Martin Silenus se durmió de nuevo bajo la luz de la mañana, que bañaba sus incontables arrugas y su carne traslúcida y apergaminada, sus venas azules y palpitantes. No soñó, pero parte de su mente de poeta ya estaba preparando los próximos tramos de sus inconclusos
Cantos
.
El sargento Gregorius no exageraba. El padre capitán De Soya había sufrido graves quemaduras en la última batalla de su nave
Rafael
, y estaba al borde de la muerte.
El sargento nos había llevado al templo. El edificio era tan extraño como este encuentro. Fuera había una gran tablilla de piedra, un monolito liso. Aenea mencionó que se había traído de Vieja Tierra, que antes estaba frente al Templo del Emperador de Jade original, y nunca le habían puesto una inscripción durante sus miles de años en la senda de los peregrinos; dentro del patio sellado y presurizado del templo, una baranda de piedra giraba alrededor de una roca que era la cima de T'ien Shan, el sagrado Gran Pico del Reino Medio. Había pequeños dormitorios y comedores para los peregrinos en el fondo del enorme templo, y en una de esas habitaciones encontramos al padre capitán De Soya y los otros dos supervivientes. Estos eran Carel Shan, oficial de sistemas de armamentos, inconsciente y con graves quemaduras, y Hoagan Liebler, a quien Gregorius presentó como «ex» oficial ejecutivo del
Rafael
. Liebler era el menos herido de los cuatro. Tenía el antebrazo izquierdo quebrado y en cabestrillo, pero no tenía quemaduras ni otras lesiones. Tenía un aire taciturno, como si estuviera en estado de shock o tramando algo.
Aenea se dirigió al capitán Federico de Soya.
El sacerdote capitán estaba en uno de los incómodos catres para peregrinos. O bien Gregorius lo había desnudado hasta la cintura, o bien había perdido esa parte del uniforme con la explosión. Sus pantalones eran harapos. Tenía los pies descalzos. El único lugar del cuerpo donde no había quemaduras era el parásito cruciforme del pecho, de un color rosado saludable y repugnante. Había perdido el cabello y tenía la cara salpicada de quemaduras de metal líquido y cortes de radiación, pero noté que había sido un hombre apuesto, sobre todo por sus brillantes y turbados ojos castaños, ni siquiera enturbiados por el dolor que debía abrumarlo en ese momento. Alguien le había aplicado crema para quemaduras, dermosanadores temporales y desinfectante líquido en todas las partes visibles del cuerpo, iniciando un goteo con el kit médico del salvavidas, pero esto no cambiaría el desenlace. Yo había visto quemaduras como ésta, no todas de batallas espaciales. Tres amigos míos habían muerto en los combates de la Garra a las pocas horas, pues no habíamos podido evacuarlos. Sus alaridos habían sido insoportables.
El padre capitán De Soya no daba alaridos. Noté que procuraba no gritar de dolor, concentrándose en el terrible esfuerzo de guardar silencio. Aenea se arrodilló junto a él.
Al principio no la reconoció.
—¿Bettz? —murmuró—. ¿Oficial Argyle? No... tú moriste en tu puesto. Los otros también... Pol Denish... Elijah tratando de liberar el bote de popa... los soldados jóvenes cuando falló el casco de estribor... pero me resultas conocida.
Aenea iba a tomarle la mano, notó que a De Soya le faltaban tres dedos y apoyó la mano en la sábana manchada.
—Padre capitán —dijo suavemente.
—Aenea —dijo De Soya, mirándola de veras por primera vez—. Tú eres la niña... tantos meses... de persecución... te miré cuando saliste de la Esfinge. Niña increíble. Me alegra que hayas sobrevivido. —Posó los ojos en mí—. Tú eres Raul Endymion. Vi tu expediente de la Guardia Interna. Casi te alcancé en Mare Infinitus. —Una oleada de dolor lo barrió. El sacerdote capitán cerró los ojos y se mordió el abrasado y ensangrentado labio inferior. Al cabo de un instante abrió los ojos y me dijo—: Tengo algo tuyo. Equipo personal en el
Rafael
. El Santo Oficio me permitió conservarlo cuando finalizó la investigación. El sargento Gregorius te lo dará cuando yo haya muerto.
