Dos años locales atrás monseñor Lucas Oddi se había internado en el hospital del Vaticano para un reemplazo rutinario de los ojos, los oídos y el corazón. El padre Farrell había abordado al cirujano, amenazando con aplastarlo con todo el peso del Santo Oficio si el pobre médico no implantaba ciertos adminículos de avanzada tecnología en el cuerpo del monseñor. El cirujano lo hizo y poco después murió la muerte verdadera —sin resurrección posible— en un accidente automovilístico en el Gran Bajío Norte.
Monseñor Lucas Oddi no tenía aparatos electrónicos ni mecánicos en su organismo, pero había siete nanograbadores totalmente biológicos conectados a su nervio óptico. Había cuatro nanograbadores de audio conectados a su sistema nervioso auditivo. Estos biograbadores no transmitían dentro del cuerpo, sino que almacenaban los datos químicamente y los trasladaban físicamente por la corriente sanguínea hasta un transmisor —también totalmente orgánico— situado en el ventrículo izquierdo. Cuando Oddi abandonó la zona segura de la oficina del cardenal Lourdusamy, el transmisor irradió una grabación comprimida de la reunión a una repetidora. No era una intrusión en tiempo real —un detalle que aún preocupaba al cardenal Mustafa— pero era lo más parecido que se podía lograr con la tecnología actual.
—Isozaki está asustado —dijo el padre Farrell—. Él cree...
El gran inquisidor alzó un dedo. Farrell se interrumpió.
—No sabes si está asustado —dijo el cardenal—. No sabes lo que cree. Sólo puedes saber lo que dice y hace e inferir sus pensamientos y reacciones. Nunca te bases en suposiciones acerca de tus enemigos, Martin. Puede ser una autocomplacencia fatal.
El padre Farrell inclinó la cabeza sumisamente.
El VEM se posó en la pista del Castel Sant'Angelo. El gran inquisidor salió por la escotilla y bajó la rampa con tanta rapidez que Farrell tuvo que trotar para alcanzarlo. Comandos de seguridad vestidos con la armadura roja del Santo Oficio los escoltaron por delante y por detrás, pero el gran inquisidor los ahuyentó con un gesto. Quería terminar su conversación con el padre Farrell. Tocó el brazo izquierdo de su asistente —no por afecto, sino cerrando los circuitos de conducción ósea para poder subvocalizar— y dijo:
—Isozaki y los dirigentes de Mercantilus no están asustados. Si Lourdusamy quisiera deshacerse de ellos, ya estarían muertos. Isozaki quiso comunicar su mensaje de apoyo al cardenal y lo consiguió, los que están asustados son los militares de Pax.
Farrell frunció el ceño y subvocalizó en el circuito óseo.
—Los militares. Pero todavía no han jugado su carta. No han cometido ninguna deslealtad.
—Precisamente —dijo el gran inquisidor—. Mercantilus ha hecho su jugada y sabe que Lourdusamy acudirá a ellos cuando llegue el momento. Durante años la flota de Pax y el resto han temido elegir erróneamente. Ahora temen haber esperado demasiado.
Farrell asintió. Habían bajado en ascensor hasta las entrañas del Castel Sant'Angelo y atravesaban un corredor oscuro lleno de guardias armados y campos de fuerza letales. Ante una puerta sin marcas, dos comandos vestidos de rojo se cuadraron alzando los rifles energéticos.
—Dejadnos —ordenó el gran inquisidor, apoyando la palma en la placa de identificación de la puerta. El panel de acero se deslizó.
El corredor era pétreo y sombrío. La habitación era luminosa y brillante, con instrumentos y superficies asépticas. Los técnicos alzaron la cabeza cuando entraron el gran inquisidor y Farrell. En una pared de la habitación había puertas cuadrangulares que parecían cajones de un antiguo depósito de cadáveres. Una de las puertas estaba abierta y un hombre desnudo yacía en la camilla que habían sacado del refrigerador.
El gran inquisidor y Farrell se detuvieron a ambos lados de la camilla.
—Está reviviendo bien —dijo el técnico que manejaba la consola—. Lo estamos sosteniendo por debajo de la superficie. Podemos despertarlo en segundos.
—¿Cuánto duró su último sueño frío? —preguntó el padre Farrell.
—Dieciséis meses locales —dijo el técnico—. Trece y medio estándar.
—Despiértalo —ordenó el gran inquisidor.
Segundos después el hombre movió los párpados. Era un sujeto menudo, musculoso y compacto, y no había marcas ni magulladuras en su cuerpo. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cuerda adhesiva. Detrás de la oreja izquierda le habían implantado un empalme cortical que estaba conectado con la consola por un manojo casi invisible de microfibras.
El hombre de la camilla gimió.
—Cabo Bassin Kee —dijo el gran inquisidor—. ¿Me oye?
El cabo Kee emitió un sonido ininteligible. El gran inquisidor asintió con satisfacción.
—Cabo Kee —dijo afablemente—, ¿podemos reanudar nuestra charla?
—Cuánto tiempo... —murmuró Kee con labios secos y rígidos—. Cuánto tiempo he estado...
