Algo ha atravesado las cortinas, no separándolas sino rasgándolas. Algo centellea bajo la luz de Oráculo y se desliza por el parqué como si flotara a centímetros del piso. Jirones rojos cuelgan de la alta silueta de tres metros, y demasiados brazos asoman entre los pliegues de esa túnica carmesí. Parece que las manos empuñaran hojas de acero. Los bailarines se alejan y se oye un jadeo general. Un silencioso relámpago opaca el claro de luna y se refleja en los pisos bruñidos, eclipsando a Oráculo. Cuando llega el trueno, segundos después, no se distingue del rumor grave y vibrante de los cuernos que aún reverberan en la entrada.
El Alcaudón se detiene a cinco pasos de Aenea y de mí, a cinco pasos de Nemes, a diez pasos de los hermanos de Nemes, a ocho pasos del cardenal. Pienso que el Alcaudón envuelto en esos jirones de cortina roja parece una caricatura cromada del cardenal Mustafa. Los clones de Nemes, con sus uniformes negros, parecen sombras de puñales contra las paredes.
En uno de los oscuros rincones de la sala de recepción, un alto reloj da lentamente la hora: uno, dos, tres, cuatro. Es el número de máquinas de matar que están delante y detrás de nosotros. Hace más de cuatro años que vi al Alcaudón, pero su presencia no es menos terrible ni más agradable a pesar de su intercesión. Los ojos rojos centellean como láseres bajo una capa de agua. Las fauces de acero cromado se abren para mostrar hileras de dientes afilados. Las púas y cuchillas de la criatura atraviesan la cortina roja que la envuelve. No pestañea. No parece respirar. Ahora que ha dejado de deslizarse, está tan inmóvil como una escultura de pesadilla.
Rhadamanth Nemes le sonríe.
Aún empuñando el estúpido láser, recuerdo la confrontación de Bosquecillo de Dios. Nemes se volvió plateada y borrosa y desapareció, reapareciendo de golpe junto a la niña Aenea. Planeaba cortar la cabeza de mi amiga y llevársela en un saco de arpillera, y lo habría hecho si no hubiera aparecido el Alcaudón. Nemes sabía que yo no atinaría a reaccionar, porque estas criaturas se movían fuera del tiempo. Siento el dolor de un padre que ve a su hijo ponerse en el camino de un vehículo acelerado, incapaz de actuar a tiempo para protegerlo. A este terror se suma el dolor de un amante incapaz de proteger a su amada.
No vacilaría un segundo en morir para proteger a Aenea de estas cosas, incluido el Alcaudón, y es posible que muera en menos de un segundo, pero mi muerte no la protegerá. Aprieto los dientes con frustración.
Moviendo sólo los ojos, temiendo precipitar la matanza si muevo un músculo, veo que el Alcaudón no mira a Aenea ni a Nemes. Mira al cardenal Mustafa. Este sacerdote con cara de rana debe sentir el peso de esa mirada roja, pues ha palidecido por completo.
Aenea se mueve. Poniéndose a mi izquierda, mete su mano derecha en mi mano izquierda y me aprieta los dedos. No es una niña pidiendo tranquilidad, sino que ella me tranquiliza a mí.
—Sabes cómo terminará —le dice al cardenal, ignorando a los clones que se tensan como felinos al acecho.
El gran inquisidor se relame los gruesos labios.
—No, no lo sé. Hay tres...
—Sabes cómo terminará —interrumpe Aenea—. Estuviste en Marte.
¿Marte?,
pienso
. ¿Qué demonios tiene que ver Marte con todo esto?
Otro relámpago vibra en la claraboya, arrojando sombras movedizas. Los rostros de cientos de bailarines aterrados son óvalos blancos sobre terciopelo negro. Comprendo, en un rapto de intuición tan repentino y esclarecedor como el relámpago, que la biosfera metafísica de este mundo —al margen de la evolución zen— está atestada de demonios míticos y espíritus malévolos de la mitología tibetana: cancerosos espíritus
nyen
de la tierra; «señores del suelo»
sadag
que acosan a los constructores que perturban sus reinos; rojos espíritus
tsen
que viven en las rocas; espíritus
gyelpo
de reyes difuntos que han faltado a sus votos, muertos, mortíferos, vestidos con armaduras pálidas; espíritus
dud
que son tan malévolos que se alimentan sólo de carne humana y usan una negra piel de escarabajo; deidades femeninas
mamo
, feroces como marejadas invisibles; hechiceras
matrika
de los cementerios y las plataformas crematorias, cuyo aliento huele a carroña; deidades planetarias
grabas
que provocan epilepsia y otras enfermedades espasmódicas; guardianes
noddin
de las riquezas del suelo, letales para los que trabajan en las minas de diamante; y muchas otras criaturas nocturnas, criaturas dentudas, criaturas con zarpas, criaturas asesinas. Lhomo y los demás me han contado las historias con frecuencia. Miro los rostros blancos intimidados por el Alcaudón y los clones de Nemes y pienso:
Esta noche no será tan insólita en los relatos de esta gente.