Asentí sin saber de qué hablaba.
—Padre capitán De Soya —susurró Aenea—. Federico, ¿puedes oírme y entenderme?
—Sí —murmuró el padre capitán—. Calmantes... le dije que no al sargento Gregorius... no quería dormirme para siempre. No rendirme así.
El dolor regresó. Vi que gran parte del cuello y el pecho de De Soya estaba cuarteado y escamado. Pus y líquido caían en las sábanas. El hombre cerró los ojos hasta que la marea de dolor cedió; esta vez tardó más tiempo. Pensé en cómo me había hecho sentir el cálculo renal. Traté de imaginar el tormento de este hombre y no pude.
—Padre capitán —dijo Aenea—, hay un modo en que puedes vivir.
De Soya sacudió la cabeza a pesar del dolor. Noté que tenía la oreja izquierda carbonizada. Una parte se desgranó en la almohada.
—¡No! —exclamó—. Se lo dije a Gregorius... no quiero resurrección parcial... un idiota, un idiota asexuado... —Una tos que podía ser una risotada, dientes tiznados—. Ya tuve bastante de eso siendo sacerdote. De todos modos... estoy cansado... cansado de... —Los dedos de su mano derecha, tocones ennegrecidos, rozaron la doble cruz rosada de su pecho descascarado—. Que esta cosa muera conmigo.
Aenea asintió.
—No hablaba de ser un renacido, padre capitán. Me refería a vivir. Ser curado.
De Soya trató de pestañear, pero sus párpados eran jirones chamuscados.
—No como prisionero de Pax... —atinó a decir con un jadeo entrecortado—. Me ejecutarán... lo merezco... maté a muchos inocentes... hombres... mujeres... en defensa de... amigos.
Aenea se inclinó para que él la mirase a los ojos.
—Padre capitán, Pax también nos busca a nosotros. Pero tenemos una nave. Tiene un autocirujano.
El sargento Gregorius se aproximó. El hombre llamado Carel Shan permanecía inconsciente. Hoag Liebler, al parecer perdido en sus propias cuitas, no reaccionó.
Aenea tuvo que repetirlo para que De Soya entendiera.
—¿Nave? —dijo el padre capitán—. ¿Esa antigua nave de la Hegemonía donde escapaste? No estaba armada, ¿verdad?
—No. Nunca lo estuvo.
De Soya sacudió de nuevo la cabeza.
—Debía haber cincuenta... naves... clase arcángel... que nos atacaron. Derribamos... algunas... el resto... aún allí. Imposible... llegar... a un punto de traslación... antes... —Cerró los párpados deshilachados cuando el dolor atacó de nuevo. Parecía que esta vez se lo llevaba. Regresó como desde un lugar distante.
—Está bien —susurró Aenea—. Yo me preocuparé por eso. Tú estarás en el automédico. Pero hay algo que debes hacer.
El padre capitán De Soya parecía demasiado cansado para hablar, pero movió la cabeza para escuchar.
—Tienes que renunciar al cruciforme —dijo Aenea—. Tienes que abandonar este tipo de inmortalidad.
El padre capitán movió los labios ennegrecidos.
—Con gusto... Pero lo lamento... no puedo... Una vez aceptado... el cruciforme... no se puede... abandonar.
—Sí —susurró Aenea—, se puede. Si eso eliges, yo puedo hacer que se vaya. Nuestro autocirujano es viejo. No podría curarte con el parásito cruciforme en el cuerpo. No tenemos nicho de resurrección en la nave...
De Soya le apretó la manga con la mano donde faltaban tres dedos.
