—Hay dos opciones —dijo Aenea—. Todos vosotros viajasteis aquí por teleyector o a través de las Tumbas de Tiempo. Podéis regresar por teleyector...
—¡No!
—¿Cómo?
—Jamás... Antes moriría.
—¡No! ¡Pax nos encontrará y nos matará!
Los gritos eran espontáneos y sinceros. Era el sonido del terror verbalizado. Percibí miedo en la habitación, tal como lo percibía en los animales atrapados en los brezales de Hyperion.
Aenea alzó una mano y los gritos se calmaron.
—Podéis regresar al espacio de Pax en teleyector, o podéis permanecer en la Tierra y tratar de sobrevivir.
Hubo murmullos de alivio ante la opción de no regresar. Comprendí ese sentimiento. También para mí Pax se había transformado en un coco. La idea de regresar allá me quitaba el sueño al menos una vez por semana.
—Pero si os quedáis aquí —continuó la niña sentada en el borde del escenario—, seréis parias. Todos los grupos de seres humanos de aquí tienen sus propios proyectos, sus propios experimentos. No encajaréis en ellos.
La gente hizo preguntas, exigiendo respuestas a misterios que no había comprendido durante su larga estancia. Pero Aenea continuó.
—Si os quedáis aquí, desperdiciaréis lo que el señor Wright os enseñó y lo que vinisteis a aprender sobre vosotros mismos. La Tierra no necesita arquitectos ni constructores. No ahora. Tenemos que regresar.
Jaev Peters habló de nuevo, con voz quebradiza pero sin hostilidad.
—¿Y Pax necesita constructores y arquitectos? ¿Para construir sus malditas iglesias?
—Sí —dijo Aenea.
Jaev asestó un puñetazo a una butaca.
—Pero nos capturarán o nos matarán si averiguan quiénes somos, dónde hemos estado.
—Sí —dijo Aenea.
—¿Tú regresarás, niña? —preguntó Bets Kimbal.
—Sí —dijo Aenea, y bajó del escenario.
Ahora todos estaban de pie, gritando o hablando con las personas que tenían al lado. Fue Jaev Peters quien expresó el pensamiento de los noventa huérfanos de la Hermandad.
—¿Podemos ir contigo, Aenea?
La niña suspiró. Su rostro, bronceado y alerta, también parecía cansado.
—No —dijo—. Creo que irse de aquí será como morir o nacer. Cada cual tendrá que hacerlo por su cuenta. —Sonrió—. O en grupos muy pequeños.
Se hizo el silencio. Cuando Aenea habló, fue como si un solo instrumento continuara con la melodía que la orquesta había dejado de tocar.
—Raul se irá primero —dijo—. Esta noche. Uno por uno, todos encontraréis el portal teleyector adecuado. Yo os ayudaré. Seré la última en marcharme de la Tierra. Pero me marcharé, y dentro de unas semanas. Todos debemos irnos.
La gente se aproximó en silencio a la niña de pelo corto.
—Pero algunos nos volveremos a encontrar —dijo Aenea—. Estoy segura de que algunos nos volveremos a encontrar.
Vi el anverso de esa predicción tranquilizadora: algunos no sobreviviríamos para volvernos a encontrar.
—Bien —tronó Bets Kimbal, rodeando a Aenea con el brazo—, en la cocina hay suficiente comida para un último festín. ¡El almuerzo de hoy será una comida que recordaréis durante años! Como decía mi madre, si tienes que viajar, no lo hagas con el estómago vacío. ¿Quién me ayudará en la cocina, pues?
La reunión se disolvió. Las familias y amigos permanecían en grupos y los solitarios deambulaban como aturdidos, todos aproximándose a Aenea mientras salíamos del pabellón de música. En ese momento quise aferrarla, sacudirla hasta que se le cayeran las muelas del juicio.
Qué demonios quieres decir con que Raul será el primero en irse, esta noche. ¿Quién demonios eres para decirme que te deje aquí? ¿Y cómo crees que me obligarás?
