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Authors: John Norman

El asesino de Gor (37 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Delante estaba la figura agazapada de Menicio de Puerto Kar, montando a Flecha, y el bulto que ambos formaban se agrandaba poco a poco.

Vi cuatro cabezas de madera en los mástiles. Me eché a reír.

El gran tarn negro aumentó todavía más la velocidad.

—La victoria será nuestra —le grité.

Voló todavía con mayor rapidez.

De pronto oí gritos alrededor, y el ruido de las alas al batir el aire, y un instante después detrás y delante comenzaron a acercarse nutridos grupos de tarnsmanes.

El grito de protesta de la turba se elevó por el aire hasta las nubes del sereno cielo azul.

Me apoderé del arco tuchuk, y un instante después estaba tirando y combatiendo en medio de más de una docena de tarnsmanes, mientras muchos otros intentaban acercarse. Ubar de los Cielos lanzó un grito que me asustó incluso a mí; no era sólo el grito de desafío de su especie; era un alarido de placer, de horrible ansiedad, el ansia de sangre y guerra del tarn. Con los ojos luminosos de placer, Ubar de los Cielos enfrentó a sus enemigos deseosos de cobrarse su cuota de sangre y carne.

Mi pequeño arco disparó más de veinte flechas en medio ehn, mientras que los tarnsmanes trataban de alcanzarme con sus espadas y de atravesarme con las pesadas lanzas; y mientras ocurría esto, Ubar de los Cielos se agitaba y desgarraba con su pico y sus garras y provocaba a su alrededor una verdadera carnicería. Sentí que me corría la sangre por el costado del cuello cuando una lanza de punta de bronce pareció venir al encuentro de mi rostro; y después vi horrorizado que el pico de mi tarn arrancaba el brazo que había arrojado la lanza, mientras el tarnsman caía de su montura, bañado en sangre.

Los tarnsmanes, apretados unos contra otros, de modo que nadie podía moverse libremente, fueron alimento para las flechas del arco tuchuk; y al fin, gritando de miedo, comenzaron a dispersarse y a huir.

—¡La carrera! —grité—. ¡La carrera!

Vi asombrado que en un momento el tarn se apartaba de la pelea y enfilaba nuevamente hacia los anillos.

Menicio de Puerto Kar ahora se había adelantado mucho, pero mi tarn, sin más ruido que el movimiento de las alas, los ojos luminosos, con pico y garras manchados de sangre, reanudó la persecución.

Durante la pelea, cuatro tarns nos habían pasado; pero el resto continuaba detrás.

Pasamos velozmente a un tarn, un ave que no pertenecía a ninguna facción.

El Plateado, el Rojo y el Azul continuaban delante; y por supuesto, también el Amarillo, montado por Menicio, el hombre de Puerto Kar.

Ahora en los mástiles había sólo dos cabezas de madera.

Otra flecha de ballesta pasó rozándome.

Cuando llegué a los anillos del centro volví a encontrarme con el grupo de tarnsmanes, que ahora se habían reagrupado. El arco tuchuk hizo su trabajo, pero de pronto descubrí que había agotado mi provisión de flechas.

Oí un grito de alegría detrás, y vi al jefe de los tarnsmanes que ordenaba a sus hombres cruzar la pared divisoria para bloquearme junto a los anillos del centro.

Dejamos atrás al Plateado y después al Azul. Observé que el Rojo disminuía rápidamente la distancia que le separaba de Menicio, que le bloqueaba el paso al costado. Vi el talismán de hueso colgado del cuello del jinete barbudo que montaba al Rojo. Había visto los ojos enfebrecidos del jinete de los Rojos, su frenesí con el aguijón; prescindiendo de los deseos del Ubar, estaba dispuesto a ganar la carrera. Sonreí.

Repentinamente aparecieron ante mí, sobre el costado izquierdo, unos diez tarnsmanes, las armas prestas. Ubar de los Cielos no vaciló, y se arrojó sobre el grupo, el pico preparado; y un instante después los había dejado atrás. Se volvieron para iniciar la persecución, pero cuatro de ellos, atrapados en el ancho lazo de la cuerda tuchuk, tuvieron que dedicarse a cortarla mientras los tarns, que veían contenidos sus movimientos, rompían la formación.

Ahora en los mástiles quedaba una sola cabeza de madera.

Yo había desprendido la boleadora tuchuk, y la volteaba sobre mi propia cabeza.

De nuevo mi tarn se abrió paso, y dos de los tarnsmanes prefirieron apartarse, tratando de protegerse del arma que los amenazaba; la maza de la boleadora tuchuk puede partir un cráneo, y el cuero puede estrangular a un hombre.

Un tarnsman se me acercó, espada en mano, y yo detuve la espada con el aguijón y un chisporroteo de luces amarillas; el tarn de mi enemigo se alejó, y yo arrojé el aguijón a otra ave que caía sobre mí con las garras abiertas; el aguijón hirió a mi atacante que se apartó; después extraje la espada, y dos veces contuve otras tantas estocadas, y al fin conseguí herir al quinto hombre; el sexto, el jefe del grupo, se apartó de nuestro camino, maldiciendo.

En el mástil estaba únicamente la última cabeza de madera.

