Nunca sé si mi amigo androide bromea. Recuerdo la última vez que estuve bajo una paravela y tengo que contener un escalofrío.
—¿Alguna vez has volado en este mundo? —pregunto.
—No, M. Endymion.
—¿En algún mundo?
—No, M. Endymion.
—¿Cuáles serían nuestras probabilidades si lo intentáramos?
—Una sobre diez —dice sin vacilar.
—¿Y cuáles son nuestras probabilidades en los cables y el deslizador a esta hora del día?
—Nueve sobre diez antes del anochecer. Menos si nos sorprende el poniente antes de llegar al deslizadero.
—Cojamos los cables y el deslizadero.
Esperamos en la corta cola de compradores que se marchan por cable, y al fin nos llega el turno. La plataforma de bambú está veinte metros debajo del andamiaje más bajo del mercado, y sobresale cinco metros encima del abismo. Abajo hay miles de metros de aire, y en el fondo de ese vacío se agita el ubicuo mar de nubes que rueda sobre los riscos como una marea blanca chocando contra pilotes de piedra. Varios kilómetros debajo de esas nubes hay gases venenosos y el mar ácido que cubre todo este mundo salvo en las montañas.
El maestro cablero nos llama y A. Bettik y yo entramos juntos en la plataforma. Desde este nexo, una veintena de cables se extienden sobre el abismo, creando una negra telaraña que desaparece en lontananza. La terminal más próxima está un kilómetro y medio al norte, en un colmillo de roca que sobresale contra la blanca gloria de Chomo Lori, la «Reina de las Nieves». Pero nosotros vamos hacia el este y nuestra terminal está a más de veinte kilómetros, y el cable que desciende en esa dirección parece terminar en medio del aire mientras se funde con el fulgor vespertino de la distante pared de roca. Y nuestro destino final está más de treinta y cinco kilómetros después, al norte y al este. Caminando, tardaríamos seis horas en realizar el largo viaje al norte por el risco de Phari y luego al este por el sistema de puentes y pasarelas. Viajando por cable y deslizadero tardamos la mitad de ese tiempo, pero es muy tarde y el deslizadero es peligroso. Miro de nuevo el sol bajo y me pregunto si esta decisión es prudente.
—Listos —gruñe el maestro cablero, un hombrecillo pardo con una
chuba
manchada. Masca raíz de
besil
y escupe hacia el vacío mientras subimos a la plataforma.
—Listos —decimos A. Bettik y yo al unísono.
—Mantened la distancia —gruñe el maestro cablero, indicándome que salga primero.
Saco los soportes de mi arnés, deslizo las manos sobre la abrazadera donde llevamos el equipo, encuentro al tacto la polea, la sujeto a un soporte con un gancho, paso un nudo por un segundo gancho para forzar el freno de la polea, encuentro mi mejor argolla y la uso para asegurar la polea, y luego paso mi cable de seguridad por los dos primeros ganchos mientras ajusto una grapa, y al final la sujeto al arnés de mi pecho, bajo los soportes. Todo esto lleva menos de un minuto. Alzo ambas manos, cojo los controles de la polea, salto arriba y abajo, probando la polea y mis ganchos. Todo está firme.
El maestro cablero inspecciona la argolla y la grapa con ojos de experto. Desliza la polea, cerciorándose de que los soportes no estén trabados. Apoya todo su peso en mis hombros y mi arnés, colgando sobre mí como una segunda mochila, y me suelta para asegurarse de que las argollas y los frenos se sostienen. Sin duda no le importa si yo me mato en una caída, pero si la polea se atasca en algún punto de los veinte kilómetros de cable de monofilamento trenzado, será él quien deberá solucionar el problema, suspendido sobre kilómetros de aire mientras los viajeros que aguardan pierden la paciencia. Parece satisfecho con el equipo.
—Adelante —dice, palmeándome el hombro.
