—Mamah Borthwick —dijo Aenea, deletreando el primer nombre—. La señora Cheney. La otra mujer.
—Ah.
Dejando de sonreír, Aenea continuó.
—El escándalo había destruido su estudio arquitectónico e hizo de él un hombre marcado en Estados Unidos. Pero construyó Taliesin y siguió adelante, tratando de encontrar nuevos clientes. Su primera esposa, Catherine, no quería concederle el divorcio. Los periódicos, bancos de datos que se imprimían en papel y se distribuían regularmente, prosperaban con esos chismes y abanicaban las llamas del escándalo, sin permitir que se apagara.
Estábamos caminando por el patio cuando le hice a Aenea la sencilla pregunta sobre Taliesin, y recuerdo que me detuve junto a la fuente durante esta parte de la respuesta. Siempre me asombraban los conocimientos de esa niña.
—Luego —dijo—, el 15 de agosto de 1914, un obrero de Taliesin enloqueció, mató a Mamah Borthwick, su hijo John y su hija Martha con un hacha, quemó los cadáveres, incendió el complejo y mató a cuatro amigos y aprendices del señor Wright antes de tragar ácido. Todo el lugar se incendió.
—Por Dios —susurré, mirando el comedor, donde el cíbrido Viejo Arquitecto almorzaba con algunos de sus viejos aprendices.
—Nunca desistió —continuó Aenea—. Pocos días después, el 18 de agosto, el señor Wright recorría un lago artificial de la propiedad de Taliesin cuando la represa donde estaba se derrumbó y cayó en un riacho hinchado por la lluvia. A despecho de las circunstancias, salió del torrente a nado. Pocas semanas después empezó a reconstruir.
Entonces creí entender lo que me decía acerca del Viejo Arquitecto.
—¿Por qué no estamos nosotros en esa Taliesin? —pregunté mientras nos alejábamos de la cantarina fuente.
Aenea sacudió la cabeza.
—Buena pregunta. Dudo que siquiera exista en esta versión reconstruida de la Tierra. Pero era importante para el señor Wright. Él murió aquí, cerca de Taliesin Oeste, el 9 de abril de 1959, pero fue sepultado cerca de la Taliesin de Wisconsin.
Me detuve. La idea de que el Viejo Arquitecto muriera era nueva y perturbadora. En nuestro exilio todo había sido constante, tranquilo y renovador, pero ahora Aenea me recordaba que cada cosa y cada persona tiene un final. O así era antes de que Pax introdujera el cruciforme y la resurrección física para la humanidad. Pero nadie en la Hermandad —quizá nadie en esa Tierra secuestrada— se había sometido a un cruciforme.
Habíamos tenido esa conversación tres años atrás. Esa mañana, la semana después de la muerte del cíbrido del Viejo Arquitecto y la incongruente sepultura en el pequeño mausoleo que él había construido en el desierto, estábamos preparados para afrontar las consecuencias de la muerte sin resurrección y el final de las cosas.
Mientras Aenea iba al pabellón de baño y lavandería para asearse, yo encontré a A. Bettik y los dos nos ocupamos de difundir la noticia de la reunión en el pabellón de música. El androide de tez azul no se sorprendía de que Aenea, la menor de nosotros, ordenara y presidiera la reunión. Tanto A. Bettik como yo habíamos observado en silencio cómo la niña se convertía en eje de la Hermandad en los últimos años.
Corrí de los campos a los dormitorios, de los dormitorios a la cocina, donde hice vibrar la gran campana del elegante campanario que estaba encima de la escalera que conducía al piso de huéspedes. Los aprendices o trabajadores con quienes no me había comunicado personalmente oirían la campana e irían a investigar.
Desde la cocina, donde dejé a los cocineros y a algunos aprendices quitándose los delantales y enjugándose las manos, anuncié la reunión a la gente que tomaba café en el amplio comedor de la Hermandad (esta bella sala tenía una vista de los picos McDowell, así que algunos habían visto que Aenea y yo regresábamos y sabían que planeábamos algo), asomé la cabeza en el vacío comedor privado del señor Wright y luego me dirigí a la sala de reclutamiento. Era quizá la sala más atractiva del complejo, con sus largas filas de mesas y archivadores bajo el techo de lona, con dos filas de ventanas por donde entraba la luz matinal. El alto sol caía sobre el techo y el olor de la lona caliente era tan agradable como la densa luz. Aenea me había dicho una vez que esta sensación —trabajar dentro de los límites de la luz, la lona y la piedra— había sido la principal razón para que el señor Wright fuera al oeste a fundar la segunda Taliesin.
Había una docena de aprendices remoloneando en la sala de reclutamiento —ninguno trabajaba ahora que el Viejo Arquitecto ya no estaba presente para sugerir proyectos— y les dije que Aenea quería reunirnos en el pabellón de música. Ninguno protestó. Nadie rezongó ni objetó que una joven de dieciséis años les dijera a noventa personas mayores que se reunieran en medio de un día de trabajo. En todo caso, los aprendices parecían aliviados de saber que ella estaba de vuelta y se hacía cargo.
