Tsipon Shakabpa, supervisor oficial del proyecto de Aenea, camina con George Tsarong, nuestro rechoncho capataz. El compañero inseparable de George, Jigme Norbu, está ausente; ofendido por no haber sido invitado, Jigme se ha quedado en el templo. Creo que es la primera vez que no vemos sonreír a George. Tsipon compensa el silencio de George, sin embargo, contando anécdotas con brazos movedizos y gestos extravagantes. Varios obreros caminan con ellos, al menos hasta Jo-kung.
Tromo Trochi de Dhomu, el elegante agente comercial del sur, camina con la única compañía que ha tenido en muchos meses de viaje, la enorme cigocabra que transporta sus mercancías. Tres cencerros cuelgan del velludo pescuezo de la cigocabra, tintineando como las campanillas del templo. Lhomo Dondrub nos encontrará en Potala, pero su presencia en el grupo está representada simbólicamente por un paño de nueva tela para su paravela en el lomo de la cigocabra.
Aenea y yo vamos al final de la procesión. Varias veces intento hablar de anoche, pero ella me hace callar llevándose un dedo a los labios y señalando al comerciante y otros miembros de la procesión. Me dedico a hablar de los últimos días de trabajo en el templo, pero mi mente sigue llena de preguntas.
Pronto llegamos a Jo-kung, donde las rampas y senderos están atestados de multitudes que agitan pendones y banderas. Desde las terrazas y galpones, los ciudadanos ovacionan a su alcalde y al resto de nosotros.
Más allá de Jo-kung, cerca de las plataformas de la única cablevía que usaremos en este viaje a Potala, encontramos otro grupo que se dirige a la recepción: la Dorje Phamo y sus nueve sacerdotisas. La Dorje Phamo viaja en un palanquín llevado por cuatro varones musculosos: es la abadesa de la gompa de Samden, un monasterio masculino que está a treinta kilómetros, sobre la pared sur del mismo risco donde el Templo Suspendido en el Aire se yergue en la pared norte. La Dorje Phamo tiene noventa y cuatro años estándar y se descubrió que era la encarnación de la Dorje Phamo original, la Marrana del Rayo, cuando tenía tres años estándar. Es un personaje de suma importancia que dirige un monasterio de mujeres —el Gompa del Oráculo, en Yamdrok Tso, sesenta kilómetros más lejos sobre la peligrosa pared del risco— desde hace más de setenta años estándar. Ahora la Marrana del Rayo, sus nueve compañeras y una treintena de porteadores y guardias aguardan en la cablevía para sujetar las enormes grapas del palanquín.
La Dorje Phamo se asoma por las cortinas, mira a nuestro grupo y llama a Aenea. Por los comentarios informales de Aenea, sé que ha viajado al Gompa del Oráculo de Yamdrok Tso varias veces para reunirse con la Marrana y que las dos son muy amigas. También sé por los comentarios confidenciales de A. Bettik que la Dorje Phamo ha dicho recientemente a sus sacerdotisas y monjes del gompa y a los monjes de Samden Gompa que la encarnación de Buda viviente de la misericordia es Aenea, no Su Santidad el Dalai Lama. El rumor de esta herejía se ha difundido, según A. Bettik, pero dada la popularidad de la Marrana del Rayo en el mundo de T'ien Shan, el Dalai Lama aún no ha respondido a la impertinencia.
Las dos mujeres, mi joven Aenea y la anciana del palanquín, charlan y se ríen espontáneamente mientras ambos grupos esperan para cruzar el abismo de Langma. La Dorje Phamo debe haber insistido en que vayamos delante de su grupo, pues los porteadores apartan el palanquín del camino y las nueve sacerdotisas hacen una profunda reverencia mientras Aenea pide a nuestro grupo que avance en la plataforma. Charles Chi-kyap Kempo y Kempo Ngha Wang Tashi parecen contrariados mientras sus asistentes los sujetan al cable, no por temor a un accidente, lo sé, sino por alguna ruptura del protocolo que me he perdido y que no me interesa particularmente. Lo que me interesa es hablar a solas con Aenea. O tal vez sólo besarla de nuevo.
