El ascenso de Endymion (91 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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A nuestra izquierda, en medio de un corredor de huesos aún más angosto, había una senda con huellas de botas que conducía a otra puerta de acero sin cerrojo. Los tres tuvimos que empujar para abrirla. Descendimos por otra escalera de caracol oxidada hasta una profundidad que estimé en treinta y cinco metros por debajo de la calle. La cerilla se apagó cuando entrábamos en otro túnel, mucho más viejo que la bóveda del metro, con los bordes y el techo inconclusos y descascarillados. Había entrevisto pasajes laterales, con huesos y cráneos apilados y jirones de ropa podrida.

—Según el padre Baggio —susurró el sacerdote—, aquí comienzan las verdaderas catacumbas. Las catacumbas cristianas que se remontan al primer siglo de nuestra era. —Encendió otra cerilla, y por el ruido de la caja me pareció que quedaban muy pocas. De Soya nos condujo a la derecha—. Por aquí, creo.

—¿Estamos debajo del Vaticano? —susurró Aenea minutos después. Noté su impaciencia. La cerilla murió con un chisporroteo.

—Pronto, pronto —dijo De Soya en la oscuridad. Encendió otra. La caja no hizo ruido.

Al cabo de ciento cincuenta metros, el corredor terminó. Aquí no había huesos apilados ni cráneos, sólo toscas paredes de piedra y una capa de mampostería donde terminaba el túnel. La cerilla se apagó. Aenea me tocó la mano mientras aguardábamos en la oscuridad.

—Lo lamento —dijo el sacerdote—. No hay más cerillas.

Combatí contra la oleada de pánico que sentí en el pecho. Estaba seguro de oír ruidos, pisadas de ratas en el mejor de los casos, botas en escaleras en el peor.

—¿Retrocedemos? —pregunté, y mi susurro me resultó ensordecedor en esa oscuridad absoluta.

—Estoy seguro de que el padre Baggio me dijo que estas catacumbas del norte se conectaban con las más antiguas que hay bajo el Vaticano —susurró De Soya—. Bajo la Basílica de San Pedro, para mayor precisión.

—Bien, no parece... —Me interrumpí, pues en los pocos segundos de luz había entrevisto una pared de ladrillos relativamente nueva entre las piedras, con siglos de antigüedad en vez de milenios.

Me arrastré hacia delante, avanzando a tientas hasta tocar piedra, ladrillo, mampostería floja.

—Esto se hizo precipitadamente —dije, hablando con la escasa autoridad que había adquirido cuando ayudaba a arreglar jardines en las fincas del Pico, muchos años atrás—. La mampostería está rajada y algunos ladrillos están carcomidos. Dadme algo para cavar. Maldición, ojalá no hubiera tirado el cuchillo.

Aenea me alcanzó una vara o rama afilada en la oscuridad y pasé varios minutos cavando hasta que comprendí que estaba trabajando con un fémur roto. Los dos se me unieron, cavando con huesos, escarbando el frío ladrillo con las manos, hasta que se nos partieron las uñas y nos sangraron los dedos. Al cabo de un rato paramos para recobrar el aliento. Nuestros ojos no se habían adaptado a la oscuridad. Aquí no había luz.

—La misa habrá terminado —susurró Aenea. El tono de su voz sugería que era un hecho trágico.

—Es una misa mayor —susurró el sacerdote—. Una ceremonia prolongada.

—Esperad —dije. Mis dedos habían recordado un leve movimiento en los ladrillos, no en algunos, sino en todo el conjunto.

—Retroceded —dije en voz alta—. Id al costado del túnel. —Yo también retrocedí. Alcé el hombro izquierdo, bajé la cabeza y embestí, temiendo partirme la crisma contra la piedra y desmayarme.

Atropellé los ladrillos con un gruñido y una lluvia de polvo y escombros. Los ladrillos no cedieron, pero los noté más flojos.

Aenea y De Soya se sumaron a mi esfuerzo, y al cabo de un minuto aflojamos los ladrillos del centro y los derribamos.

Había un destello de luz al otro lado del pasaje, suficiente para mostrarnos una rampa de escombros que conducía a un túnel aún más profundo. Descendimos a gatas, encontramos espacio para incorporarnos y avanzamos por un corredor que olía a tierra. Después del segundo recodo encontramos una catacumba tan tosca como la de arriba, pero iluminada por una estrecha cinta fosforescente que recorría la pared derecha a un metro de altura. A los cincuenta metros llegamos a un túnel más ancho, con esferas luminosas modernas cada cinco metros. Estas esferas no estaban encendidas, pero la cinta fosforescente continuaba.

—Estamos debajo de San Pedro —susurró De Soya—. Esta zona fue redescubierta en 1939, cuando sepultaron al papa Pío XI en una gruta cercana. Las excavaciones continuaron durante veinte años antes de abandonarse. No las han vuelto a abrir para los arqueólogos.