—No importa... no importa si muero... sácalo. Moriré... como verdadero católico... si puedes ayudarme... sácalo. —Casi gritó la última palabra.
Aenea se volvió hacia el sargento.
—¿Tiene una copa o vaso?
—Hay una taza en el kit médico —dijo el gigante—. Pero no tenemos agua...
—Yo traje —dijo mi amiga, y sacó su frasco del cinturón.
Yo esperaba vino, pero era sólo el agua que habíamos embotellado antes de salir del Templo Suspendido en el Aire, tantas horas antes. Aenea no se molestó con emplastos de alcohol ni lancetas esterilizadas; me indicó que me acercara, sacó el cuchillo de caza de mi cinturón y se cortó las yemas de tres dedos en un rápido movimiento que me causó escalofríos. Su roja sangre fluyó. Aenea sumergió los dedos en la taza de plástico, que se llenó de hilillos carmesíes.
—Bebe esto —le dijo al padre capitán De Soya, ayudándole a levantar la cabeza.
El padre capitán bebió, tosió, bebió de nuevo. Cerró los ojos cuando ella le acomodó la cabeza en la almohada sucia.
—El cruciforme se irá dentro de veinticuatro horas —susurró mi amiga.
El padre capitán repitió ese sonido que parecía una risotada.
—Dentro de una hora estaré muerto.
—Dentro de quince minutos estarás en el automédico —le dijo Aenea, tocándole la mano buena—. Ahora duerme... pero no te mueras, Federico de Soya, no te mueras. Tenemos mucho de que hablar. Y debes prestarme un gran servicio... a mí... a nosotros.
El sargento Gregorius se acercó más.
—M. Aenea —dijo. Vaciló, intentó de nuevo—. M. Aenea, ¿puedo beber de esa agua?
Aenea lo miró.
—Sí, sargento... pero una vez que beba, nunca más podrá llevar un cruciforme. Nunca. No habrá resurrección. Y habrá otros efectos laterales.
Gregorius desechó toda discusión.
—He seguido a mi capitán durante diez años. Lo seguiré ahora.
El gigante bebió ávidamente el agua rosada.
De Soya tenía los ojos cerrados, y yo suponía que estaba dormido o inconsciente de dolor, pero los abrió y le dijo a Gregorius:
—Sargento, por favor entréguele a M. Endymion el paquete que sacamos del bote salvavidas.
—A la orden, capitán —dijo el gigante, y hurgó entre los trastos que había en un rincón. Me entregó un tubo cerrado de poco más de un metro de altura.
Miré al padre capitán. De Soya parecía oscilar entre el delirio y el shock.
—Lo abriré cuando él esté mejor —le dije al sargento.
Gregorius asintió, le llevó la taza a Carel Shan y derramó un poco de agua en la boca abierta del oficial inconsciente.
—Carel puede morir antes de que llegue esa nave —dijo el sargento—. ¿O la nave tiene dos automédicos?
—No —dijo Aenea—, pero el único que hay tiene tres compartimientos. Usted también podrá sanar sus heridas.
Gregorius se encogió de hombros. Se acercó al hombre llamado Liebler y le ofreció el vaso. El hombre delgado lo miró con indiferencia.
—Tal vez después —dijo Aenea.
Gregorius asintió y le entregó el vaso.
—El oficial ejecutivo era un prisionero a bordo —dijo—. Un espía. Un enemigo del capitán. Aun así, el padre capitán arriesgó su vida para sacar a Liebler de su celda... sufrió esas quemaduras al rescatarlo. Creo que Hoag no entiende lo que sucedió.
Liebler lo miró entonces.
—Entiendo lo que sucedió —murmuró—. Pero no lo entiendo.
Aenea se puso de pie.
—Raul, espero que no hayas perdido el disco de comunicaciones.
Hurgué en los bolsillos hasta encontrar el disco.
—Iré afuera y me comunicaré visualmente —dije—. Usaré la conexión del dermotraje. ¿Alguna instrucción para la nave?