Llueve intensamente durante la marcha a Potala. Durante mis tres meses en este mundo he experimentado varios chubascos estivales, pero ésta es la intensa lluvia que precede a los monzones, helada y neblinosa. Terminamos el viaje por cable antes de que se aproximen las nubes, pero cuando nos acercamos al lado este del risco K'un Lun, la Vía Alta está resbaladiza por el hielo.
La Vía Alta consiste en cornisas de roca, senderos de ladrillo en el flanco del peñasco, de madera en el risco noroeste de Hua Shan, la Montaña de la Flor, y una larga serie de plataformas y puentes colgantes que unen estas heladas cumbres con K'un Lun. Luego está el segundo puente colgante del planeta en longitud, que une el risco de K'un Lun con Phari, seguido por otra serie de senderos, puentes y rebordes que conducen al sudoeste por la ladera este del risco de Phari hasta el mercado de Phari. Allí atravesamos la fisura y cogemos el camino de Potala.
Normalmente es una marcha de seis horas bajo el sol, pero esta tarde es un agotador y peligroso trajín en medio de la ondulante niebla y la gélida lluvia. Los asistentes que viajan con el alcalde Charles Chi-kyap Kempo y el abad Kempo Ngha Wang Tashi intentan proteger a los notables con brillantes paraguas rojos y amarillos, pero el helado borde a menudo es angosto y los dignatarios se mojan cuando deben avanzar uno por uno. Los puentes colgantes son de pesadilla. El «suelo» es un cable de cáñamo trenzado con sogas verticales de cáñamo, sogas horizontales como pasamanos y un segundo cable grueso más arriba. Aunque habitualmente es juego de niños hacer equilibrio en el cable inferior mientras se aferran las sogas laterales, se requiere gran concentración bajo esta lluvia. Pero los lugareños lo han hecho durante muchos monzones y se mueven deprisa; sólo Aenea y yo titubeamos mientras los puentes oscilan bajo nuestro peso y las heladas cuerdas amenazan con resbalarse de las manos.
A pesar —o a causa— de la tormenta alguien ha encendido las antorchas de la Vía Alta en la ladera este del risco de Phari, y los braseros que arden en la niebla nos ayudan a guiarnos mientras las tortuosas sendas de madera suben y bajan por escaleras cubiertas de hielo y desembocan en más puentes. Llegamos al mercado de Phari al atardecer, aunque parece mucho más tarde por la oscuridad. Se nos unen otros grupos que van al Palacio de Invierno y hay por lo menos setenta personas que se dirigen al oeste. El palanquín de la Dorje Phamo aún nos acompaña y sospecho que no soy el único que envidia un poco ese refugio seco.
Confieso que estoy defraudado: pensábamos llegar a Potala al caer el día, cuando aún quedaban reflejos en los riscos y los picos del norte y del oeste del palacio. Nunca he visto el palacio y esperaba la oportunidad de ver esta región. En estas circunstancias, la ancha Vía Alta que une Phari y Potala es sólo una serie de salientes y senderos iluminados por antorchas. He traído la linterna láser en la mochila, como fútil gesto defensivo si las cosas salen mal en el palacio, o para encontrar el camino en la oscuridad, no estoy seguro. El hielo cubre rocas, plataformas, escaleras y barandas en este transitado sendero. No me animaría a viajar por cablevía esta noche, pero se rumorea que algunos de los invitados más aventureros viajan por ese medio.
Llegamos a la Ciudad Prohibida dos horas antes del comienzo de la recepción. El cielo está más despejado, la lluvia amaina, y nuestro primer atisbo del Palacio de Invierno me quita el aliento y me hace olvidar mi decepción por no haber llegado en el crepúsculo.