El padre Farrell se acercó a la consola y le hizo una seña al gran inquisidor.
Ignorando la pregunta del cabo, el cardenal John Domenico Mustafa murmuró:
—¿Por qué usted y el padre capitán De Soya dejaron ir a la niña?
El cabo Kee abrió los ojos, pestañeó como si la luz le doliera, los cerró de nuevo. No habló.
El gran inquisidor le hizo una seña al padre Farrell, que pasó la mano sobre los iconos de la consola, aunque sin activar ninguno.
—Una vez más —dijo el gran inquisidor—. ¿Por qué usted y De Soya dejaron que la niña y sus cómplices criminales escaparan en Bosquecillo de Dios? ¿Para quién trabajaban? ¿Cuál fue su motivación?
El cabo Kee, tendido de espaldas, cerraba los ojos con fuerza. No respondió.
El gran inquisidor ladeó la cabeza y el padre Farrell movió dos dedos sobre uno de los iconos. Los iconos eran abstractos como jeroglíficos para el ojo inexperto, pero Farrell los conocía bien. El que había escogido se podía traducir como «testículos aplastados».
El cabo Kee jadeó y trató de gritar, pero los inhibídores neurales bloquearon esa reacción. Abrió las mandíbulas tanto como pudo y el padre Farrell oyó el estiramiento de los músculos y los tendones.
El gran inquisidor movió la cabeza y Farrell apartó los dedos de la zona de activación del icono. El cabo Kee sufrió un espasmo que le contrajo los músculos del estómago.
—Es sólo dolor virtual, cabo Kee —susurró el gran inquisidor—. Una ilusión neuronal. Su cuerpo no tiene marcas.
Kee procuraba erguir la cabeza para mirarse el cuerpo, pero la banda de cuerda adhesiva le mantenía la cabeza en su sitio.
—O tal vez no —continuó el cardenal—. Tal vez esta vez hayamos recurrido a métodos más antiguos, menos refinados. —Se acercó a la camilla para que el hombre le viera la cara—. Una vez más... ¿por qué usted y el padre capitán De Soya dejaron escapar a la niña en Bosquecillo de Dios? ¿Por qué atacó a su cotripulante, Rhadamanth Nemes?
El cabo Kee abrió la boca hasta mostrar los dientes de atrás.
—Púdrete —logró decir, apretando las mandíbulas en medio del temblor.
—Desde luego —dijo el gran inquisidor, haciéndole una seña al padre Farrell.
Farrell activó un icono que podía traducirse como «calambre candente detrás del ojo derecho».
El cabo Kee abrió la boca en un grito silencioso.
—Una vez más —murmuró el gran inquisidor—. Háblenos.
—Perdón, eminencia —dijo el padre Farrell, mirando su comlog—, pero la misa del Cónclave comienza dentro de cuarenta y cinco minutos.
El gran inquisidor agitó los dedos.
—Tenemos tiempo, Martin, tenemos tiempo. —Tocó el brazo del cabo Kee—. Cuéntenos estas cosillas, cabo, y será bañado, vestido y liberado. Usted ha pecado contra la Iglesia y el Señor con esta traición, pero la esencia de la Iglesia es el perdón. Explique su traición y todo será perdonado.
Asombrosamente, el cabo Kee se echó a reír en medio de sus convulsiones.
—Púdrete —repitió—. Ya me has hecho decir todo lo que sé con la droga de la verdad. Sabes por qué matamos a esa cosa y dejamos escapar a la niña. Y nunca me dejarás ir. Púdrete.
El gran inquisidor se encogió de hombros y retrocedió. Mirando su comlog de oro, murmuró:
—Tenemos tiempo. Mucho tiempo.
Le hizo una seña al padre Farrell.
El icono que parecía un paréntesis doble en la consola de dolor virtual significaba «espada ancha y candente en el esófago». Con un grácil ademán, el padre Farrell la activó.
El padre capitán Federico de Soya resucitó en Pacem y pasó dos semanas como prisionero
de facto
en la rectoría vaticana de los Legionarios de Cristo. La rectoría era cómoda y apacible. El rechoncho capellán de resurrección que lo atendía, el padre Baggio, era amable y solícito como de costumbre. De Soya odiaba ese lugar y odiaba a ese sacerdote.
Nadie le dijo al padre capitán De Soya que no podía abandonar la rectoría, pero se le dio a entender que debía quedarse allí hasta que lo llamaran. Hacía una semana que se había recobrado de la resurrección cuando lo llamaron al cuartel general de la flota de Pax, donde se reunió con la almirante Wu y su jefe, el almirante Marusyn.
El padre capitán De Soya hizo poco durante la reunión salvo cuadrarse y escuchar. El almirante Marusyn le explicó que una revisión de la corte marcial que lo había condenado cuatro años atrás había mostrado varias irregularidades e incoherencias en la causa del fiscal. Una nueva revisión había permitido una reversión de la decisión del tribunal. De Soya recobraría su cargo de capitán de la flota y pronto le asignarían una nave de combate.