—Dile que se dé prisa —dijo Aenea.
Nos costó llevar al semiconsciente De Soya y al inconsciente Carel Shan a la nave. No tenían traje espacial y fuera casi no había aire. El sargento Gregorius nos contó que había usado una esfera de transferencia inflable para sacarlos del salvavidas en ruinas, pero la esfera estaba averiada. Yo tenía quince minutos para resolver el problema, hasta que apareciera la nave sobre sus repulsores EM y su estela de fusión azul. Cuando llegó, le ordené que aterrizara frente a la cámara de presión del templo, que apoyara su rampa en la puerta de la cámara y extendiera su campo de contención alrededor de la puerta y la escalera. Luego sólo faltaba coger las camillas flotantes del compartimiento médico de la nave y trasladar a los hombres sin causarles demasiado daño. Shan permaneció inconsciente, pero De Soya perdió escamas de piel cuando lo trasladamos a la camilla. El padre capitán se movió y abrió los ojos pero no gritó.
A pesar de tantos meses en T'ien Shan, el interior de la nave del cónsul aún me resultaba familiar, pero como una casa donde uno ha vivido mucho tiempo atrás y que vuelve en un sueño recurrente. Una vez que De Soya y el oficial de armamentos estuvieron en el autodoc, fue extraño hallarme en el holofoso con su antiguo piano Steinway, con Aenea y A. Bettik, pero también con un gigante tiznado que empuñaba su arma de asalto y un caviloso oficial ejecutivo.
«Los autocirujanos han completado su diagnóstico —dijo la nave—. La presencia de los nódulos del parásito cruciforme imposibilita el tratamiento en este momento. ¿Termino con el tratamiento o inicio la fuga criogénica?»
—Fuga criogénica —dijo Aenea—. El automédico podrá operar dentro de veinticuatro horas. Hasta entonces, mantenlos vivos y en estasis.
«Afirmativo —dijo la nave—. ¿M. Aenea? ¿M. Endymion?»
—Sí —dije yo.
«¿Sabéis que fui rastreada por sensores de largo alcance cuando abandoné la tercera luna? Por lo menos treinta y siete naves de Pax se dirigen hacia aquí en este momento. Una ya está en órbita de este planeta y otra acaba de recurrir a la inusitada táctica de realizar un salto Hawking dentro del pozo de gravedad del sistema.»
—De acuerdo —dijo Aenea—. No te preocupes.
«Creo que se proponen interceptarnos y destruirnos —dijo la nave—. Y pueden hacerlo antes de que salgamos de la atmósfera.»
—Lo sabemos —suspiró Aenea—. Repito, no te preocupes por ello.
«Afirmativo —dijo la nave con el tono más neutro que le había oído jamás—. ¿Destino?»
—La fisura que está seis kilómetros al este de Hsuan'k'ung Ssu. Al este del Templo Suspendido en el Aire. —Miró su reloj de pulsera—. Pero vuela a baja altura, nave. Dentro de las capas de nubes.
«¿Las nubes de fosgeno o las nubes de agua?», preguntó la nave.
—A la menor altura posible —dijo mi amiga—. A menos que las nubes de fosgeno te creen un problema.
«Claro que no —dijo la nave—. ¿Quieres que trace un curso que nos lleve a través de los mares de ácido? No sería ninguna diferencia para el radar profundo de Pax, pero se podría hacer con sólo una pequeña adición de tiempo y...»
—No —interrumpió Aenea—. Sólo las nubes.
Miramos por la pantalla del holofoso mientras la nave se lanzaba desde el Peñasco del Suicidio y se sumergía diez kilómetros, atravesando nubes grises y luego nubes verdes. Estaríamos en la fisura en pocos minutos.
Nos sentamos en el holofoso enmoquetado y comprendí que todavía tenía el tubo que me había dado De Soya. Lo hice girar entre mis manos.