Llegamos a un corredor aún más ancho, tanto que los tres pudimos caminar lado a lado por primera vez. Aquí la antigua roca y las paredes enyesadas, con algunas incrustaciones de mármol, estaban cubiertas de frescos, mosaicos cristianos primitivos y estatuas rotas puestas sobre grutas en cuyo interior se veían cráneos y huesos. Muchas grutas estaban revestidas de plástico y el revestimiento se había puesto amarillo y opaco, oscureciendo esos restos mortales, pero al agacharnos podíamos ver cuencas oculares y óvalos de pelvis.

Los frescos mostraban imágenes cristianas (palomas llevando ramas de olivo, mujeres extrayendo agua, el ubicuo pez), pero estaban junto a grutas, urnas y tumbas más antiguas que presentaban imágenes precristianas de Isis y Apolo, Baco recibiendo a los muertos en el trasmundo con desbordantes ánforas de vino, bueyes y cabras retozando, sátiros bailando —noté la semejanza con Martin Silenus, y Aenea me dirigió una mirada cómplice—, seres que De Soya describió como ménades, algunas escenas rurales, perdices en fila, un pavo real con plumas de lapislázuli que reflejaban la luz con un brillo azulado.

Al mirar estas cosas a través del antiguo y enturbiado plástico, tuve la sensación de atravesar un acuario funerario subterráneo. Llegamos a una pared roja, perpendicular a una desgastada pared azul donde se veían restos de escritura en latín. Aquí la pátina de plástico era más reciente y más fresca, y la urna del interior bien visible. Un cráneo posado sobre una pulcra pila de huesos parecía mirarnos con cierto interés.

El padre De Soya se arrodilló en el polvo, se persignó e inclinó la cabeza en una plegaria. Aenea y yo miramos con el callado embarazo que siente el no creyente en presencia de una fe genuina.

Cuando el sacerdote se levantó, tenía los ojos húmedos.

—Según la historia de la Iglesia y el padre Baggio, los obreros descubrieron estos pobres huesos en 1949. El análisis posterior demostró que pertenecen a un hombre robusto que murió a los sesenta años. Estamos bajo el altar mayor de la Basílica de San Pedro, que se construyó aquí porque se decía que san Pedro fue enterrado secretamente en este lugar. En 1968 el papa Pablo VI anunció que el Vaticano estaba convencido de que éstos eran los huesos del pescador, el mismo Pedro que acompañó a Jesús y fue la Roca sobre la cual Cristo construyó su Iglesia.

Miramos la pila de huesos en silencio.

—Federico —dijo Aenea—, sabes que no intento destruir la Iglesia. Sólo esta versión aberrante.

—Sí —dijo De Soya, enjugándose los ojos—. Lo sé, Aenea.

Miró en torno, fue hasta una puerta, la abrió. Una escalera de metal conducía arriba.

—Habrá guardias —susurré.

—No creo —dijo Aenea—. El Vaticano ha pasado ochocientos años temiendo un ataque desde el espacio, desde arriba. No creo que piensen demasiado en las catacumbas.

Se adelantó al sacerdote y subió rápida y silenciosamente por la escalera. Me apresuré a ir tras ella. De Soya echó una última ojeada a la gruta, se persignó otra vez y nos siguió a la Basílica de San Pedro.

Aunque el anochecer, los vitrales y la luz de las velas atenuaban la luz de la basílica principal, resultaba cegadora después de las catacumbas.

Subimos por el altar subterráneo, dejamos atrás una basílica conmemorativa llamada Trofeo de Gayo, atravesamos corredores laterales y entradas de servicio, llegamos a la sacristía, frente a sacerdotes y monaguillos, y salimos a la vasta extensión del fondo de la nave de San Pedro. Aquí había veintenas de dignatarios que no tenían tanta importancia como para ocupar un lugar en los bancos pero eran honrados con el permiso de estar en el fondo de la Basílica para presenciar esta importante celebración. Me bastó una ojeada para comprobar que había guardias suizos y agentes de seguridad en todas las entradas y las habitaciones externas con salida. En el fondo de la congregación, no llamábamos la atención por el momento. Éramos sólo un sacerdote y dos feligreses mal entrazados que erguían el cuello para ver al Santo Padre en Jueves Santo.

Aún se celebraba la misa. El aire olía a incienso y cera. Cientos de obispos y personajes encumbrados con prendas fastuosas ocupaban las relucientes líneas de bancos. Frente al altar de mármol y el barroco esplendor del Trono de San Pedro, el Santo Padre estaba arrodillado lavando los pies de doce sacerdotes sentados, ocho hombres y cuatro mujeres.

Un coro invisible pero numeroso cantaba:

Oh Espíritu Santo, sólo por tu intercesión

conocemos al Padre y al Hijo;

sea éste nuestro firme credo:

que de ambos Tú procedes,

que de ambos Tú procedes.

Alabado sea el Señor, Padre e Hijo,

y el Espíritu Santo, uno con ellos;

y pueda el Hijo concedernos

todos los dones que del Espíritu manan,

todos los dones que del Espíritu manan.