Salto al espacio, acomodándome la mochila en la espalda. La red del arnés se estira, el cable se arquea, los soportes zumban y me deslizo a mayor velocidad cuando suelto el freno. Segundos después vuelo colgado del cable. Alzo las piernas y me acomodo en el arnés de un modo que se ha vuelto familiar en los últimos tres meses. El risco K'un Lun, nuestro destino, reluce mientras las sombras del poniente llenan el abismo y la penumbra del atardecer cubre la pared del risco de Phan a mis espaldas.
Siento un cambio en la tensión del cable y oigo un zumbido cuando A. Bettik inicia su descenso detrás de mí. Mirando hacia atrás, veo que abandona la plataforma, las piernas derechas, hamacándose bajo los soportes elásticos. Apenas distingo la cuerda que conecta la correa de cuero de su brazo izquierdo con el freno de la polea. A. Bettik saluda y yo saludo, girando en mi arnés para mirar el cable chirriante mientras continúo mi viaje sobre el abismo. A veces se posan pájaros sobre el cable. A veces hay un trozo de hielo o un fleco afilado. En ocasiones aparece la polea de alguien que ha sufrido un accidente o ha cortado su arnés por razones que nadie más conoce. Muy raras veces, aunque suficientes para recordarlas, un psicópata o resentido sujeta una cuña o trampa con resorte al cable, dejando una pequeña sorpresa para el próximo viajero. Este delito se castiga con la muerte y el culpable es arrojado desde la plataforma de Potala o Jo-kung, pero eso es poco consuelo para la persona que se topa con la cuña o trampa.
Ninguna de estas eventualidades se presenta mientras me deslizo sobre el vacío. Sólo oigo el zumbido del freno y el suave susurro del aire. Todavía hay luz y es el final de la primavera en este mundo, pero el aire siempre está helado por encima de los ocho mil metros. Respirar no es problema. Todos los días, desde que llegué a T'ien Shan, agradezco a los dioses de la evolución planetaria que a pesar de una gravedad más leve —0,954 estándar— el oxígeno sea más rico a esta altitud. Mirando las nubes de abajo, pienso en el hirviente mar sometido a esa ciega presión, agitado por vientos de fosgeno y denso CO
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. No hay auténtica superficie en T'ien Shan, sólo esa espesa sopa planetaria y los incontables picos y riscos que se elevan miles de metros en la capa de O
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y la radiante luz solar, semejante a la de Hyperion.
Tengo recuerdos. Pienso en otro paisaje nuboso de hace unos meses. Pienso en mi primer día en la nave, antes de llegar al punto de traslación, mientras sanaban mi fiebre y mi pierna.
Me pregunto cómo pasé por el teleyector de aquí. Mi último recuerdo es de un mundo gigante...
La nave respondió proyectando un holo filmado desde una de sus boyas mientras permanecía en el fondo del río. Era una imagen realzada por la luz estelar —estaba lloviendo— y mostraba el verde y reluciente arco del teleyector y las copas de los árboles. De pronto un tentáculo más largo que la nave atravesó la abertura del teleyector, llevando lo que parecía ser un kayak de juguete envuelto en una masa de tela. El tentáculo se arqueó grácilmente y la vela, el kayak y la figura de la cabina se deslizaron cien metros hasta desaparecer en las oscilantes copas de los árboles.
—¿Por qué no viniste a buscarme? —pregunté sin ocultar mi irritación. Aún me dolía la pierna—. ¿Por qué esperar toda la noche mientras yo colgaba bajo la lluvia? Pude haber muerto.
«No tenía instrucciones de recogerte a tu regreso —dijo la arrogante pero obtusa voz de la nave—. Tal vez estuvieras realizando una tarea importante que no toleraba interrupciones. Si no hubiera tenido noticias en varios días, habría enviado una sonda a la jungla para preguntar por tu bienestar.»
Le expliqué a la nave lo que opinaba acerca de su razonamiento.
«Extraña exhortación —dijo la nave—. Aunque mi subestructura incluye ciertos elementos orgánicos y poseo componentes informáticos de ADN, no soy, en rigor, un organismo biológico. No tengo sistema digestivo ni necesidad de excreción, salvo por algunos gases y efluvios de los pasajeros. En consecuencia, no tengo ano en un sentido real ni figurado. En consecuencia, no creo que se me pueda pedir que introduzca...»
