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Authors: John Norman

El asesino de Gor (36 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Ahora los principales competidores eran los Aceros y los Amarillos. La Carrera del Ubar sería decisiva, y en general determinaría quién era el triunfador en la Fiesta del Amor.

Volví los ojos hacia el palco del Ubar, y hacía el que ocupaba el Supremo Iniciado, Complicius Serenus. Ambos palcos estaban adornados con los Colores de los Verdes. Me pregunté si Cernus ya tendría noticias de los hechos ocurridos en el Estadio de los Filos. Estaba seguro de que ahora mismo los hombres marchaban por las calles.

Me acerqué al tablero, donde varios hombres escribían diferentes datos. No había ningún nombre al lado de Ubar de los Cielos, por los Aceros.

—Escribid —dije a los hombres— el nombre Gladius de Cos.

—¡Ha llegado! —gritó uno.

El otro se apresuró a anotar el nombre, letra por letra. La multitud rugió complacida. Comenzaron a cruzarse apuestas diferentes de las anteriores.

Oí tres toques del juez, indicando que había llegado el momento de llevar a las aves a sus perchas.

Vi a Menicio de Puerto Kar de pie en la plataforma, al lado de Flecha. Delante de Menicio de Puerto Kar, y rodeando la plataforma, una guardia de taurentianos.

Me acerqué, pero no intenté sobrepasar la línea de soldados. Menicio de Puerto Kar, el rostro pálido, se instaló sobre la montura de su ave.

Me dirigí a él.

—Gladius de Cos —dije— después de la carrera conferenciará con Menicio de Puerto Kar.

No contestó.

—¡Apártate! —ordenó el líder de los taurentianos.

—Menicio de Puerto Kar —dije— estaba en la ciudad de Ko-ro-ba por En´Var del año pasado.

Extraje del cinturón el cuchillito, y lo sostuve sobre la palma.

—Sin duda, recuerda a un Guerrero de Thentis —observé.

—Nada sé de todo eso —gritó Menicio.

—O quizá no lo recuerda —agregué—. Porque creo que le dio únicamente la espalda.

—¡Apartadlo! —gritó Menicio—. ¡Está loco! ¡Matadlo!

—El primero que se mueva —dijo la voz del ballestero, detrás de mí— recibirá un dardo.

Ninguno de los taurentianos hizo el más mínimo movimiento.

Ahora los ayudantes estaban quitando las capuchas a las aves.

—¡Monta! —gritó el ballestero y yo obedecí. Echaría en falta a Mip, su sonrisa y su consejo, sus palabras de aliento. Pero ahora quería recordar únicamente cómo le había visto el último instante, las manos rodeando el cuello de Ubar verde, el ave y el hombre unidos en la victoria y en la muerte.

Miré a Menicio de Puerto Kar. Desvió los ojos. Se inclinó sobre el cuello de Flecha.

Vi que le habían entregado otro cuchillo, del tipo usado por los jinetes. En la mano derecha sostenía el aguijón de tarn. De la montura de Flecha colgaba un látigo enrollado, un látigo del tipo usual en Puerto Kar; tenía aproximadamente medio metro de longitud, y sobre la correa de cuero había unos veinte filos de acero, reunidos en grupos de cuatro, y el extremo remataba en un filo más grande de varios centímetros de longitud. Con este látigo Menicio podía cortar el cuello de un antagonista a tres o cuatro metros de distancia.

Vi que los taurentianos se acercaban a los restantes competidores de la carrera, y les transmitían mensajes. Algunos de los jinetes, después de oír a los soldados, protestaban y meneaban la cabeza.

—Te convendrá —dijo el ballestero que estaba a mi lado— no rezagarte en esta carrera.

Un taurentiano llevó un recipiente a Menicio de Puerto Kar, y él lo guardó bajo su cinturón.

—Mira —dije al ballestero, y señalé a varios taurentianos armados con ballestas, que se confundían con la multitud.

—No te preocupes —dijo mi interlocutor—. También nuestros hombres están allí.

Me preparé para responder a la señal de partida. Observé sorprendido que los ayudantes habían retirado el acolchado de los costados de los anillos y lo sustituyeron con bordes afilados, utilizados, no en las carreras, sino en las exhibiciones de maestría y acrobacia.

El público comenzó a protestar. Salvo Menicio de Puerto Kar y yo, los restantes jinetes se miraron, desconcertados.

—Tráeme —dije al ballestero, que no se había alejado—, de las pertenencias de Gladius de Cos, guardadas en el sector de los Aceros, la boleadora de los tuchuks, la cuerda y la quiva.

Un ayudante de los Aceros me entregó todo lo que había pedido.

—Ya teníamos preparadas las cosas —dijo el ballestero.

Otro hombre, que también pertenecía a los Aceros, y había ganado una de las primeras carreras, se acercó corriendo al pie de la percha.

—Algunos tarnsmanes —dijo—, taurentianos sin uniforme, están reuniéndose frente al estadio.

Yo lo había previsto. Estaba seguro de que eran los mismos hombres utilizados en el ataque a la caravana de los Hinrabian.