Pero ella estaba demasiado lejos y la rodeaba demasiada gente. Sólo atiné a seguir a la muchedumbre a la cocina y el comedor, la furia escrita en la cara, los puños, los músculos y el andar.
Una vez vi que Aenea me miraba por encima de las cabezas.
Déjame explicarte
, imploraban sus ojos.
Le respondí con una mirada de piedra.
Anochecía cuando se reunió conmigo en el gran garaje que el señor Wright había hecho construir a medio kilómetro del complejo. Era una estructura de flancos abiertos, salvo por cortinas de lona, pero tenía gruesas columnas de piedra que sostenían un techo de pino; lo habían construido para albergar la nave de descenso donde habíamos llegado Aenea, A. Bettik y yo.
Yo había abierto la puerta de lona y estaba de pie en la escotilla abierta cuando vi que Aenea se aproximaba por el desierto. Yo tenía puesto el comlog de pulsera que no había usado en más de un año; ese objeto me traía demasiados recuerdos de nuestra nave espacial —la nave consular de siglos atrás— y había sido mi enlace e instructor cuando aprendí a pilotar la nave de descenso. Ahora tampoco lo necesitaba —había bajado la memoria del comlog a la nave y sabía pilotarla solo—, pero me hacía sentir más seguro. El comlog realizaba una verificación de sistemas, parloteando consigo mismo.
Aenea se detuvo en la entrada. El crepúsculo arrojaba largas sombras a sus espaldas y pintaba la lona de rojo.
—¿Cómo está la nave? —preguntó.
Eché un vistazo al comlog.
—Está bien —mascullé sin mirarla.
—¿Tiene combustible y carga para un vuelo más?
Aún sin mirarla, examiné las láminas de contacto del brazo del sillón del piloto.
—Depende de adónde vuele —respondí
Aenea se aproximó a la escalerilla y me tocó la pierna. Esta vez tuve que mirarla.
—No te enfades —dijo—. Tenemos que hacer estas cosas.
Aparté la pierna.
—Maldición, no insistas en decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer. Eres sólo una chiquilla. Tal vez haya cosas que algunos no tenemos que hacer. Tal vez largarme y dejarte sola sea una de esas cosas. —Me bajé de la escalerilla y tecleé el comlog. La escalerilla se disolvió en el casco de la nave. Dejé el garaje y eché a andar hacia mi tienda. En el horizonte, el Sol era una perfecta esfera roja. Bajo los últimos rayos de luz, las piedras y lonas del complejo principal parecían estar en llamas, el mayor temor del Viejo Arquitecto.
—¡Raul, aguarda!
Aenea apuró el paso para alcanzarme. Me bastó una ojeada para comprobar que estaba exhausta. Se había pasado la tarde reuniéndose con gente, hablando, dando explicaciones, tranquilizando, abrazando. De pronto la Hermandad me parecía un nido de vampiros emocionales cuya única fuente de energía era Aenea.
—Dijiste que tú...
—Sí, sí —interrumpí. Tuve la sensación de que ella era la adulta y yo el niño malhumorado. Para ocultar mi confusión, di la vuelta y miré el atardecer. Guardamos silencio unos instantes, mientras la luz se desvanecía y el cielo se oscurecía. Los atardeceres de la Tierra me parecían más lentos y encantadores que los que había conocido en mi infancia en Hyperion, y los atardeceres del desierto me resultaban particularmente hermosos. ¿Cuántos atardeceres habíamos compartido la niña y yo en los últimos cuatro años? ¿Cuántas ociosas veladas bajo las brillantes estrellas del desierto? ¿Sería éste el ultimo atardecer que contemplaríamos juntos? La idea me sacaba de quicio.
—Raul —insistió ella mientras las sombras se espesaban y el aire se enfriaba—, ¿me acompañas?