El Palacio de Invierno está construido sobre un gran pico que se eleva desde el risco Sombrero Amarillo, con los picos más altos de Koko Nor detrás, y lo primero que vemos a través de las nubes es Drepung, un monasterio que alberga a treinta y cinco mil monjes, una capa tras otra de altos edificios de piedra en las cuestas verticales, miles de ventanas iluminadas por faroles, antorchas en los balcones, terrazas y entradas. Detrás y encima del Drepung, con techos dorados que tocan las arremolinadas nubes, está Potala, el Palacio de Invierno del Dalai Lama. No sólo irradia luz, sino que aun en la tormentosa oscuridad recibe la luz refleja de los picos del Koko Nor, azotados por relámpagos.
Los asistentes y acompañantes emprenden el regreso, y sólo los peregrinos invitados seguimos viaje a la Ciudad Prohibida.
La Vía Alta se achata y se ensancha, convirtiéndose en una avenida de cincuenta metros de anchura, pavimentada con adoquines dorados, bordeada por antorchas, rodeada por un sinfín de templos,
chortens
, gompas menores, edificios externos del imponente monasterio y puestos de guardia militar. La lluvia ha cesado pero la áurea avenida reluce mientras cientos de peregrinos de atuendo brillante y residentes de la Ciudad Prohibida caminan de aquí para allá frente a las enormes murallas y puertas del Drepung y el Potala. Monjes con túnica color azafrán avanzan en silencio; funcionarios palaciegos con brillantes indumentarias rojas y purpúreas y sombreros amarillos que parecen platillos invertidos desfilan frente a soldados de uniforme azul con picas de rayas blancas y negras; mensajeros oficiales pasan corriendo con ceñidos trajes anaranjados y rojos o azules y dorados; mujeres de la corte se deslizan por las piedras doradas con largos vestidos de susurrante seda azul, lapislázuli y cobalto; los sacerdotes de la secta del Sombrero Rojo son instantáneamente reconocibles por sus sombreros de seda carmesí, mientras los drungpas —la gente del valle boscoso— pasan con lanosos sombreros de piel de cigocabra y trajes adornados con plumas blancas, rojas, marrones y doradas, llevando sus grandes espadas ceremoniales de oro en las fajas; y la gente común de la Ciudad Prohibida es tan pintoresca como los altos dignatarios: cocineros, jardineros, sirvientes, tutores, albañiles y criados personáis con
chubas
de seda verde, azul, dorada y naranja; los que trabajan en los aposentos del Dalai Lama o el Palacio de Invierno —varios miles— visten de carmesí y oro y usan sombreros de seda con bandas de Cigocabra, con alas rígidas de cincuenta centímetros de ancho, para preservar su pálida tez palaciega en los días soleados y protegerse de la lluvia en la época de los monzones.
Nuestro empapado grupo de peregrinos parece opaco y andrajoso en comparación, pero pienso poco en nuestra apariencia cuando atravesamos el portón de sesenta metros de altura de una pared externa del monasterio de Drepung y comenzamos a cruzar el puente Kyi Chu.
Este puente tiene veinte metros de anchura y ciento quince de longitud, y está hecho del más moderno plastiacero de carbono. Brilla como cromo negro. Debajo no hay nada. El puente franquea una grieta que desciende miles de metros hasta las nubes de fosgeno. En el lado este —el lado desde el cual llegamos— las estructuras del Drepung se elevan dos o tres kilómetros: paredes chatas, ventanas relucientes y una telaraña de cables entre el monasterio y el palacio. En el lado oeste —delante de nosotros— el Potala se eleva más de seis kilómetros sobre el peñasco; miles de facetas de piedra y cientos de techos dorados reflejan los vibrantes relámpagos de las nubes bajas. En caso de ataque, el puente Kyi Chu puede retraerse en el peñasco occidental en menos de treinta segundos, dejando medio kilómetro de piedra vertical hasta las primeras almenas, sin escaleras, sostenes, cornisas ni ventanas.