—Tráeme —dije— el arco de los tuchuks y las flechas de guerra de los Pueblos del Carro.

—Todo eso ya está preparado —dijo el ballestero.

—¿Cómo es posible que esas cosas estén preparadas?

—Mip sabía muy bien qué clase de carrera correrías.

Se oyó el súbito tañido de una campana y se retiró la cuerda tendida frente a los tarns.

Con excepción de mi montura, los tarns comenzaron a volar y enfilaron hacia el primero de los anillos.

—¡Alto! —había gritado yo, y la gran bestia que montaba obedeció, aunque le temblaba todo el cuerpo y le brillaban los ojos.

Se oyó un grito de desaliento de los que estaban cerca de mi percha; y también un clamor de sorpresa y consternación desde las gradas.

Miré hacia el palco de Cernus, Ubar de Ar, y alcé una mano en un saludo burlón.

—¡Corre! —gritó el ballestero.

—¡Corre! —gritaron otros hombres de los Aceros.

Ya mis competidores, que eran nueve, se acercaban al final de la primera vuelta.

Miré los mástiles que sostenían las veinte cabezas de tarn de madera, y que indicaban los circuitos de la pista. La carrera del Ubar es la más larga y la más difícil de todas. El premio es el más cuantioso, un millar de discotarns dobles de oro.

—¡Corre! —gritaron muchos hombres que estaban en las gradas.

Reí, y después me incliné sobre el cuello del tarn negro.

—Volemos —dije—, Ubar de los Cielos.

Quería que los tarns que estaban delante se distanciaran unos de otros, de modo que yo pudiese pasarlos uno por vez. Estaba seguro de que los jinetes habían recibido órdenes del palco de Cernus, en el sentido que no me permitieran pasar; un solo tarn no podía cerrar el paso, pero dos reunidos quizá lo lograran; además, si yo me rezagaba un poco evitaba la intervención de los jinetes enemigos, que sin duda no se mostrarían dispuestos a interferir porque creían que la victoria de Menicio era segura; y por último, deseaba correr en lo posible detrás de Menicio de Puerto Kar. No quería tenerlo detrás de mí, armado con su cuchillo.

Poco antes de terminar el primer circuito de la pista dejé atrás al último corredor, un jinete y un ave que no pertenecían a ninguna facción. El jinete, sorprendido, miró por encima del hombro cuando yo, una sombra sobre otra sombra, pasé sobre su cabeza y un poco a la izquierda.

De la multitud brotó un rugido.

El clamor advirtió al jinete siguiente, un Oro; inclinado sobre su montura, miró hacia atrás y vio aproximarse al gran tarn negro que yo montaba.

Con gran asombro del público, pero no mío, tiró de las riendas de su tarn, un hermoso animal de la jungla tropical del Carcio, de modo que bloquease el primero de los anillos centrales a la derecha.

Mi tarn chocó contra el obstáculo como una espada oscura y aullante lanzada a toda velocidad.

No miré hacia atrás. El público miraba atónito.

El séptimo jinete no pertenecía a ninguna facción, pero era un veterano que no estaba dispuesto a renunciar a su oportunidad de alcanzar la victoria.

Admiré su habilidad, y traté de adivinar su estilo, del mismo modo que él seguramente estudiaba el mío. Mi ave era más veloz. Ambos dejamos atrás a un sobresaltado jinete de los Plateados, y después a otra ave que no pertenecía a ningún grupo. Ahora él era el quinto jinete, y yo ocupaba el sexto lugar. Adelante corrían Azul, Rojo, Verde, y por los Amarillos Menicio de Puerto Kar. Oí detrás de mí un grito de horror: Un jinete había arrojado a otro contra el lado afilado de un anillo. Me estremecí, porque ese tipo de accidente, a la velocidad que se estrellaban las aves, significaba una muerte segura.

Miré las cabezas de madera que aún quedaban en los mástiles, y vi consternado que eran sólo once.

Mientras yo corría detrás del jinete que bloqueaba mi avance comprendí que sin duda él, como muchos otros, había estudiado las carreras de Gladius de Cos, así como Gladius de Cos había estudiado las suyas. Por desgracia, aunque el hombre que estaba delante era un jinete veterano, había corrido poco en el Estadio de los Tarns, porque venía de la lejana Tor. Yo nunca le había visto correr, y Mip no me había dicho nada de él. Si había estudiado las carreras de Gladius de Cos, probablemente su sistema de bloqueo se basaba en lo que imaginaba de mi método para pasar a otros jinetes. Por eso, contrariando mis propios instintos, cuando un momento después creí que el movimiento oportuno era desviarme hacia arriba y a la derecha, llevé al tarn hacia abajo y hacia la izquierda. Observé irritado que mi antagonista adivinaba el movimiento y me bloqueaba el paso. Dudo que razonara conscientemente el asunto, pero sus instintos y sus años de experiencia le habían llevado a adivinar incluso las modificaciones de mi pauta. Yo sabía que Mip poseía ese raro don e imaginaba que otros jinetes hábiles y veteranos también lo tenían. Comencé a lamentar el tiempo perdido al comienzo de la carrera. Entretanto, Menicio, montado en Flecha, se distanciaba cada vez más. Recordé entonces una conversación con Mip acerca de este asunto, y la imagen se perfiló en mi conciencia como el centelleo de una flecha.

