—Nadie —convino el niño, sonriendo aún más.
El cardenal Mustafa agitó las manos.
—Entonces quizá limitemos nuestra visita al Templo Suspendido en el Aire y otros destinos accesibles —dijo.
Hubo un silencio y miré de nuevo a Aenea, pensando que era el momento de irnos, preguntándome cuál sería la señal, creyendo que el chambelán nos conduciría afuera, sintiendo la carne de gallina ante la hambrienta mirada que Nemes le dirigía a Aenea. De pronto el arzobispo Jean Daniel Breque rompió el silencio.
—Antes comentaba con su alteza, el regente Tokra —dijo mirando a los demás, como si debiéramos zanjar la cuestión—, que nuestro milagro de la resurrección es asombrosamente similar a la milenaria creencia budista en la reencarnación.
—Ah —dijo el Dalai Lama con rostro vivaz, como si el tema le interesara—, pero no todos los budistas creen en la reencarnación. Aun antes de la migración a T'ien Shan y de los grandes cambios filosóficos que se han producido aquí, no todas las sectas budistas aceptaban el concepto del renacer. Sabemos con certeza que Buda se negó a especular con sus discípulos acerca de la existencia de una vida después de la muerte. Consideraba que ese interrogante no era relevante para la práctica de la Vía y no se podía responder dentro de las restricciones de la existencia humana. Veréis, caballeros, gran parte del budismo se puede explorar, valorar y utilizar como herramienta de iluminación sin incursiones en lo sobrenatural.
El arzobispo quedó pasmado, pero el cardenal Mustafa señaló:
—Pero tengo entendido que Buda dijo... y creo que una de vuestras escrituras le atribuye estas palabras, pero corrígeme si me equivoco...: «Existe lo no nacido, lo no originado, lo no hecho, lo no mezclado; de lo contrario, no habría escapatoria del mundo de lo nacido, lo originado, lo hecho, lo mezclado.»
El niño no dejó de sonreír.
—Eso dijo, eminencia, en efecto. Muy bien. ¿Pero acaso no existen elementos, aún no comprendidos del todo, dentro de nuestro universo físico, ligados por las leyes de nuestro universo físico, que se podrían describir como no nacidos, no originados, no hechos y no mezclados?
—Que yo sepa no, Su Santidad —dijo afablemente el cardenal Mustafa—. Pero no soy científico. Sólo un pobre sacerdote.
A pesar de este gesto diplomático, el Dalai Lama parecía empecinado en continuar con el tema.
—Como decíamos anteriormente, cardenal Mustafa, nuestra forma de budismo ha evolucionado desde que aterrizamos en este mundo montañoso. Ahora está muy impregnada del espíritu del zen. Y uno de los grandes maestros zen de Vieja Tierra, el poeta William Blake, dijo una vez: «La eternidad está enamorada de los frutos del tiempo.»
La sonrisa fija del cardenal Mustafa reveló su falta de comprensión.
El Dalai Lama ya no sonreía. Su expresión era agradable pero seria.
—¿Crees acaso que M. Blake quería decir que el tiempo sin fin es tiempo derrochado, cardenal Mustafa? ¿Que un ser liberado de la mortalidad, incluso Dios, podría envidiar a los hijos del tiempo lento?
El cardenal cabeceó pero no expresó su acuerdo.
—Santidad, no entiendo por qué Dios envidiaría a la pobre y mortal humanidad. Ciertamente Dios no es capaz de envidia.
El niño arqueó sus cejas casi invisibles.
—No obstante, ¿no es vuestro Dios cristiano omnipotente por definición? Sin duda él, ella, ello, debe ser capaz de envidia.
—Ah, una paradoja destinada a los niños, Su Santidad. Confieso que no estoy formado en la apologética lógica ni en metafísica. Pero como príncipe de la Iglesia de Cristo, sé por mi catecismo y en mi alma que Dios no es capaz de envidia... y menos de envidia por sus defectuosas creaciones.
—¿Defectuosas? —preguntó el niño.
El cardenal Mustafa sonrió con condescendencia y habló con el tono de un sacerdote culto dirigiéndose a un chiquillo.
—La humanidad es defectuosa por su propensión al pecado. Nuestro Señor no podría envidiar a alguien que es capaz de pecar.
El Dalai Lama movió la cabeza lentamente.
—Uno de nuestros maestros zen, un hombre llamado Ikkyu, una vez escribió un poema a ese efecto:
Todos los pecados cometidos
en los Tres Mundos
desaparecerán
conmigo.
El cardenal Mustafa aguardó un instante, pero como el poema no continuaba, preguntó:
—¿A qué tres mundos se refería, santidad?
—Esto fue antes del vuelo espacial —dijo el niño, moviéndose ligeramente en su trono—. Los Tres Mundos son el pasado, el presente y el futuro.
—Muy bonito —dijo el cardenal del Santo Oficio. Su ayudante, el padre Farrell, miraba al niño con una especie de fría repulsión—. Pero los cristianos no creemos que el pecado, o los efectos del pecado, o la responsabilidad por el pecado, terminen con la vida de uno, Su Santidad.