—El demonio no puede vencer a los tres —dice el cardenal Mustafa, pronunciando la palabra «demonio» al tiempo que yo pienso en ella. Comprendo que habla del Alcaudón.
Aenea ignora el comentario.
—Primero tomará tu cruciforme —murmura—. No puedo impedir que lo haga.
El cardenal Mustafa echa la cabeza hacia atrás como si lo hubieran abofeteado.
Su semblante pálido palidece aún más. Siguiendo una señal de Rhadamanth Nemes, los clones se cierran como si acumularan energía para una terrible transformación. Nemes vuelve a clavar su mirada negra en Aenea y sonríe mostrando todos los dientes.
—¡Alto! —exclama el cardenal Mustafa, y su grito resuena en la claraboya y el suelo.
Los grandes cuernos dejan de tocar. Los bailarines se aferran en un susurro de uñas sobre seda. Nemes mira con odio al cardenal.
—¡Alto! —repite el sacerdote, y comprendo que habla con sus propias criaturas—. ¡Invoco la orden de Albedo y del Núcleo! ¡Lo ordeno por la autoridad de los Tres Elementos!
Este grito desesperado tiene la cadencia de un exorcismo, un ritual profundo, pero aun yo puedo distinguir que no es católico ni cristiano. No es un conjuro para detener al Alcaudón sino a sus propios demonios.
Nemes y sus clones retroceden como tironeados por cuerdas invisibles. Los clones se reúnen con Nemes frente a Mustafa.
El cardenal sonríe, pero es un gesto trémulo.
—Mis mascotas no actuarán hasta que hablemos de nuevo. Te doy mi palabra como príncipe de la Iglesia, niña impía. ¿Tengo tu palabra de que este demonio no me acechará hasta entonces? —Señala al Alcaudón envuelto en sus jirones de terciopelo.
Aenea no ha perdido la calma.
—Yo no lo controlo —dice—. Sólo estarás seguro si abandonas este mundo en paz.
El cardenal mira al Alcaudón. Parece dispuesto a brincar en cuanto la alta figura flexione apenas una cuchilla. Nemes y sus compañeros siguen de pie entre él y el Alcaudón.
—¿Qué seguridad tengo de que la criatura no me seguirá al espacio... o de vuelta a Pacem?
—Ninguna —responde Aenea.
El gran inquisidor señala a mi amiga, con un largo dedo.
—Aquí tenemos asuntos que no se relacionan contigo —declara—, pero tú nunca saldrás de este mundo. Te lo juro por las entrañas de Cristo.
Aenea lo mira en silencio.
Mustafa da media vuelta y se marcha haciendo ondear su túnica roja. Sus sandalias susurran en el piso bruñido. Los clones de Nemes retroceden siguiendo al sacerdote, mirando al Alcaudón, mientras Nemes traspasa a Aenea con la mirada. Atraviesan las cortinas de la habitación privada del Dalai Lama y desaparecen.
El Alcaudón se queda donde está, sin vida, los cuatro brazos paralizados, recibiendo en los dedos las últimas chispas de luz de Oráculo antes de que la luna se pierda tras la montaña.
Los bailarines se dirigen hacia las salidas en una oleada de susurros y exclamaciones. La orquesta se retira, empacando instrumentos entre detonaciones, vibraciones y silbidos. Aenea aún me sostiene la mano mientras un pequeño círculo permanece alrededor de nosotros.
—¡Por el trasero de Buda! —exclama Lhomo Dondrub, y se acerca al Alcaudón, pasando el dedo por una espina metálica que nace en el pecho de la criatura. Veo sangre en su dedo bajo la luz evanescente—. Increíble —exclama Lhomo, bebiendo un sorbo de cerveza de arroz.
La Dorje Phamo se aproxima a Aenea. Coge la mano izquierda de mi amiga, se arrodilla y se apoya la palma de Aenea en la frente arrugada. Aenea aparta su mano de la mía mientras coge a la Marrana del Rayo por los brazos y la ayuda a levantarse.
—No —susurra.
—Bendita —responde la Dorje Phamo—.
Amata
, Inmortal;
Arhat
, Perfecta;
Sammasambuddha
, Plenamente Despierta. Lidéranos, enséñanos el
dhamma
.
—No —replica Aenea, siempre cordial con la anciana mientras la ayuda a incorporarse, pero con semblante severo—. Enseñaré lo que sé y compartiré lo que tengo cuando llegue el momento. No puedo hacer más. La hora del mito ha pasado.
Mi amiga se vuelve, me coge la mano y me lleva por la pista, dejando atrás al Alcaudón inmóvil, dirigiéndose a las cortinas destrozadas y la escalera mecánica detenida. Los demás se apartan tan rápidamente como cuando entró el Alcaudón.
Nos detenemos ante la escalera de acero. Brillan faroles en el pasillo que conduce a nuestros dormitorios.