—Su vieja nave-antorcha
Baltasar
estará en dique seco por un año —dijo el almirante Marusyn—. Un reajuste completo... se le darán características de escolta arcángel. Su reemplazo, la madre capitana Stone, realizó una excelente tarea.
—Sí, señor —dijo De Soya—. Stone era una ejecutiva excelente. Sin duda ha sido buena capitana.
El almirante Marusyn asintió distraídamente mientras hojeaba su libreta.
—Sí, sí. Tan buena, en realidad, que la hemos recomendado como capitana de uno de los nuevos arcángeles clase planetaria. También tenemos un arcángel en mente para usted, padre capitán.
De Soya pestañeó, tratando de disimular sus emociones.
—¿El
Rafael
, señor?
El almirante sonrió.
—Sí, el
Rafael
, pero no el que usted capitaneó. Hemos destinado ese prototipo al servicio postal y lo hemos bautizado de nuevo. El nuevo arcángel
Rafael
es... bien... ¿ha oído hablar de los arcángeles clase planetaria, padre capitán?
—No, señor. —De Soya sólo había oído rumores en su mundo desértico, cuando los mineros hablaban a voz en cuello en la única cantina del pueblo.
—Cuatro años estándar —murmuró el almirante, sacudiendo la cabeza. Tenía el pelo blanco peinado hacia atrás—. Ponga a Federico al corriente, almirante.
Marget Wu asintió y tocó el disco de una consola táctica de la pared. El holo de una nave estelar apareció entre ella y De Soya. El padre capitán vio de inmediato que la nave era más grande, más elegante, más refinada y más mortífera que su viejo
Rafael
.
—Su Santidad ha pedido a cada mundo industrial de Pax que construyera, o al menos financiara, uno de estos acorazados arcángel clase planetaria, padre capitán —dijo secamente la almirante Wu—. En los últimos cuatro años se han terminado veintiuno, y ya están en servicio activo. Hay otros sesenta a punto de completarse. —El holo rotó y creció hasta mostrar un corte transversal de la cubierta principal. Era como si un haz láser hubiera partido la nave por la mitad—. Como ve, las zonas de vivienda, las cubiertas de mando y los centros tácticos C-tres son mucho más amplios que en el Rafael anterior... incluso más amplios que en su vieja nave-antorcha. Los motores, tanto el Gedeón instantáneo C-plus como la planta de fusión, se han reducido un tercio en tamaño y han ganado en eficiencia y facilidad de mantenimiento. El nuevo
Rafael
lleva tres naves de descenso atmosféricas y un explorador de alta velocidad. A bordo hay nichos de resurrección automáticos para veintiocho tripulantes y hasta veintidós infantes o pasajeros.
—Defensas? —preguntó el padre capitán De Soya, todavía en descanso, las manos entrelazadas sobre la espalda.
—Campos de contención clase diez —explicó Wu—. La más flamante tecnología evasiva. Sensores clase omega y capacidad de bloqueo. Además de la habitual selección de defensas hipercinéticas y energéticas.
—¿Capacidad de ataque? —preguntó De Soya. Podía verlo en el croquis holográfico, pero quería oírlo.
El almirante Marusyn respondió con tono orgulloso, como si alardeara de un nuevo nieto.
—Todos los chismes —dijo—. Haces de luz coherente, desde luego, pero que se alimentan del motor C-plus y no del motor de fusión. Incineran todo dentro de una UA. Nuevos misiles hipercinéticos Hawking, reducidos a la mitad de la masa y tamaño de los que usted llevaba en el
Baltasar
. Agujas de plasma con casi el doble de rendimiento de las ojivas de hace cinco años. Haces de muerte...
El padre capitán De Soya contuvo una exclamación. Los haces de muerte estaban prohibidos en la flota de Pax.
Marusyn notó algo en su expresión.
—Las cosas han cambiado, Federico. Es una pelea a muerte. Los éxters se reproducen como moscas en la oscuridad, y arrasarán Pacem dentro de un par de años si no los detenemos.
El padre capitán De Soya asintió.
—¿Puedo preguntar qué mundo pagó por la construcción de este nuevo
Rafael
, señor?
Marusyn sonrió y señaló el bolo. El casco de la nave pareció lanzarse hacia De Soya al aumentar la magnificación. La toma atravesó el casco y se aproximó al puente táctico, enfocando el borde del holofoso. El padre capitán distinguió una plaqueta de bronce con el nombre RAFAEL y, debajo, en letra más pequeña; CONSTRUIDO Y ENCARGADO POR LA GENTE DE PUERTAS DEL CIELO PARA LA DEFENSA DE TODA LA HUMANIDAD.
—¿Por qué sonríe, padre capitán? —preguntó el almirante Marusyn.
—Bien, señor, es sólo que... estuve en el mundo de Puertas del Cielo, señor. Eso fue hace más de cuatro años estándar, pero el planeta estaba desierto salvo por una docena de agrimensores y una guarnición orbital de Pax. No existía una auténtica población allí desde la invasión éxter de hace trescientos años. Me cuesta imaginar que ese mundo haya financiado una de estas naves. Me parece que se necesitaría el PBI de una sociedad como Vector Renacimiento para pagar un solo arcángel.