Desde la sala de reclutamiento fui a la biblioteca, donde había pasado tantas horas felices, y registré la sala de conferencias, iluminada sólo por cuatro paneles relucientes en el piso, y anuncié la reunión a la gente que hallé en ambos lugares. Luego atravesé el pasaje cubierto y contemplé la sala donde el Viejo Arquitecto amaba proyectar películas los sábados por la noche. Este lugar siempre me había intrigado: sus gruesas paredes y techo de piedra, el largo espacio descendente con bancos de contrachapado cubiertos de almohadones rojos, la raída alfombra roja, los cientos de blancas luces navideñas en el techo. A nuestra llegada nos había asombrado que el Viejo Arquitecto exigiera que los aprendices y sus familias «se vistieran para la cena» los sábados, con antiguos esmoquins como los que vemos en viejos holos históricos. Las mujeres usaban extraños vestidos de la antigüedad. El señor Wright proveía de ropa formal a quienes no la traían en su viaje a la Tierra por las Tumbas de Tiempo o un teleyector.
Ese primer sábado Aenea usó esmoquin, camisa y corbata, en vez del vestido. Cuando vi la expresión alarmada del Viejo Arquitecto, pensé que nos expulsaría de la Hermandad y nos obligaría a sobrevivir en el desierto, pero luego arrugó el viejo rostro en una sonrisa y lanzó una carcajada. Nunca le pidió a Aenea que se pusiera otra cosa.
Después de las cenas de los sábados, asistíamos a un espectáculo musical o nos reuníamos en el teatro para ver una película, una de esas antiguas películas de celuloide que tenían que proyectarse con una máquina. Era como aprender a disfrutar del arte rupestre. Aenea y yo amábamos las cintas que elegía —antiguas películas bidimensionales del siglo veinte, muchas en blanco y negro—, y por alguna razón que nunca explicó el señor Wright prefería mirarlas con la «banda sonora», garabatos ópticos, visible en la pantalla. De hecho, habíamos visto películas durante un año cuando otro aprendiz nos contó que estaban hechas para ser vistas sin que la banda sonora fuera visible.
Hoy el teatro estaba vacío, las luces navideñas apagadas. Troté de habitación en habitación, de edificio en edificio, convocando a aprendices, obreros y familiares, hasta que me reuní con A. Bettik junto a la fuente y nos reunimos con los demás en el gran pabellón de música.
El pabellón era un espacio amplio con un ancho escenario y seis filas de dieciocho asientos tapizados. Las paredes eran de pino pintado de rojo cherokee (el color favorito del Viejo Arquitecto) y la habitual argamasa del desierto. En el escenario alfombrado de rojo sólo había un piano de cola y algunas macetas con plantas. Arriba, sobre un bastidor de madera y acero, estaba la habitual lona blanca. Aenea me había dicho que, después de la muerte del primer señor Wright, el plástico había reemplazado la lona para evitar la necesidad de reponer la lona cada par de años. Pero al regreso de este señor Wright, el plástico fue arrancado —al igual que el vidrio de la sala de reclutamiento— y la luz pura volvió a predominar a través de la lona blanca.
A. Bettik y yo nos sentamos en el fondo del pabellón de música mientras los murmurantes aprendices y otros trabajadores ocupaban sus asientos. Algunos obreros de construcción se quedaron en los escalones del pasillo o en el fondo, con el androide y yo, como temiendo manchar con lodo y polvo la moqueta y la tapicería. Cuando Aenea atravesó las cortinas laterales y saltó al escenario, cesó toda conversación.
El pabellón de música del señor Wright tenía buena acústica, pero Aenea siempre había podido proyectar la voz sin que aparentara elevarla. Habló suavemente.
—Gracias por venir. Creo que debemos hablar.
Jaev Peters, uno de los aprendices mayores, se levantó de inmediato en la quinta fila.
—Te fuiste Aenea. Nuevamente al desierto.
La niña asintió con la cabeza.
—¿Hablaste con los leones y tigres y osos?
Nadie sonrió ni se rió. La pregunta se hacía con toda seriedad y noventa personas aguardaban la respuesta con igual seriedad. Debería explicarme.
Todo comenzó en los
Cantos
que Martin Silenus escribió hace más de dos siglos. Esa historia de los peregrinos de Hyperion, el Alcaudón y la batalla entre la humanidad y el TecnoNúcleo explicaba cómo las primeras redes del ciberespacio habían evolucionado hasta ser esferas de datos planetarias. En tiempos de la Hegemonía, las IAs del TecnoNúcleo habían usado sus tecnologías secretas de teleyección y ultralínea para unir cientos de esferas de datos en un solo medio secreto de información llamado megaesfera. Pero, según los
Cantos
, el padre de Aenea —el cíbrido John Keats— había viajado como persona incorpórea al Núcleo de la megaesfera y había descubierto que existía un plano de datos más amplio, quizá mayor que nuestra galaxia, que aun las IAs del núcleo temían explorar porque estaba llena de «leones y tigres y osos», en palabras de la IA llamada Ummon. Éstos eran los seres —o inteligencias, o dioses— que un milenio atrás habían secuestrado la Tierra y la habían traído aquí antes que el Núcleo pudiera destruirla. Estos leones y tigres y osos eran los espantajos que custodiaban nuestro mundo. Ningún miembro de la Hermandad había visto estas entidades, ni hablado con ellas, ni tenía pruebas fehacientes de su existencia. Nadie excepto Aenea.
