculares, sintiendo ansiedad, pero el humo de la construcción me impedía distinguir si la persona más alta era Aenea. Pero a través de los velos de humo curvo llegué a ver un destello de cabello castaño claro y corto, y por un momento bajé los binoculares y me quedé mirando la pared distante, sonriendo como un idiota.
—Nos hacen señas —dijo la nave.
Miré de nuevo por los binoculares. Otra persona —mujer, creo, pero con cabello mucho más oscuro— agitaba dos banderas.
«Es un antiguo código de señales —explicó la nave—. Se llama morse. Las primeras palabras son...»
—Cállate —dije. Habíamos aprendido el código morse en la Guardia Interna y una vez lo había usado con dos vendas ensangrentadas para llamar a los deslizadores médicos en la Garra.
VUELA DIEZ KILÓMETROS HASTA FISURA NORESTE... FLOTA ALLÍ... ESPERA INSTRUCCIONES.
—¿Entendiste, nave?
«Sí.» La nave siempre hablaba con frialdad cuando yo la trataba groseramente.
—Vamos. Creo ver una grieta diez kilómetros al noreste. Quedémonos lo más lejos posible y entremos desde el este. No creo que puedan vernos desde el Templo, y no veo otras estructuras en la ladera en esa dirección.
Sin más comentario, la nave rodeó la escarpada ladera hasta llegar a la fisura, una grieta vertical que bajaba miles de metros hasta cerrarse cuatrocientos metros sobre el nivel del Templo, que ahora estaba oculto por la curva de roca del oeste.
La nave flotó verticalmente hasta llegar a cincuenta metros del fondo de la fisura. Me sorprendió ver arroyos bajando por las empinadas paredes de roca de los flancos, descendiendo al centro de la fisura antes de lanzarse al aire en una cascada. Había árboles, musgos, líquenes y plantas florecientes en la grieta, prados que se elevaban cientos de metros a orillas de los arroyos hasta convertirse en estrías de liquen multicolor que trepaban hacia el hielo. Al principio pensé que no había señales de intrusión humana, pero luego vi los rebordes cincelados de la pared norte —con anchura apenas suficiente para estar de pie— y los senderos que atravesaban el musgo verde y brillante y las piedras del arroyo, y el diminuto y sufrido edificio —demasiado pequeño para ser una cabaña, más parecido a un mirador— que se erguía bajo árboles perennes modelados por el viento a lo largo del arroyo y cerca del punto alto del verde paso de la fisura. Señalé un punto y la nave se aproximó al mirador. Comprendí por qué sería difícil aterrizar allí. La nave del cónsul no era grande —había permanecido oculta en la torre de piedra de la vieja ciudad de Endymion durante siglos— pero, aunque aterrizara verticalmente sobre sus aletas o patas plegadizas, aplastaría árboles, hierba, musgo y plantas. En ese mundo de roca parecían demasiado raros para destruirlos de esa manera.