—¿Qué conviene hacer si por suerte o habilidad el antagonista adivina nuestro sistema, e incluso sus variaciones? —había preguntado yo, más por diversión que por otra cosa.

Estábamos en una taberna de los Verdes, y él había depositado sobre la mesa su vaso de bebida, y riendo contestó:

—En ese caso, no debes tener ningún sistema.

Yo me había reído de su respuesta.

Pero él me miró con expresión grave.

—Así es —dijo. Y después volvió a sonreír.

Hay cuatro postes sobre la pared divisoria, y otros cuatro en el extremo contrario. Al comienzo de la carrera había veinte cabezas de madera en cada conjunto de mástiles, cinco cabezas en cada mástil. Ahora sólo faltaban nueve vueltas.

Oí una maldición cuando pasé velozmente abajo y por la izquierda al sobresaltado jinete, que pareció confundido y miró alrededor. Su tarn perdió el ritmo. Otra ave que venía detrás chocó con la primera; se oyeron gritos de cólera, chillidos de los tarns y voces airadas de los hombres.

Ahora quedaban siete cabezas de madera en los mástiles, y yo había alcanzado al jinete de los Azules, que ocupaba el cuarto lugar, a bastante distancia de los tres primeros.

Su montura era más veloz que la del jinete de Tor, pero la habilidad del hombre era mucho menor. Le pasé descendiendo hacia la izquierda, después de fingir que me elevaba hacia la derecha. Trató de bloquearme, pero casi tocó el extremo superior del borde afilado, y su asustada montura tuvo que ser retirada de la pista, y devuelta a su sector.

Ahora los gritos de la turba eran ensordecedores. Oí un zumbido en el aire, y me pegué todavía más al cuello del animal. No había visto el arma, pero reconocí el zumbido de la flecha disparada por una ballesta. Dos zumbidos más.

—¡Vamos! —grité—. ¡Vamos, Ubar de los Cielos!

El ave, indiferente a las flechas, continuó desplazándose con la velocidad del rayo.

Vi de pronto a unos cincuenta tarnsmanes instalados sobre el muro, a la derecha; estaban esperándome.

—¡Vamos! —grité—. ¡Vamos! —el ave aceleró—. ¡Adelante, Ubar de los Cielos!

Y entonces, horrorizado, vi que el jinete de los Rojos y el de los Verdes estaban esperándome en el recodo, dispuestos a bloquear mi avance.

La multitud gritaba encolerizada. Mi tarn golpeó a los dos que le cerraban el paso, y un momento después, entre el centelleo de los aguijones, los golpes de garra, los gritos y los mordiscos de las aves, todos nos encontramos en un remolino de furia, aletazos y golpes. Un instante después chocó contra el grupo otra ave, creo que era la de los Azules, y más tarde la que montaba el hombre de Tor, y finalmente otra.

El jinete que corría por los Verdes cayó a un lado maldiciendo. El de los Rojos se apartó del grupo y regresó a la carrera. Al igual que Menicio de Puerto Kar y dos de los restantes jinetes, había corrido en la octava carrera. Era un hombre menudo y barbudo, desnudo hasta la cintura; del cuello le colgaba un talismán de hueso, un amuleto de la buena suerte.

El ave de los Plateados pasó velozmente.

Mi tarn estaba empeñado en una fiera lucha con un ave que no pertenecía a ningún grupo; cada uno trataba de abatir al otro; el aguijón del jinete me alcanzó, y el dolor casi me cegó; durante un instante vi únicamente una lluvia de chispas amarillas; el tarn de mi antagonista me empujó, pero yo conseguí apartar su pico con mi propio aguijón; volvimos a ocupar posiciones y asestamos golpes, usando los aguijones como espadas, y derramando luz en todas direcciones; y de pronto atravesamos el anillo y nos separamos: mi montura quería quedarse allí para matar, pero yo la aparté.

Ahora tenía delante tres antagonistas: el Rojo, el Plateado y el Amarillo.

Detrás se elevó un grito, y se oyó el toque del juez indicando que alguien no había acertado un anillo. Traté de que mi montura acelerase la marcha.

Otra flecha pasó zumbando.

—¡Adelante! —grité—. ¡Adelante!

Ubar de los Cielos, como una llamarada negra, se desplazó a través de los anillos.

Todavía quedaban cinco cabezas de madera en los mástiles cuando Ubar de los Cielos alcanzó y pasó al Plateado. En el curso de otra vuelta pasó al Rojo. Cuando me acerqué y luego comencé a adelantarme, leí en sus ojos una furia absurda. Intentó empujarnos hacia la izquierda, pero antes de que pudiera hacer nada le habíamos dejado atrás.

Lancé un grito de alegría. Delante había un solo tarn, el de Menicio de Puerto Kar.

—Ahora volemos, Ubar de los Cielos.

El ave lanzó un gran grito y las alas comenzaron a batir el aire con el fervor de la victoria.

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