—Gracias —dice Aenea, mirándome con ojos húmedos.
—¿Qué? ¿Por qué? No entiendo.
—Gracias por el baile —dice Aenea, y me besa suavemente los labios.
La electricidad de su contacto me hace pestañear. Señalo a la muchedumbre, la pista donde ya no está el Alcaudón, los guardias de Potala que irrumpen en el vasto salón, la habitación con cortinajes donde han desaparecido Mustafa y sus criaturas.
—No podemos dormir aquí esta noche, pequeña. Nemes y los otros dos...
—No harán nada. Confía en mí. No nos molestarán esta noche. Más aún, abandonarán su gompa y volverán a su nave. Regresarán, pero no esta noche.
Suspiro.
Ella me coge la mano.
—¿Tienes sueño? —pregunta Aenea.
Claro que tengo sueño. Estoy inexpresablemente exhausto. La noche anterior parece estar a semanas de distancia, y sólo tuve dos o tres horas de sueño liviano porque... porque habíamos... porque nosotros...
—En absoluto —respondo.
Aenea sonríe y me conduce a nuestro dormitorio.
Papa Urbano XVI
: Envía Tu Espíritu y serán creados.
Todos
: Renovarás la memoria de la Tierra y la faz de todos los mundos del Dominio de Dios.
Papa Urbano XVI
: Oremos.
Oh Dios. Has instruido el corazón de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos que, por medio del Espíritu Santo, siempre podamos ser auténticamente sabios y regocijarnos en Su consuelo. Por Cristo Nuestro Señor.
Todos
: Amén.
El papa Urbano XVI bendice las insignias de los Caballeros de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Papa Urbano XVI
: Nuestra ayuda es en el nombre del Señor.
Todos
: Que creó el cielo y la Tierra y todos los mundos.
Papa Urbano XVI
: El Señor sea con vosotros.
Todos
: Y también contigo.
Papa Urbano XVI
: Oremos.
Oh Señor, así oramos. Escucha nuestras plegarias y dígnate, por el poder de Tu majestad, bendecir estas insignias. Protege a Tus servidores, que desean usarlas, para que puedan ser fuertes mientras custodian los derechos de la Iglesia, y rápidos para defender y difundir la fe cristiana. Por Cristo nuestro Señor.
Todos
: Amén.
El papa Urbano XVI rocía los emblemas con agua bendita.
El maestro de ceremonias, cardenal Lourdusamy, lee la lista, de caballeros recién designados y ascendidos en rango. Cada caballero se levanta cuando mencionan su nombre y permanece de pie. Hay mil doscientos ocho caballeros en la basílica.
El cardenal Lourdusamy los menciona a todos por rango, del más bajo al más alto, primero los caballeros, después los sacerdotes caballeros.
Al concluir la lectura, los caballeros que serán ordenados se arrodillan. Todos los demás están sentados.
El papa Urbano XVI pregunta a los caballeros
: ¿Qué pides?
Los caballeros responden
: Pido ser ordenado caballero del Santo Sepulcro.
Papa Urbano XVI
: Hoy ser caballero del Santo Sepulcro significa librar la batalla por el Reino de Cristo y la extensión de la Iglesia, y realizar obras de candad con el mismo espíritu de fe y amor con el cual puedes dar la vida en batalla. ¿Estás dispuesto a seguir este ideal toda tu vida?
Los caballeros responden
: Lo estoy.
Papa Urbano XVI
: Te recuerdo que si todos los hombres y mujeres deben sentirse honrados por la práctica de la virtud, mucho más debe sentirse un soldado de la gloria de Cristo al ser caballero de Jesucristo y usar todos los medios para demostrar por sus actos y virtudes que es merecedor del honor que se le otorga y de la dignidad con que se lo inviste. ¿Estas dispuesto a prometer que observarás las constituciones de esta sagrada orden?
Los caballeros responden
: Con la gracia de Dios prometo observar, como auténtico soldado de Cristo, los mandamientos de Dios, los preceptos de la Iglesia, las órdenes de mis comandantes en el campo de batalla y la constitución de esta sagrada orden.
Papa Urbano XVI
: En virtud del decreto recibido, os designo y declaro soldados y caballeros del Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Los caballeros entran en el santuario y se arrodillan mientras el papa bendice la Cruz de Jerusalén, emblema de la orden.
Papa Urbano XVI
: Recibid la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo para vuestra protección, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Tras arrodillarse frente a la Cruz de Jerusalén, cada caballero responde
: Amén.
El papa Urbano XVI regresa a la silla situada en la plataforma del altar. Cuando Su Santidad da la señal, el maestro de ceremonias, cardenal Lourdusamy, lee el decreto de cada caballero recién designado. Al citarse los nombres, el caballero recién designado se aproxima al altar, hace una genuflexión y se arrodilla ante Su Santidad. Un caballero ha sido escogido para representar a todos los caballeros que serán ordenados y ese caballero se aproxima al altar.