No dije que sí, pero la seguí por el campo pedregoso, evitando los pinchos filosos de las yucas y las espinas de los cactos en la sombra, hasta que llegamos a la zona iluminada del complejo.
¿Cuánto falta,
pensé
, para que se agote el combustible de los generadores?
Tenía la respuesta, pues formaba parte de mi trabajo mantener y alimentar los generadores. Teníamos seis días de combustible en los tanques principales y otros diez en los tanques de reserva, que nunca debían tocarse salvo en emergencias. Casi tres semanas de luz eléctrica, refrigeración y equipos. ¿Y después? Oscuridad, deterioro y el final de la incesante construcción, desmantelamiento y reconstrucción que había sido el ruido de fondo de Taliesin en los últimos cuatro años.
Pensé que íbamos al comedor, pero dejamos atrás las ventanas iluminadas. Aún había gente sentada a las mesas, hablando con intensidad, y sólo tenía ojos para Aenea cuando pasamos, pues para ellos yo era invisible en su hora de pánico. Nos acercamos al estudio privado del señor Wright, pero no nos detuvimos allí. Tampoco nos detuvimos en la hermosa sala de conferencias donde un pequeño grupo veía una última película —faltaban tres semanas para que los proyectores dejaran de funcionar— ni entramos en la sala de diseño.
Nuestro destino era un taller de piedra y lona que estaba al sur, lejos de la calzada, un edificio útil para trabajar con sustancias tóxicas o equipo ruidoso. Yo había trabajado bastante allí en los dos primeros años, pero no en los meses recientes.
Bettik aguardaba en la puerta. El androide sonreía pícaramente, como cuando había llevado la torta de cumpleaños a la fiesta sorpresa de Aenea.
—¿Qué hay? —rezongué.
Aenea entró en el taller y encendió la luz.
En la mesa del centro de la habitación había un bote de dos metros de longitud. Tenía la forma de una semilla afilada en ambas puntas, cerrada salvo por una pequeña abertura redonda con una falda de nylon que obviamente se podía ceñir alrededor de la cintura del ocupante. Junto al bote había un remo de dos palas. Me acerqué y acaricié el casco: un compuesto de fibra de vidrio con agarraderas y soportes de aluminio. Sólo una persona de la Hermandad podía realizar un trabajo tan cuidadoso. Miré a A. Bettik casi acusatoriamente. Él asintió.
—Se llama kayak —dijo Aenea, acariciando el casco bruñido—. Es un viejo diseño terrícola.
—He visto variaciones sobre él —dije, negándome a dejarme impresionar—. Los rebeldes de la Garra de Hielo de Ursus usaban botes como éste.
Aenea aún acariciaba el casco como si yo no hubiera hablado.
—Le pedí a A. Bettik que lo hiciera para ti —dijo—. Él trabajó aquí durante semanas.
—Para mí —repetí obtusamente. Sentí un nudo en el estómago al comprender lo que vendría.
Aenea se acercó más. Estaba bajo la lámpara, y las sombras que tenía bajo los ojos y los pómulos le hacían aparentar mucho más de dieciséis años.
—Ya no tenemos la balsa, Raul.
Sabía a qué balsa se refería. La que nos había llevado por tantos mundos hasta que terminó despedazada en la emboscada que casi nos mata en Bosquecillo de Dios. La balsa que nos había llevado río abajo bajo el hielo de Sol Draconi Septem, por los desiertos de Hebrón y Qom-Riyad, por el mundo oceánico de Mare Infinitus. Sabía a qué balsa se refería. Y sabía qué significaba este bote.
—¿Así que debo llevar esto de vuelta por donde vinimos? —Alcé una mano como para tocarlo, pero no lo hice.
—No por donde vinimos —dijo Aenea—, sino por el río Tetis. A través de otros mundos. A través de tantos mundos como sea necesario para encontrar la nave.
—¿La nave? —pregunté. Habíamos dejado la nave del cónsul oculta bajo el río, reparándose de los daños que había sufrido en nuestro vuelo desde Pax, en un mundo cuyo nombre y posición desconocíamos.
