Así que volveré a mis recuerdos y pediré tu indulgencia si mi primer intento de compartirlos y darles forma resulta un poco confuso.
Aenea cumplió dieciséis años y el viento polvoriento aulló tres días y tres noches. La niña se había ido. En los últimos cuatro años yo me había acostumbrado a sus «descansos», como ella los llamaba entonces, y habitualmente no me inquietaba como las primeras veces que ella había desaparecido varios días. Esta vez, sin embargo, me preocupé más que de costumbre: la muerte del Viejo Arquitecto había causado angustia a los veintisiete aprendices y sesenta ayudantes de ese campamento del desierto que el Viejo Arquitecto llamaba Taliesin West.
La tormenta de polvo se sumó a esa angustia, como siempre ocurre con las tormentas de polvo. La mayor parte de las familias y del personal de soporte vivían en las inmediaciones, en uno de los dormitorios de mampostería que el señor Wright había ordenado construir al sur de los edificios principales, y el campamento parecía un fuerte, con sus paredes, patios y pasajes cubiertos —útiles para transitar entre los edificios durante una tormenta de polvo—, pero cada día que pasaba sin ver el sol y sin ver a Aenea me ponía más nervioso.
Varias veces por día iba a su refugio; era el más alejado del complejo principal, medio kilómetro al norte, hacia las montañas. Ella nunca estaba. Había dejado la puerta suelta y una nota donde decía que no me preocupara, que era sólo una de sus excursiones y llevaba agua en abundancia, pero cada vez que la visitaba yo valoraba más el refugio.
Cuatro años antes, cuando los dos llegamos en una nave de Pax, agotados, vapuleados y quemados, con un androide convaleciente en el autocirujano de la nave, el Viejo Arquitecto y los demás aprendices nos recibieron con calidez y cordialidad. El señor Wright no se sorprendió de que una niña de doce años se hubiera teleyectado de mundo en mundo para encontrarlo y ser su aprendiz. Recuerdo ese primer día en que el Viejo Arquitecto le preguntó qué sabía de arquitectura.
—Nada —respondió Aenea sin inmutarse—, salvo que usted es la persona que debe enseñarme.
Evidentemente era la respuesta correcta. El señor Wright le dijo que todos los demás aprendices (veintiséis) habían pasado una especie de examen de ingreso: el diseño y construcción de un refugio en el desierto. El Viejo Arquitecto le daría algunos materiales —lona, piedra, cemento, madera—, pero la niña debería encargarse del diseño y el trabajo.
Antes de poner manos a la obra, Aenea recorrió los demás refugios. La acompañé, aunque yo, no siendo aprendiz, sólo necesitaba una tienda cerca del complejo principal. La mayoría eran variaciones sobre tiendas de campaña. Eran funcionales y algunas revelaban cierto estilo —sobre todo una, aunque, como señaló Aenea, no servía para protegerse de la arena ni de la lluvia— pero ninguna era memorable.
Aenea trabajó once días en su refugio. Yo la ayudé a levantar objetos pesados y a excavar (A. Bettik aún se estaba recobrando, primero en el autocirujano, luego en la enfermería del complejo) pero la niña se encargó de los planos y la mayor parte de la tarea. El resultado fue ese maravilloso refugio que yo visitaba cuatro veces por día durante ese último «descanso» en el desierto. Aenea puso las secciones principales bajo el nivel del suelo. Luego colocó las losas, asegurándose de que calzaran bien, para crear un piso liso. Encima extendió felpudos y mantas de color que consiguió en el mercado indio que estaba a veinte kilómetros. Alrededor de la cavidad central levantó paredes de un metro de altura, aunque parecían más altas porque la habitación principal estaba hundida. Usó la misma «argamasa del desierto» que el señor Wright había usado para construir las paredes y la superestructura de los edificios principales del complejo. También usó la misma técnica, aunque nunca se la habían enseñado.
Primero recogió piedras del desierto y de los arroyos y riachos que rodeaban la colina del complejo. Las piedras eran de todo tamaño y color —morado, negro, rojo y pardo ferroso— y algunas contenían petroglifos o fósiles. Después Aenea construyó recipientes de madera y puso las piedras más grandes adentro, con el lado chato contra la cara interior del recipiente. Luego pasó días bajo el sol ardiente, paleando arena de los riachos y llevándola en carretilla, mezclándola con cemento para formar el hormigón que sostendría las piedras al endurecerse la mezcla. Era una tosca combinación de piedra y hormigón —«argamasa del desierto», como decía el señor Wright— pero era extrañamente bella, y las piedras de color asomaban por la superficie del hormigón, con fisuras y texturas por doquier. Una vez en su sitio, las paredes tenían un metro de altura y grosor suficiente para resistir el calor del desierto durante el día y retener el calor interno durante la noche.
