Criados vestidos de seda dorada llegan a nuestra cámara para anunciar que es hora de reunirse en la habitación contigua a la sala del trono. Cientos de huéspedes circulan por los corredores, con susurro de sedas y tintineo de joyas, y el aire está impregnado de olor a perfume, colonia, jabón y cuero. Delante de nosotros, veo a la anciana Dorje Phamo escoltada por dos de sus nueve sacerdotisas, todas ellas con elegantes túnicas color azafrán. La Marrana no usa joyas, pero lleva el cabello blanco sujeto en complejos montículos y bellas trenzas.
El vestido de Aenea es simple pero deslumbrante: seda azul con una estola color cobalto en los hombros, un talismán de plata y jade en el pecho y una peineta de plata en el cabello, sosteniendo un delgado medio velo. Muchas mujeres usan un púdico velo esta noche, y comprendo con cuánta astucia esto oculta el semblante de mi amiga.
Me coge el brazo y atravesamos los incesantes corredores, doblando a la derecha y subiendo por escaleras mecánicas en espiral hacia el Dalai Lama.
—¿Nerviosa? —susurro.
Veo el destello de su sonrisa debajo del velo y ella me estruja la mano.
—Pequeña —insisto—, a veces ves el futuro. Lo sé. ¿Saldremos vivos de aquí esta noche?
Me inclino para oír su respuesta.
—Pocas cosas están fijas en nuestro futuro, Raul. La mayoría de las cosas son líquidas como... —Señala una fuente cantarina que dejamos atrás—. Pero no veo razones para preocuparnos. Hay miles de huéspedes esta noche. El Dalai Lama sólo puede saludar a pocos en persona. Sus invitados de Pax, sean quieres fueren, no tienen motivos para pensar que estamos aquí.
Asiento, pero no estoy convencido.
Labsang Samten, el hermano del Dalai Lama, baja ruidosamente por la escalera ascendente, violando todo protocolo. El monje sonríe con entusiasmo. Nos habla a nosotros, pero cientos pueden oírle.
—Los invitados del espacio son muy importantes —exclama—. Estuve hablando con nuestro instructor, que es asistente del ayudante del ministro de Protocolo. Nuestros visitantes no son meros misioneros.
—¿No? —dice el chambelán Charles Chi-kyap Kempo, espléndido con sus capas de seda roja y dorada.
—No —sonríe Labsang Samten—. Hay un cardenal de la Iglesia. Un cardenal muy importante. Con algunos de sus dignatarios principales.
Siento un nudo en el estómago.
—¿Qué cardenal? —pregunta Aenea, con voz serena e interesada. Nos aproximamos al final de nuestro viaje en escalera y miles de murmullos llenan el aire.
Labsang Samten se ajusta la túnica de monje.
—Un tal Mustafa —dice con una sonrisa—. Alguien muy cercano al papa de Pax, creo. Pax honra a mi hermano al enviarlo como embajador.
Aenea me aprieta la mano, pero el velo no me permite ver su expresión.
—Y hay otros importantes huéspedes de Pax —continúa el monje, volviéndose mientras nos aproximamos a la recepción—. Incluidas unas extrañas mujeres. Militares, creo.
—¿Conseguiste sus nombres? —pregunta Aenea.
—Una de ellas —dice Labsang—. La general Nemes. Es muy pálida. —El hermano del Dalai Lama sonríe a Aenea—. El cardenal desea conocerte, M. Aenea. A ti y a tu acompañante, M. Endymion. El ministro de Protocolo quedó muy sorprendido, pero ha dispuesto una recepción privada para ti con la gente de Pax y el regente y, desde luego, mi hermano, Su Santidad el Dalai Lama.
Nuestro ascenso termina. La escalera entra en el piso de mármol. Con Aenea del brazo, entro en el bullicio y el controlado caos del salón de recepción.
El Dalai Lama sólo tiene ocho años estándar, Yo lo sabía —Aenea, A. Bettik, Theo y Rachel lo han mencionado más de una vez—, pero todavía me sorprendo cuando veo al niño sentado en su alto trono con cojines.
Debe haber tres o cuatro mil personas en la inmensa sala de recepción. Anchas escaleras mecánicas descargan huéspedes en una antecámara del tamaño de un hangar: columnas doradas se elevan veinte metros hasta un techo pintado, el suelo de mosaicos azules y blancos presenta complejas imágenes del
Bardo Thodrol
, el libro tibetano de los muertos, e ilustraciones de la vasta migración de los budistas de Vieja Tierra. Pasamos bajo enormes arcos dorados para entrar en la sala de recepción, y la sala de recepción es aún más vasta. El techo es una gigantesca claraboya por donde se ven las arremolinadas nubes, los vibrantes relámpagos y la iluminada ladera de la montaña. Los tres o cuatro mil huéspedes usan ropas brillantes: seda fluida, lino esculpido, lana teñida, profusiones de plumas rojas, negras y blancas, complejos peinados, sutiles pero bellos brazaletes, collares, tobilleras, aros, tiaras y cinturones de plata, amatista, oro, jade, lapislázuli y muchos otros minerales preciosos. Y desperdigados entre tanto fasto hay monjes y abades con sencillas túnicas de color naranja, oro, amarillo, azafrán y rojo, y sus cabezas rasuradas brillan bajo la luz de cien braseros con trípode. Pero la habitación es tan grande que estos miles de personas no logran llenarla; el parqué chispea a la luz del fuego y hay un espacio de veinte metros entre la muchedumbre y el trono dorado.