—Cállate —dije.
El viaje dura menos de quince minutos. Freno cautamente cuando aproxima la gran muralla del risco de K'un Lun. Durante los últimos cientos de metros, mi sombra y la de A. Bettik se proyectan contra la roca vertical y reluciente y nos convertimos en marionetas de sombra, dos extrañas figuras con apéndices movedizos que maniobran con los soportes y mecen las piernas preparándose para aterrizar. El zumbido del freno se convierte en gruñido cuando aminoro la velocidad en el tramo final. La plataforma de aterrizaje es un saliente de piedra de seis metros, con la pared forrada de vellocino de cigocabra podrido y oscurecido por la intemperie.
Me detengo a tres metros de la pared. Me apoyo en la roca, desengancho la polea y el cable de seguridad con una celeridad nacida de la práctica. A. Bettik llega poco después. Aun con una mano, el androide es mucho más grácil que yo; usa menos de un metro de piedra para aterrizar.
Nos quedamos un minuto mirando el sol que se mece sobre el risco de Phari, la luz baja que tiñe la cima cubierta de hielo. Cuando terminamos de ajustar el arnés y las abrazaderas, digo:
—Estará oscuro cuando lleguemos al Reino Medio.
A. Bettik asiente con un gesto de la cabeza.
—Preferiría dejar atrás el deslizadero antes de que anochezca del todo, M. Endymion, pero creo que no será así.
La sola idea de atravesar el deslizadero en la oscuridad me tensa el escroto. Me pregunto si un androide varón tiene una reacción fisiológica similar.
—Pongámonos en marcha —digo, bajando del saliente al trote.
Perdimos varios metros de altura al bajar por el cable, y ahora tendremos que compensarlos. El saliente se acaba pronto —hay pocos lugares llanos en los picos de las Montañas del Cielo— y nuestras botas resuenan mientras bajamos por una pasarela de bambú que cuelga de la pared del peñasco. Aquí no hay barandas. Los vientos nocturnos están arreciando y cierro mi chaqueta térmica y mi
chuba
de lana de cigocabra. La pesada mochila rebota en mi espalda.
La zona de ascenso está menos de un kilómetro al norte de la plataforma de aterrizaje. No nos cruzamos con nadie en la pasarela, pero vemos que del otro lado del valle nuboso encienden las antorchas en la Vía Baja que une Phari con Jo-kung. Los andamiajes y el laberinto de puentes colgantes de ese lado del Gran Abismo se llenan de personas que van al norte, algunas sin duda al Templo Suspendido en el Aire para asistir a la sesión pública nocturna de Aenea. Quiero llegar allá antes que ellas.
La zona de ascenso consiste en cuatro cables fijos que suben setecientos metros por la pared vertical. Los cables rojos son para el ascenso. A pocos metros cuelgan los cables azules de descenso. Nos cubren las sombras y el viento está helado.
—¿Lado a lado? —le pregunto a A. Bettik, señalando una de las cuerdas del medio.
El androide asiente. Su semblante azul es tal como lo recordaba de nuestro viaje desde Hyperion, casi diez años atrás. ¿Qué esperaba? ¿Que un androide envejeciera?
Sacamos los elevadores de potencia y los enganchamos en cables contiguos, sacudiendo los cables de microfibras para verificar su firmeza. Los maestros cableros no revisan con frecuencia estos cables, y un gancho pudo destrozarlos, una protuberancia rocosa pudo desflecarlos, o pueden estar cubiertos de hielo. Pronto lo sabremos.
Enganchamos cadenas y estribos a los elevadores de potencia. A. Bettik desenrolla ocho metros de cable y lo sujetamos a los arneses. Así, si falla uno de los cables fijos, la otra persona puede frenar la caída del primer escalador. Eso dice la teoría.