Entonces vacilé. Me pregunté qué hacíamos allí, por qué la incesante batalla de Aenea nos había llevado al centro de la fe de esta gente. Yo creía en todo lo que ella nos había enseñado, valoraba todo lo que había compartido con nosotros, pero tres mil años de tradición y fe habían formado las palabras de este bello cántico y habían construido las paredes de esta majestuosa catedral. No pude sino recordar las sencillas plataformas de madera, los firmes pero toscos puentes y escaleras del Templo Suspendido en el Aire. ¿Qué era eso, qué éramos nosotros comparados con este esplendor y humildad? Aenea era arquitecta, en gran medida autodidacta salvo por sus años de adolescencia con el cíbrido Wright, cuando construía paredes de piedra con roca del desierto y mezclaba cemento a mano. Miguel Ángel había ayudado a diseñar esta basílica.

La misa estaba a punto de terminar. Los que estaban de pie al final de la nave longitudinal comenzaban a marcharse, caminando con sigilo para no interrumpir el final de la ceremonia con sus pisadas, susurrando sólo cuando llegaban a la escalera que conducía a la plaza. Vi que Aenea hablaba al oído del padre De Soya y me incliné para oír, temiendo perderme alguna instrucción vital.

—¿Me harás un último gran servicio, padre? —preguntó Aenea.

—Cualquier cosa.

—Por favor, márchate de la basílica ahora —le susurró Aenea—. Márchate en silencio con los demás. Márchate ahora y ocúltate en Roma hasta que llegue el día en que no debas ocultarte.

De Soya la miró sorprendido, con la expresión de alguien a quien han abandonado. Se inclinó hacia ella.

—Pídeme cualquier otra cosa, maestra.

—Esto es lo que pido, padre. Y lo pido con amor y respeto.

El coro se puso a entonar otro himno. Mirando por encima de las cabezas, vi que el Santo Padre terminaba de lavar los pies de los sacerdotes y regresaba al altar bajo el dosel dorado. En los bancos todos esperaban ansiosamente las letanías finales y la bendición final.

El padre De Soya dio su propia bendición a mi amiga, dio media vuelta y se marchó de la basílica con un grupo de monjes cuyos rosarios claqueaban con su andar.

Miré a Aenea con llameante intensidad, tratando de enviarle un mensaje mental:
No me pidas que me marche.

Ella me susurró al oído:

—Haz una última cosa por mí, Raul, amor mío.

Quise gritar que no a todo pulmón, en la resonante nave de la Basílica de San Pedro y en el momento más sacrosanto de la misa mayor de Jueves Santo. En cambio esperé.

Aenea hurgó en los bolsillos de su chaleco y sacó una redoma. Contenía un líquido claro que parecía más pesado que el agua.

—¿Beberías esto? —susurró Aenea, entregándome la redoma.

Pensé en Romeo y Julieta, César y Cleopatra, Abelardo y Eloísa, George Wu y Howard Sung. Todos amantes con mala estrella. Suicidio y veneno. Bebí el líquido de un trago, guardando la redoma vacía en el bolsillo de mi camisa, esperando que Aenea bebiera una poción similar.

—¿Qué era? —pregunté, sin temer la respuesta. Aenea miraba los últimos momentos de la misa.

—Un antídoto para la medicación de control de natalidad que Pax te dio cuando te enlistaste en la Guardia Interna.

Qué diablos, estuve a punto de gritar mientras el Santo Padre decía sus palabras finales. ¿Ahora te preocupas por la planificación familiar? ¿Estás loca de remate?

Aenea susurró:

—Gracias a Dios. Hace dos días que lo tengo encima y casi me olvido. No te preocupes. Tardará tres semanas en surtir efecto. Nunca más dispararás balas de salva.

Parpadeé. ¿Esto era una blasfemia en la Basílica de San Pedro o una descomunal expresión de mal gusto? Entonces vi las cosas en otra perspectiva:
Esto es maravilloso... pase lo que pase, Aenea ve un futuro para nosotros, para sí misma, y quiere tener un hijo conmigo. ¿Pero qué hay de su primer hijo? ¿Y por qué supongo que está haciendo esto para que ella y yo podamos...? Tal vez sea un regalo de despedida.

—Bésame, Raul —pidió Aenea en voz alta. La anciana monja que estaba delante de nosotros nos miró con expresión severa.

No puse objeciones. La besé. Sus labios eran blandos y húmedos, como la primera vez que nos habíamos besado a orillas del Mississippi en un lugar llamado Hannibal. El beso pareció durar largo tiempo. Ella me tocó la nuca con sus dedos fríos antes de que nuestros labios se separasen.

El papa avanzó hasta el frente del ábside, dirigiéndose a cada uno de los dos brazos del crucero, luego a la nave transversal y al fin a la nave longitudinal mientras daba su bendición.

Aenea salió al pasillo principal, abriéndose paso discretamente hasta que llegó al espacio abierto y echó a andar a grandes zancadas hacia el lejano altar.

—¡Lenar Hoyt! —gritó, y su voz resonó hasta la cúpula.

Había más de ciento cincuenta metros desde donde estábamos hasta el lugar donde el papa interrumpía ahora su bendición. Era imposible que Aenea recorriera esa distancia sin que la interceptaran, pero me apresuré a alcanzarla.

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