Suenan pequeñas trompetas mientras hileras de huéspedes pasan de las escaleras mecánicas a la antesala. Son instrumentos de bronce y cuerno y los monjes que los soplan van desde las escaleras hasta los arcos de entrada, más de sesenta metros de ruido constante. Los cientos de trompetas sostienen una nota unos minutos y luego pasan a otra nota baja sin una señal de un trompetista al otro y cuando entramos en la sala de recepción —la antesala actuando como gigantesca cámara de ecos a nuestras espaldas— veinte cuernos de cuatro metros de largo retoman y amplifican estas notas graves a ambos lados de la procesión. Los monjes que tocan estos monstruosos instrumentos ocupan pequeños nichos de las paredes, apoyando los gigantescos cuernos en soportes instalados sobre el parqué, y el extremo de cada cuerno se curva como una flor de loto de un metro de ancho. A esta constante serie de notas graves —que evocan la sirena de un buque envuelta en el estruendo de un glaciar— se suman las reverberaciones de un enorme gong de cinco metros de diámetro, golpeado a intervalos precisos. El aire huele a incienso y un velo de humo fragante flota sobre las cabezas enjoyadas de los huéspedes y parece oscilar con el vaivén de las notas de las trompetas, los cuernos y el gong.
Todos los rostros se vuelven hacia el Dalai Lama, su cortejo y sus huéspedes. Cojo la mano de Aenea y nos movemos a la derecha, alejándonos del trono y la tarima. Constelaciones de huéspedes importantes caminan nerviosamente entre nosotros y el distante trono.
Cesan los trompetazos. Se apagan las resonantes vibraciones del gong. Todos los huéspedes están presentes. Los criados cierran las enormes puertas. En el súbito silencio crepitan las llamas de muchos braseros. La lluvia tamborilea en la claraboya de cristal.
El Dalai Lama sonríe, sentado de piernas cruzadas en los cojines de seda, encima de una plataforma que lo pone al nivel de sus huéspedes. Tiene la cabeza rapada y usa una sencilla túnica roja. A su derecha, en un trono más bajo, se sienta el regente que gobernará —asesorado por otros altos sacerdotes— hasta que Su Santidad el Dalai Lama alcance la mayoría de edad a los dieciocho años estándar. Aenea me ha hablado de este regente, un hombre llamado Reting Tokra, que parece ser la encarnación de la astucia, pero a esta distancia sólo veo la habitual túnica roja y un rostro angosto, fruncido y pardo con ojos entornados y un bigote diminuto.
A la izquierda del Dalai Lama está el chambelán, abad de abades. Este hombre es muy viejo y sonríe satisfecho ante la multitud de huéspedes. A su izquierda está el Oráculo del Estado, una joven delgada de pelo corto, con una camisa de lino amarillo bajo la túnica roja. Aenea me explicó que su función es predecir el futuro mientras se encuentra en un trance profundo. A la izquierda del Oráculo del Estado, detrás de las doradas columnas del trono del Dalai Lama, hay cinco emisarios de Pax. Distingo a un hombre bajo con atuendo rojo de cardenal, tres sotanas negras y un uniforme militar.
A la derecha del trono del regente se encuentra el jefe de los heraldos y custodios de Su Santidad, el legendario Carl Linga William Eiheji, arquero zen, acuarelista, maestro de karate, filósofo, ex volador y experto en arreglos florales. Eiheji, cuyos músculos parecen nudosos cables de acero, se adelanta y llena el inmenso salón con su voz.
—Honorables huéspedes, visitantes de otros mundos, dugpas, drukpas, drungpas, moradores de los altos riscos, las nobles fisuras y las cuestas del valle boscoso,
dzasas
, honorables funcionarios, miembros del Sombrero Rojo y del Sombrero Amarillo, monjes, abades, novicios
getsel
, Kosas del cuarto rango y superior, benditos que usáis el
su gi
, cónyuges de dichos honorables, buscadores de la iluminación, es mi placer daros la bienvenida en nombre de Su Santidad, Getswang Ngwang Lobsang Tengin Gyapso Sisunwangyur Tshungpa Mapai Dhepal Sangpo, el santo, la gentil gloria, poderoso en el habla, puro en la mente, divino en su sabiduría, defensor de la fe, ancho como el océano.
Las trompetas de bronce y hueso emiten notas agudas y claras. Los grandes cuernos braman como dinosaurios. El gong nos hace vibrar los huesos y los dientes.
El jefe de heraldos Eiheji retrocede. Su Santidad el Dalai Lama habla, y su voz de niño es suave pero clara y firme.