El puente no se retrae cuando cruzamos. Los flancos están llenos de soldados con uniforme de ceremonia, cada cual con una pica o rifle energético. En el extremo del puente, nos detenemos ante el Pargo Kaling —la Puerta Occidental—, un arco de ochenta y cinco metros de altura. El arco gigante despide una luz que asoma por mil dibujos intrincados, y el fulgor más intenso viene de dos grandes ojos de diez metros de ancho que miran sin pestañear hacia el este.
Nos detenemos al pasar bajo el Pargo Kaling. Con el próximo paso entraremos en el terreno del Palacio de Invierno, aunque la entrada todavía está a treinta pasos. Después de la puerta están los mil escalones que nos llevarán al palacio propiamente dicho. Aenea me ha dicho que los peregrinos vienen de todo T’ien Shan caminando de rodillas, y en algunos casos postrándose a cada paso —midiendo literalmente los cientos o miles de kilómetros con sus cuerpos—, para que les dejen atravesar la Puerta Occidental y tocar este último tramo del puente Kyi Chu con la frente, como homenaje al Dalai Lama.
Aenea y yo cruzamos juntos, mirándonos de reojo.
Después de presentar nuestras invitaciones a los guardias y funcionarios de la entrada, subimos los mil escalones. Me asombra descubrir que se asciende con una escalera mecánica, aunque Tromo Trochi de Dhomu susurra que con frecuencia se desactiva para permitir a los fieles un último esfuerzo antes de llegar al palacio.
Arriba, en los primeros niveles públicos, otro regimiento de sirvientes revisa nuestras invitaciones, nos quita la ropa mojada y nos escolta hasta habitaciones donde podremos bañarnos y cambiarnos. El chambelán Charles Chi-kyap Kempo tiene derecho a una pequeña suite de habitaciones en el nivel setenta y ocho del palacio, y después de una interminable caminata por los pasillos externos —las ventanas de la derecha muestran los rojos tejados del monasterio de Drepung chispeando a la luz de la tormenta— nos reciben más criados que hacen nuestra voluntad. Cada integrante del grupo tiene por lo menos un nicho con cortinas, para dormir después de la recepción formal, y los cuartos de baño contiguos ofrecen agua caliente, bañera y modernas duchas sónicas. Sigo a Aenea y le sonrío cuando me guiña el ojo al salir de la humeante habitación.
No tenía ropa formal en el Templo Suspendido en el Aire —ni en la nave que se oculta en la tercera luna, llegado el caso—, pero Lhomo Dondrub y otros de mi talla me han aprovisionado para la ocasión: pantalones negros y brillantes, botas negras y altas, camisa de seda blanca bajo chaleco dorado, una sobreveste de lana rojinegra con forma de X, sujeta en la cintura con una faja de seda carmesí. La capa está hecha de la mejor seda de los confines occidentales de Muztagh Alta y es negra, aunque con intrincados festones rojos, dorados, plateados y amarillos. Es una de las capas preferidas de Lhomo y dejó bien claro que me arrojaría de la plataforma más alta si yo la manchaba, rasgaba o perdía. Lhomo es un hombre agradable de carácter risueño —algo casi inaudito en un volador solitario, según me han dicho—, pero creo que en esto no bromeaba.
A. Bettik me prestó los brazaletes de plata requeridos para la recepción, adquiridos por él en los hermosos mercados de Hsi wang-mu. Me pongo sobre los hombros la capucha de plumas y roja lana de cigocabra que me prestó Jigme Norbu, que en vano ha esperado toda su vida una invitación al Palacio de Invierno. Alrededor del cuello llevo un talismán de jade y plata del Reino Medio, cortesía del maestro carpintero y amigo Changchi Kenchung, quien me dijo esta mañana que ha asistido a tres recepciones del palacio y siempre se aburrió como un hongo.