El refugio era más complejo de lo que parecía a primera vista. Tardé meses en apreciar las sutilezas del diseño. Uno se agachaba para entrar en el vestíbulo de piedra y lona y tres anchos escalones bajaban hasta el portal de madera y argamasa que servía como entrada de la sala principal. Este vestíbulo sinuoso y descendente funcionaba como una cámara de presión, impidiendo el paso de la arena, y Aenea había mejorado este efecto al instalar las lonas como si fueran foques. La «sala principal» tenía apenas tres metros de diámetro y cinco de longitud, pero parecía mucho más grande. Aenea había instalado bancos alrededor de una mesa de piedra para crear un «comedor», y había puesto más nichos y asientos de piedra cerca de la pared norte del refugio. Allí había una chimenea de piedra en la pared, y no tocaba la lona ni la madera en ningún punto. Entre las paredes de piedra y la lona —a la altura del ojo cuando uno se sentaba— había ventanas que iban a lo largo de los lados norte y sur del refugio. Estas ventanas panorámicas se podían cubrir con persianas de lona y madera, operadas desde el interior.
Para modelar la lona, Aenea usó viejas varillas de fibra de vidrio que encontró en la pila de chatarra del complejo: arcos suaves, picos abruptos, bóvedas, nichos. Se había hecho un dormitorio para ella, separado de la sala principal por dos escalones en ángulo de sesenta grados, un hueco abierto en el suave declive y recostado contra una roca que había encontrado en el lugar. Allí no había agua ni fontanería —compartíamos las duchas comunitarias y los retretes del complejo— pero Aenea construyó una bonita tina de roca con baño junto a su cama (una plataforma de madera terciada con colchón y mantas), y varias veces por semana calentaba agua en la cocina principal y la llevaba al refugio, cubo por cubo, para darse un baño caliente.
La luz que atravesaba la lona era cálida al amanecer, brumosa al mediodía, anaranjada al atardecer. Además Aenea había puesto el refugio en cuidadosa relación con los saguaros, los perales silvestres y los cactos, de modo que diversas sombras caían en diversos planos de la lona a diversas horas del día.
Era un lugar grato y confortable. E indescriptiblemente vacío cuando mi joven amiga estaba ausente. He mencionado que los aprendices y el personal de soporte estaban angustiados después de la muerte del Viejo Arquitecto. «Desesperados» sería una descripción más precisa. Pasé la mayor parte de esos tres días de ausencia de Aenea escuchando la preocupada cháchara de unas noventa personas —nunca juntas, pues al señor Wright no le gustaban las multitudes y el comedor funcionaba por turnos— y el nivel de pánico parecía crecer al pasar los días y las tormentas de polvo. La ausencia de Aenea contribuía a la histeria: era la aprendiz más joven de Taliesin —la persona más joven, en realidad—, pero los otros se habían acostumbrado a pedirle consejo y a escucharla. En una semana habían perdido al maestro y a la consejera.
En la cuarta mañana, las tormentas de polvo cesaron y Aenea regresó. Yo estaba trotando después del amanecer y la vi llegar por el desierto desde la dirección de las montañas McDowell; al verla perfilada contra el resplandor, pensé en la primera vez que la había visto en el Valle de las Tumbas de Tiempo de Hyperion.
Aenea sonrió.
—Hola —saludó.
—Hola, pequeña —respondí. Nos detuvimos a cinco pasos de distancia. Sentí el impulso de abrazarla, estrecharla, rogarle que no desapareciera de nuevo. No hice eso. La luz de la mañana arrojaba largas sombras detrás de los cactos y arbustos, bañando nuestra tez bronceada en un fulgor anaranjado.
—¿Cómo anda la tropa? —preguntó Aenea. Noté que a pesar de sus promesas había ayunado en esos tres últimos días. Siempre había sido delgada, pero ahora se le notaban las costillas a través de la camisa de algodón, y tenía los labios secos y cuarteados—. ¿Están alarmados?
—Están cagando ladrillos —dije. Normalmente me abstenía de usar mi vocabulario de la Guardia Interna frente a la niña, pero ya tenía dieciséis años. Además, ella siempre había usado un vocabulario más atrevido que el mío.
Aenea sonrió. La brillante luz alumbró los mechones claros de su cabello corto.
—Eso sería magnífico para un grupo de arquitectos.
Me froté el mentón, palpando la barba crecida.
—De veras, pequeña. Están bastante alborotados.
—No saben qué hacer ni adónde ir ahora que se ha ido el señor Wright. —Aenea entornó los ojos. El complejo parecía un amontonamiento de piedra y lona más allá de los cactos y chaparrales. La luz del sol rebotaba en las invisibles ventanas y en una de las fuentes—. Reunamos a todo el mundo en el pabellón de música —dijo Aenea, y echó a andar hacia Taliesin.
Y así empezó el último día que compartimos en la Tierra.