—No —dijo la niña—. No hablé con ellos. —Bajó la vista como si sintiera vergüenza. Siempre era reacia a hablar de esto—. Pero creo que los oí.
—¿Hablaron contigo? —preguntó Jaev Peters. Se hizo silencio en el pabellón.
—No —dijo Aenea—. No dije eso. Sólo... los oí. Como cuando oyes la conversación de otro por la pared del dormitorio.
Hubo cuchicheos y sonrisas. La finca de la Hermandad tenía gruesas paredes de piedra, pero los tabiques de los dormitorios eran notablemente delgados.
—De acuerdo —dijo Bets Kimbal desde la primera fila. Bets era la cocinera principal, una mujer corpulenta y sensata—. Cuéntanos que dijeron.
Aenea caminó hasta el borde del escenario y miró a sus colegas.
—Puedo decir esto —murmuró—. No habrá más alimentos ni provisiones en el mercado indio. Eso ha terminado.
Fue como si hubiera arrojado una granada. Cuando cesaron los murmullos, un corpulento obrero llamado Hussan gritó en medio de la algarabía.
—¿Cómo que ha terminado? ¿Dónde conseguiremos la comida?
Había buenos motivos para el pánico. En tiempos del señor Wright, en el siglo veinte, su campamento del desierto estaba a cincuenta kilómetros de una ciudad grande llamada Phoenix. A diferencia de la Taliesin de la Depresión, en Wisconsin, donde los aprendices cultivaban plantas en el fecundo suelo aunque trabajaran en los planes de construcción del señor Wright, este campamento nunca había podido cultivar sus propios alimentos. Viajaban a Phoenix para hacer trueque o pagaban sus provisiones con sus primitivas monedas y billetes de papel. El Viejo Arquitecto siempre había necesitado la generosidad de sus clientes —grandes préstamos que nunca devolvería— para sobrevivir mes a mes.
Pero aquí no había ciudades. La única carretera —dos surcos de gravilla— conducía al oeste, hacia cientos de kilómetros de desierto. Yo lo sabía porque había sobrevolado la zona en la nave y la había recorrido con el vehículo terrestre del Viejo Arquitecto. Pero a treinta kilómetros del complejo había un mercado indio semanal donde trocábamos artículos artesanales por alimentos y materia prima. Había existido durante años antes de nuestra llegada; todos esperaban que estuviera allí para siempre.
—¿Cómo que se ha ido? —repitió Hussan con un grito ronco—. ¿Adónde irían los indios? ¿Eran sólo ilusiones cíbridas, como el señor Wright?
Aenea movió las manos en un gesto al que yo me había acostumbrado con los años, un grácil ademán que yo había llegado a ver como un equivalente físico de la expresión zen
mu
, la cual, en el contexto adecuado, puede significar «desformular la pregunta».
—El mercado se ha ido porque ya no lo necesitaremos más —dijo Aenea—. Los indios son reales, navajos, apaches, hopis y zunis. Pero deben vivir su propia vida, realizar sus propios experimentos. Hacían trueques con nosotros como favor.
La multitud se enfureció, pero al fin recobró la calma. Bets Kindal se puso de pie.
—¿Qué haremos, niña?
Aenea se sentó en el borde del escenario como si tratara de fusionarse con su público expectante.
—La Hermandad ha terminado —dijo—. Esta etapa de nuestra vida debe concluir.
—¡Claro que no! —vociferó un aprendiz joven desde el fondo del pabellón—. ¡El señor Wright podría regresar! Recordemos que era un cibrido... una construcción. El Núcleo... o los leones y tigres y osos... quien lo haya construido puede enviarlo de vuelta...
—No —respondió Aenea, con pena pero con firmeza—, el señor Wright se ha ido. La Hermandad ha terminado. Sin los alimentos y los materiales que los indios nos traían desde tan lejos, este campamento no puede durar un mes. Tenemos que irnos.
Una joven aprendiz llamada Peret habló en voz baja.
—¿Adónde, Aenea?
En ese momento comprendí en qué medida este grupo se había entregado a la joven que yo había conocido cuando era pequeña. Cuando estaba el Viejo Arquitecto, dando conferencias, dictando seminarios y celebrando reuniones informales, conduciendo su rebaño en meriendas y excursiones por las montañas, exigiendo atenciones y la mejor comida, la realidad del liderazgo de Aenea había quedado disimulada, pero ahora era patente.
—Sí—preguntó alguien desde el centro de los asientos—, ¿adónde, Aenea?
Mi amiga abrió las manos en otro ademán que yo había aprendido. Éste no significaba «desformula la pregunta» sino «debes responder a tu propia pregunta».