Los elevadores de potencia constituyen la tecnología más sofisticada para la mayoría de los ciudadanos de T'ien Shan: alimentados por una batería solar hermética, poco más grandes que nuestras manos, son aparatos elegantes. A. Bettik verifica sus amarras y asiente con un gesto de la cabeza. Enciendo mis elevadores. Los indicadores se ponen verdes. Subo el elevador derecho un metro, lo trabo, alzo el pie derecho hasta el estribo, verifico si todo está en orden, subo el elevador izquierdo, lo trabo, alzo el pie izquierdo, y así sucesivamente. Así escalamos los setecientos metros, deteniéndonos ocasionalmente para mirar el valle donde arden las antorchas de la Vía Baja. Se ha puesto el sol y el cielo se tiñe de violeta mientras despuntan las estrellas más brillantes. Estimo que nos quedan veinte minutos de crepúsculo. Recorreremos el deslizadero en la oscuridad.
Tirito en medio del viento aullante.
Los cables fijos cuelgan sobre hielo vertical en los últimos doscientos metros. Ambos llevamos grapas plegables en nuestros sacos, pero no las necesitamos en nuestro fatigoso ritual de ascenso. Tardarnos casi cuarenta minutos en recorrer los setecientos metros. Está oscuro cuando llegamos a la plataforma.
T'ien Shan tiene cinco lunas: cuatro son asteroides capturados en una órbita baja y reflejan bastante luz; el quinto es casi tan grande como la luna de Vieja Tierra, pero su cuadrante superior derecho está fracturado por un cráter cuyas grietas se extienden como una telaraña, esta luna grande, Oráculo, se eleva en el noreste mientras A. Bettik y yo caminamos hacia el norte por el angosto risco de hielo, aferrándonos a cables fijos para que el gélido viento no nos derribe.
Me he puesto la capucha térmica y la máscara facial, pero aun así el viento me muerde los ojos y la carne expuesta. No podemos demorarnos mucho tiempo aquí. Pero el afán de pararme a mirar es intenso, como cada vez que me detengo en la terminal del risco de K'un Lun y contemplo el Reino Medio y el mundo de las Montañas del Cielo.
En el campo de hielo de la cima del deslizadero me detengo para girar en todas las direcciones, admirando el paisaje. Al sur y al oeste encima de las nubes iluminadas por las lunas, el risco de Phari resplandece bajo la luz de Oráculo. Al norte de Phari las antorchas indican la Vía Baja, y más al norte veo los puentes colgantes iluminados.
Más allá del mercado de Phari hay un fulgor en el cielo, y me imagino que es el resplandor de Potala, el palacio de invierno de Su Santidad el Dalai Lama y el monumento arquitectónico más majestuoso del planeta. Sé que pocos kilómetros al norte Pax acaba de obtener un enclave en Rhan Tso, a la sombra de Shivling, el «Falo de Shiva». Sonrío imaginando la reacción de los misioneros cristianos ante esta desfachatez pagana.
Más allá de Potala, cientos de kilómetros al oeste, está la zona rocosa de Koko Nor, con sus incontables aldeas colgantes y peligrosos puentes. Muy al sur, sobre el gran espinazo de roca llamado Lobsang Gyatso, se encuentra la comarca de la Secta del Sombrero Amarillo, que termina en el pico de Nanda Devi, donde se dice que mora la diosa hinduista del júbilo. Al sudoeste de ellos, tan a la vuelta de la curva del mundo que el ocaso aún arde allí, está Muztagh Alta con sus decenas de miles de moradores islámicos custodiando las tumbas de Alí y los demás santos musulmanes. Al norte de Muztagh Alta, los riscos entran en un territorio que nunca he visto, ni siquiera desde órbita, que alberga los altos hogares de los judíos errantes en las inmediaciones de los montes Sión y Moriah, donde las ciudades gemelas de Abraham e Isaak poseen las mejores bibliotecas de T'ien Shan. Al norte y al oeste se elevan el monte Sumeru —centro del universo— y Harney Peak —curiosamente también centro del universo—, ambos seiscientos kilómetros al sudoeste de los cuatro picos de San Francisco, donde la cultura hopi-esquimal sobrevive en los fríos riscos y helechales, también seguras de que sus picos constituyen el centro del universo.