—Gracias a todos por venir esta noche. Saludaremos a nuestros nuevos amigos de Pax en circunstancias más íntimas. Muchos habéis pedido verme... recibiréis mi bendición en audiencia privada, esta noche. He solicitado hablar con algunos de vosotros. Me encontraréis en audiencia privada esta noche. Nuestros amigos de Pax hablarán con muchos de vosotros esta noche y en los días venideros. Al hablar con ellos, recordad que son nuestros hermanos y hermanas en el Dharma, en la busca de Iluminación. Recordad que nuestro aliento es su aliento, y que todos nuestros alientos son el aliento de Buda. Gracias. Por favor, disfrutad de nuestra celebración.
Y la tarima, con trono y todo, se desliza en silencio hacia la pared que se abre, queda oculta tras una cortina, luego otra, y luego por la pared misma, y los miles de la sala de recepción suspiran como si su aliento fuera uno.
Aquella velada fue una combinación surrealista de baile de gala con recepción papal. Yo nunca había visto una recepción papal —el misterioso cardenal era el funcionario eclesiástico más alto que conocía—, pero el entusiasmo de los que eran recibidos por el Dalai Lama debía ser similar al de un cristiano que conoce al papa, y la pompa y circunstancia que rodeaban la presentación eran impresionantes. Monjes soldados con túnica roja y sombrero amarillo o rojo escoltaban a los pocos privilegiados a través de sucesivos cortinados, y al fin a través de una puerta, hasta la presencia del Dalai Lama, mientras los demás caminábamos por el suelo de parqué, o mirábamos las largas mesas de excelente comida, o bailábamos al son de una pequeña orquesta (aquí no había trompetas de bronce y hueso ni cuernos de cuatro metros). Invité a Aenea a bailar, pero ella se negó con una sonrisa y condujo a nuestro grupo a una mesa. Pronto entablamos conversación con la Dorje Phamo y algunas de sus sacerdotisas.
Sabiendo que podía cometer una torpeza, pregunté a esa bella anciana por qué la llamaban la Marrana del Rayo. Mientras comíamos albóndigas de
tsampa
y bebíamos un delicioso té, la Dorje Phamo se echó a reír y nos contó la historia.
En Vieja Tierra, la primera abadesa de un monasterio budista tibetano masculino se había ganado la reputación de ser la reencarnación de la Marrana del Rayo, una semidiosa de temible poder. Se decía que esa primera Dorje Phamo había transformado a todos los lamas de su monasterio en cerdos para ahuyentar a los soldados enemigos.
Cuando pregunté a esta última reencarnación de la Marrana del Rayo si había conservado el poder de convertir a las persona en marranos, la elegante anciana declaró con firmeza:
—Si así ahuyentara a estos nuevos invasores, lo haría en un instante.
En esas tres horas en que Aenea y yo conversamos, escuchamos música y contemplamos los relámpagos por la suntuosa claraboya, éste fue el único comentario negativo que oímos —en voz alta— acerca de los emisarios de Pax, aunque bajo las sedas y la alegría formal parecía existir cierta angustia. Era de esperar, pues el mundo de T'ien Shan había permanecido aislado de Pax —excepto por algunas naves comerciales— y del resto de la humanidad poshegemónica durante casi tres siglos.
Al pasar las horas, empecé a convencerme de que Labasang Samten se había equivocado al decir que el Dalai Lama y los emisarios de Pax deseaban vernos, cuando varios funcionarios palaciegos con grandes sombreros curvos rojos y amarillos, que me recordaron ciertas ilustraciones de antiguos yelmos griegos, nos fueron a buscar para pedirnos que los acompañáramos hasta el trono del Dalai Lama.
Miré a mi amiga, dispuesto a huir con ella si manifestaba renuencia, pero Aenea asintió y me cogió el brazo. El mar de huéspedes nos cedió el paso mientras cruzábamos esa vasta sala, caminando despacio, cogidos del brazo como si yo fuera su padre entregándola en una boda cristiana tradicional, o como si siempre hubiéramos sido una pareja. En mi bolsillo llevaba la linterna láser y el disco de comunicaciones. El láser sería útil si la gente de Pax estaba decidida a capturarnos, pero había decidido llamar a la nave si ocurría lo peor. Antes que permitir que capturasen a Aenea, haría descender la nave para que despedazara esa exquisita claraboya con sus toberas de reacción.
Atravesamos la primera cortina y entramos en un recinto con dosel donde los sonidos de la orquesta y de los festejos todavía eran audibles. Varios funcionarios de sombrero rojo nos pidieron que extendiéramos los brazos con las palmas hacia arriba. Pusieron una estola de seda blanca en nuestras manos, y atravesamos la segunda cortina. Aquí el chambelán nos saludó con una inclinación —Aenea respondió con una grácil reverencia, yo con un torpe movimiento— y nos condujo por la puerta hasta la pequeña habitación donde el Dalai Lama aguardaba con sus huéspedes. Esta sala privada era como una extensión del trono del joven Dalai Lama: oro, brocado, tapices con esvásticas invertidas entre imágenes de capullos en flor, dragones ondeantes y mandalas giratorios. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas y los sonidos de la fiesta desaparecieron por completo, salvo por los receptores de audio de tres monitores de video puestos en la pared de nuestra izquierda.