—Precisamente. —El niño sonrió—. Por eso me despierta curiosidad que prolonguéis la vida artificialmente con vuestra criatura cruciforme. Nosotros creemos que la muerte borra las viejas cuentas. Vosotros creéis que trae un juicio. ¿Por qué postergar ese juicio?
—Consideramos el cruciforme como un sacramento dado a nosotros por Nuestro Señor Jesucristo —murmuró el cardenal Mustafa—. Este juicio fue postergado inicialmente por el sacrificio de Nuestro Salvador en la cruz, Dios mismo aceptó el castigo por nuestros pecados, dándonos la opción de una vida eterna en el ciclo si la escogemos. El cruciforme es otro don de nuestro Salvador, que quizá nos dé tiempo para poner nuestra casa en orden antes de ese juicio final.
—Ah, sí —suspiró el niño—. Pero quizás Ikkyu quería decir que no hay pecadores. Que no hay pecado. Que «nuestra» vida no nos pertenece...
—Precisamente, Su Santidad —interrumpió el cardenal Mustafa, como si se las viera con un alumno lerdo. Noté que el regente, el chambelán y otros funcionarios ponían mala cara ante la interrupción—. Nuestra vida no nos pertenece, sino que pertenece a Nuestro Señor y Salvador... y para servirle a él, a Nuestra Santa Madre Iglesia.
—No nos pertenece a nosotros, sino al universo —continuó el niño—. Y nuestros actos, buenos y malos, también son propiedad del universo.
El cardenal Mustafa frunció el ceño.
—Bonita frase, Su Santidad, pero quizá demasiado abstracta. Sin Dios, el universo sólo puede ser una máquina... irreflexiva, indiferente, insensible.
—¿Por qué? —preguntó el niño.
—¿Cómo, Su Santidad?
—¿Por qué el universo debe ser irreflexivo, indiferente e insensible sin vuestra definición de Dios? —murmuró el niño. Cerró los ojos y recitó:
El rocío de la mañana
huye
y ya no existe.
¿Quién puede permanecer
en este mundo nuestro?
El cardenal Mustafa unió los dedos y se tocó los labios como si rezara o sintiera una vaga frustración.
—Muy bonito, Su Santidad. ¿También de Ikkyu?
El Dalai Lama sonrió satisfecho.
—No, mío. Escribo un poco de poesía zen cuando no puedo dormir.
Los sacerdotes rieron discretamente. Nemes clavaba los ojos en Aenea.
El cardenal Mustafa se volvió hacia mi amiga.
—M. Ananda, ¿tienes alguna opinión sobre estos importantes asuntos?
Por un segundo no supe a quién se dirigía, pero luego recordé que el Dalai Lama había presentado a Aenea como Ananda, principal discípulo de Buda.
—Conozco otro pequeño poema de Ikkyu que expresa mi opinión —dijo Aenea.
Más frágil e ilusorio
que números escritos en el agua;
pedir a Buda
dicha en otra vida.
El arzobispo Breque se aclaró la garganta e intervino en la conversación.
—Eso parece bastante claro, jovencita. No crees que Dios escuche nuestras plegarias.
Aenea sacudió la cabeza.
—Creo que él quería decir dos cosas, eminencia. Primero, que Buda no nos ayudará. No es su trabajo, como quien dice. En segundo lugar, que es necio planificar para la otra vida porque somos, por naturaleza, atemporales, eternos, no nacidos, inmortales y omnipotentes.
El arzobispo enrojeció.
—Esos adjetivos sólo pueden aplicarse a Dios, M. Ananda. —Sintió la mirada penetrante del cardenal Mustafa y recordó su lugar como diplomático—. O eso creemos nosotros.
—Por ser una persona joven, una arquitecta, pareces conocer el zen y la poesía, M. Ananda —observó afablemente el cardenal Mustafa, procurando aliviar la tensión—. ¿Hay otros poemas de Ikkyu que consideres relevantes?
Aenea asintió.
Solos llegamos a este mundo,
solos partimos.
También esto es ilusión.
Os enseñaré el camino:
no ir ni venir.
—Ese sería un buen truco —dijo el cardenal Mustafa con falsa jovialidad.
El Dalai Lama se inclinó hacia delante.
—Ikkyu nos enseñó que es posible vivir al menos parte de nuestra vida en un mundo sin tiempo ni espacio donde no hay nacimiento ni muerte, ni ida ni venida —dijo—. Un lugar donde no hay separación en el tiempo, ni distancia en el espacio, ni barrera que nos separe de los que amamos, ni pared de vidrio entre la experiencia y nuestro corazón.
El cardenal Mustafa lo miró atónito.
—Mi amiga M. Ananda también me enseñó esto —dijo el niño.
Por un segundo, el cardenal torció la cara en una mueca burlona. Se volvió hacia Aenea.
—Me agradaría que la joven nos enseñara este ingenioso truco de magia —dijo incisivamente.
—Eso espero —dijo Aenea.
Rhadamanth Nemes avanzó un paso hacia mi amiga. Apoyé la mano en mi capa, rozando el disparador de la linterna láser.