Mi joven amiga asintió y las sombras aletearon alrededor de sus cansados ojos.
—Necesitaremos la nave, Raul. Si estás dispuesto, quisiera que lleves este kayak por el río Tetis hasta encontrar la nave, y que luego vueles con ella a un mundo donde A. Bettik y yo estaremos esperando.
—¿Un mundo del espacio de Pax? —dije, con otro nudo en el estómago ante el peligro que implicaba esa sencilla frase.
—Sí.
—¿Por qué yo? —pregunté, mirando significativamente a A. Bettik. Me avergoncé de mi pensamiento:
¿Por qué enviar a un ser humano, tu mejor amigo, cuando puede ir el androide?
Bajé la mirada.
—Será un viaje peligroso —dijo Aenea—. Creo que tú puedes lograrlo, Raul. Confío en que encontrarás la nave y luego nos encontrarás a nosotros.
Se me aflojaron los hombros.
—De acuerdo —dije—. ¿Iremos al sitio donde entramos con el teleyector? —Al salir de Bosquecillo de Dios habíamos llegado a un pequeño arroyo cerca de la obra maestra del Viejo Arquitecto, el edificio de Fallingwater. Había que recorrer más de medio continente.
—No —dijo Aenea—. Más cerca. El río Mississippi.
—De acuerdo —repetí. Había sobrevolado el Mississippi. Estaba a dos mil kilómetros—. ¿Cuándo me voy? ¿Mañana?
Aenea me tocó la muñeca.
—No —dijo, con fatiga pero con firmeza—. Esta noche. Ya.
No protesté. No discutí. Sin una palabra, cogí la proa del kayak. A. Bettik cogió la popa, Aenea el centro, y llevamos el maldito bote hasta la nave en la profunda noche del desierto.
El gran inquisidor estaba atrasado.
El control de tráfico del Vaticano dirigió el VEM hacia el espacio aéreo del puerto espacial, normalmente cerrado, clausuró todo el tráfico aéreo al este del Vaticano y detuvo un carguero robot de treinta mil toneladas en aproximación orbital final hasta que el vehículo del inquisidor atravesó la esquina sureste de la cuadrícula de descenso.
Dentro del VEM blindado, el gran inquisidor —su eminencia el cardenal John Domenico Mustafa— no miraba por la ventanilla ni por los monitores el hermoso paisaje del Vaticano, sus murallas rosadas en la luz de la mañana, ni la atestada carretera de veinte carriles llamada Ponte Vittorio Emanuele, que titilaba como un río iluminado al reflejarse el sol en los parabrisas y techos transparentes. El gran inquisidor se concentraba en los datos de inteligencia que rodaban por su comlog.
Cuando hubo terminado, memorizado y borrado el último párrafo, el gran inquisidor le dijo a su asistente, el padre Farrell:
—¿Y no hubo más reuniones con Mercantilus?
El padre Farrell, un hombre delgado de ojos chatos y grises, nunca sonreía, pero un temblor del músculo de la mejilla comunicó al cardenal un remedo de humor.
—Ninguna.
—¿Seguro?
—Totalmente.
El gran inquisidor se reclinó en los cojines del VEM y se permitió una breve sonrisa. Mercantilus sólo había hecho esa desastrosa aproximación a un candidato papal —el sondeo de Lourdusamy— y el inquisidor había oído la grabación completa de la reunión. El cardenal se permitió prolongar su sonrisa: Lourdusamy tenía razón al pensar que su sala de conferencias era a prueba de intromisiones, que estaba totalmente protegida contra todo dispositivo de grabación. Cualquier grabador —aun implantado en uno de los participantes— habría sido detectado y localizado. Todo intento de enviar transmisiones por ultralínea habría sido detectado y bloqueado. Obtener la grabación visual y auditiva de esa reunión había sido uno de sus mayores logros.