Interrumpiré aquí. Oigo mi propia voz en la pizarra y recuerdo la pausa que hice en la narración. Aquí quería hablar de los cuatro años de exilio en la Vieja Tierra, de los aprendices y otras personas de la Hermandad Taliesin, del Viejo Arquitecto y sus caprichos y mezquinas crueldades, así como de su brillantez y sus entusiasmos pueriles. Quería describir las muchas conversaciones con Aenea en esos cuarenta y ocho meses locales (los cuales, algo que nunca dejaba de asombrarme, se correspondían perfectamente con los meses estándar de la Hegemonía y de Pax) y mi lenta comprensión de las increíbles aptitudes de Aenea. También quería hablar de mis excursiones de esa época: mi viaje alrededor de la Tierra en la nave de descenso, mis largas aventuras en América del Norte, mi fugaz contacto con otras comunidades humanas encabezadas por cíbridos inspirados en el pasado (como el memorable grupo dirigido por el cíbrido Jesús de Nazaret, en Israel y Nueva Palestina), pero al oír el breve silencio de la pizarra que reemplaza esas narraciones, recuerdo la causa de mi omisión.
Como dije antes, grabé estas palabras en una celda de Schrödinger en órbita de Armaghast, mientras esperaba la emisión simultánea de una partícula isotópica y la activación del detector de partículas. Cuando estos dos sucesos coincidieran, se liberaría el gas de cianuro incorporado al campo de energía estática que rodeaba el equipo de reciclaje. La muerte no sería instantánea, pero casi. Aunque he dicho que me llevaría tiempo narrar esta historia, ahora comprendo que hubo algunas modificaciones, un intento de llegar a los elementos importantes antes de que decayera la partícula y brotara el gas.
No cuestionaré esa decisión ahora, salvo para decir que los cuatro años en la Tierra merecerían contarse en otra oportunidad: las noventa personas de la Hermandad eran decentes, complejas, perversas e interesantes, como todos los seres humanos inteligentes, y sus historias valen la pena. Asimismo, mis exploraciones por la Tierra, tanto en la nave como en la ranchera Woody modelo 1948 que me prestó el Viejo Arquitecto, podrían prestarse a un poema épico aparte.
Pero no soy poeta. Fui rastreador en mis tiempos de guía de caza, y aquí mi trabajo consiste en rastrear el crecimiento de Aenea hasta llegar a su condición de mujer y de mesías sin desviarme por sendas laterales. Y eso haré.
El Viejo Arquitecto siempre se refirió al complejo como «campamento del desierto». La mayoría de los aprendices lo llamaban «Taliesin», que significa «Arco brillante» en galés. (El señor Wright era de origen galés. Pasé días tratando de recordar un mundo de Pax o del confín con nombre galés, hasta que me acordé de que el Viejo Arquitecto había vivido y muerto antes del vuelo espacial.) Aenea llamaba al lugar Taliesin West, «Taliesin Oeste», y aun alguien tan obtuso como yo comprendía que en consecuencia tenía que haber un Taliesin Este.
Cuando se lo pregunté tres años antes, Aenea me había explicado que el señor Wright original había construido su primer complejo Taliesin a principios de la década de 1930 en Spring Green, Wisconsin. Wisconsin era una de las subunidades políticas y geográficas del antiguo estado-nación de América del Norte llamado Estados Unidos. Cuando le pregunté a Aenea si el primer Taliesin era como éste, me explicó:
—No, había varios Taliesin en Wisconsin, hogares y hermandades, y la mayoría fueron destruidos por el fuego. Es una de las razones por las cuales el señor Wright instaló tantos estanques y fuentes en este complejo, fuentes de agua para combatir los inevitables incendios.
—¿Y su primer Taliesin se construyó hacia 1930?
Aenea sacudió la cabeza.
—Él inauguró su primera hermandad Taliesin en 1932. Pero era ante todo una manera de obtener mano de obra esclava, sus aprendices, para construir su sueño y conseguir comida durante la Depresión.
—¿Qué fue la Depresión?
—Una mala época económica en su estado-nación puramente capitalista —dijo Aenea—. Recuerda que entonces la economía no era global y dependía de instituciones monetarias privadas llamadas bancos, de las reservas de oro y del valor del dinero físico, monedas y trozos de papel que presuntamente valían algo. Era una alucinación consensuada, desde luego, y en la década de 1930 la alucinación se convirtió en pesadilla.
—Cielos.
—Exacto. De todos modos, mucho antes, en 1909, el maduro señor Wright abandonó a su esposa y sus seis hijos y huyó a Europa con una mujer casada.
Esa noticia me desconcertó. Costaba acostumbrarse a la idea de que el Viejo Arquitecto —un octogenario cuando lo habíamos conocido— tuviera una vida sexual, y para colmo escandalosa. También me preguntaba qué tenía que ver todo esto con mi pregunta acerca de Taliesin Este.
Aenea llegó a eso.
—Cuando regresó con la otra mujer—dijo, sonriendo ante mi embelesada atención—, comenzó a construir el primer Taliesin, su hogar de Wisconsin, para Mamah...
—¿Su madre? —pregunté, totalmente confundido.