El regente tocó un gong con una vara envuelta en un paño. El chambelán se acercó para escoltarnos. Aenea se inclinó ante el Dalai Lama y yo la imité torpemente.
La audiencia había terminado.
Bailo con Aenea en el vasto salón de recepción al son de una orquesta de setenta y dos instrumentos mientras las damas, caballeros, sacerdotes y ministros plenipotenciarios de T'ien Shan nos miran desde el linde de la pista de baile o giran alrededor de nosotros impulsados por la misma música. Bailo con Aenea, volvemos a cenar antes de medianoche ante las largas mesas continuamente reaprovisionadas de comida, y luego bailamos de nuevo.
La estrecho mientras nos movemos juntos por la pista. No recuerdo haber bailado antes —al menos estando sobrio— pero bailo esta noche, abrazando a Aenea mientras la luz de los braseros se extingue y Oráculo arroja sombras en el parqué.
Es casi de madrugada y los invitados más viejos se han retirado, todos los monjes, alcaldes y estadistas, salvo la Marrana del Rayo, que ha reído, cantado y aplaudido en cada pieza, zapateando con sus sandalias, y sólo quedan cuatrocientas o quinientas personas. La orquesta toca piezas cada vez más lentas, como si su energía musical se agotara. Confieso que me habría acostado hace horas si no fuera por Aenea: ella quiere bailar. Así que bailamos, moviéndonos despacio, su mano pequeña en mi mano enorme, mi otra mano en su espalda —sintiendo sus fuertes músculos a través de la delgada seda del vestido—, su cabello contra mi mejilla, sus pechos blandos contra mi cuerpo, la curva de su cabeza contra mi cuello y mi barbilla. Ella parece un poco triste, pero aún tiene energía, aún quiere fiesta.
Las audiencias privadas terminaron hace horas y se anunció que el Dalai Lama se había acostado antes de medianoche, pero nosotros seguimos con la fiesta: Lhomo Dondrub, nuestro amigo volador, riendo y sirviendo champán y cerveza de arroz para todos; Labsang Samten, el hermano del Dalai Lama, saltando sobre los braseros llenos de rescoldos; el grave Tromo Trochi de Dhomu convirtiéndose de pronto en mago, haciendo trucos con fuego y aros y levitaciones. La Dorje Phamo canta un solo
a cappella
con una dulce voz que aún ronda mis sueños, y al fin los demás se unen en
la Canción de Oráculo
mientras la orquesta se dispone a marcharse antes que la aurora aclare el cielo nocturno.
La música se interrumpe. Los bailarines se quedan quietos. Aenea y yo nos detenemos y miramos alrededor.
Hace horas que no hay indicios de los huéspedes de Pax, pero de repente uno de ellos, Rhadamanth Nemes, sale de las sombras de la sala del Dalai Lama. Se ha cambiado el uniforme y ahora está totalmente vestida de rojo. Hay dos más con ella, y por un momento pienso que son los sacerdotes, pero veo que las dos figuras vestidas de negro son copias de Nemes; una mujer y un hombre, ambos en traje de combate, ambos con mechones flojos y negros sobre la frente pálida, ambos con ojos que son brasas muertas.
El trío se nos acerca entre los bailarines detenidos. Por instinto me interpongo entre mi amiga y estas criaturas, pero el varón y su compañera comienzan a rodearnos. Pongo a Aenea detrás de mí, pero ella se pone a mi lado.
Los bailarines quietos no hacen ruido. La orquesta guarda silencio. Aun el claro de luna parece congelado en franjas sólidas en el aire polvoriento.
Saco la linterna láser y la sostengo al costado. Nemes muestra sus pequeños dientes. El cardenal Mustafa sale de las sombras y se para detrás de ella. Las cuatro criaturas de Pax fijan los ojos en Aenea. Por un instante creo que el universo se ha detenido, que los bailarines están literalmente congelados en el espacio y el tiempo, que la música cuelga sobre nosotros como estalactitas listas para astillarse y caer, pero entonces oigo el murmullo de la multitud, susurros temerosos, un jadeo de angustia.
No hay amenaza visible —sólo cuatro huéspedes de Pax moviéndose por la pista, con Aenea como eje de un círculo que se cierra— pero la sensación de cacería es demasiado fuerte, igual que el olor del miedo a través del perfume, el talco y la colonia.
—¿Por qué esperar? —dice Rhadamanth Nemes, mirando a Aenea pero hablando con alguien más, tal vez sus hermanos o el cardenal.
—Creo... —dice el cardenal Mustafa, y se paraliza.
Todos se paralizan. Los grandes cuernos de la entrada murmuran gravemente, como placas continentales al desplazarse. Nadie está en los nichos para tocarlos. Las trompetas de hueso y bronce cierran la tenante nota de los cuernos. El gran gong hace vibrar los huesos.
Hay un murmullo y un grito ahogado. Los bailarines miran las escaleras, la antesala, el arco de entrada. La raleada multitud se dispersa aún más, apartándose como el suelo ante un arado de acero.
Algo se mueve detrás de las cortinas cerradas.