—Ubar de los Cielos —grité—. ¡Vuela! ¡Vuela ahora como nunca lo hiciste!

Enfilamos sobre la pista y vimos delante al Amarillo y al Rojo que se aproximaban al costado izquierdo. Como una flecha, como un torrente negro, Ubar de los Cielos comenzó a acortar la distancia. Creo que en Gor nunca existió un tarn que pudiera igualársele.

—¡Har-ta! —grité—. ¡Más rápido! ¡Har-ta! ¡Más rápido!

Y entonces, cuando ya se acercaba el tramo final, Ubar de los Cielos irrumpió entre el sobresaltado Rojo y Menicio, que le llevaba quizá tres metros de delantera. Vi una expresión de odio salvaje en el rostro de Menicio, y echó mano al cinturón. El Rojo, maldiciendo, trató de empujarnos, de modo que golpeásemos contra la baranda afilada; a la velocidad que llevábamos, el filo podía partirnos en dos. Advertí repentinamente el brazo de Menicio extendido, y por instinto me pegué todavía más al cuello del tarn; se oyó el ruido de un frasco que se rompía, y oí un alarido horrible del jinete barbudo, que de pronto comenzó a arañarse el cuerpo y la cara con las manos; su tarn, asustado, se desvió hacia la derecha, ya sin control, y el hombro del jinete golpeó la baranda, y de pronto se vio su cuerpo ensangrentado que caía a la red.

Oí un chasquido inquietante, y mi brazo izquierdo apareció manchado de sangre; desenfundé la espada y la vez siguiente que el cuchillo atacó conseguí cortar la cuerda que lo sostenía. Atravesamos el último recodo. Menicio tenía otro cuchillo en la mano, pero de pronto, con los ojos agrandados, vio que yo retraía el brazo, y preparaba la quiva tuchuk.

—¡No! —gritó, y desvió a su tarn para protegerse; mi ave golpeó a la suya, y cuando enfilamos por la recta final, montura contra montura, nos habíamos sujetado de las manos, y él sostenía mi muñeca y yo la suya; gritó de dolor y dejó caer el cuchillo; oímos el toque del juez. Ambos teníamos que correr el último tramo. Metí la quiva en mi cinturón.

—¿Menicio de Puerto Kar desea correr? —pregunté, y tiré de las riendas a mi tarn para recorrer el último tramo. Con una maldición, Menicio tiró salvajemente de las correas de control de Flecha, y el ave respondió instantáneamente. Así, Flecha y Ubar de los Cielos salvaron la distancia que los separaba de la meta. Con un golpe de sus grandes alas Ubar de los Cielos ocupó la percha del vencedor, la aferró con sus garras aceradas y echó hacia atrás la cabeza en un gesto de victoria. Alcé los brazos.

Sólo un instante después Flecha tocó la segunda percha.

Los gritos de la multitud eran ensordecedores.

Con gesto hosco, Menicio se desprendió las correas de seguridad, saltó a la arena, y corrió hacia el palco del Ubar, los brazos extendidos.

Los cuatro ballesteros que montaban guardia frente al palco dispararon sus armas a una señal de Safrónico. Menicio, herido cuatro veces por otras tantas flechas, se detuvo y cayó a la arena. Uno de los cuatro ballesteros cayó también; una flecha disparada desde las gradas le había abatido. Cernus, recubierto con la ancha túnica del Ubar, se puso de pie bruscamente y llamó a los taurentianos. A lo lejos se oyeron cantos, el canto de la gloria de Ar; y en las tribunas muchos comenzaron a acompañar la canción. Los hombres se ponían de pie sobre las gradas y cantaban.

—¡Alto! —gritó Cernus—. ¡Alto!

Pero la canción cobraba más y más volumen.

La canción expresaba cólera y un sentimiento de triunfo y desafío, y el orgullo de los hombres de la ciudad, la Gloriosa Ar. Un ciudadano desprendió los estandartes Verdes que revestían el palco del Ubar y del Supremo Iniciado. Nervioso, Complicius Serenus se retiró de su palco. Otro ciudadano se adelantó, indiferente a las flechas de los taurentianos, arrojó un estandarte amarillo al palco del Ubar; otro estandarte parecido fue a cubrir el palco que había estado ocupado por Complicius Serenus, Supremo Iniciado de Ar.

Cernus no se atrevió a ordenar a sus hombres que disparasen sobre el pueblo.

—¡Alto! —gritó encolerizado—. ¡Basta de cantos!

Pero la canción continuó, cada vez más intensa, a medida que más hombres se unían al coro.

Uno tras otro, los tarns de la carrera —es decir, los que habían podido terminarla— llegaron a las perchas finales: pero nadie les prestó atención.

Se oía únicamente la canción, y más y más voces, y más hombres que ocupaban las gradas.

De pronto se abrieron las puertas de acceso a la arena, y millares de ciudadanos que venían del Estadio de los Filos, marchando y cantando, ingresaron en el Estadio de los Tarns, y delante, la cabeza cubierta por el yelmo, el cuerpo poderoso, espada en mano, venía el magnífico Murmillius, héroe del Estadio de los Filos.

Aunque yo no era habitante de Ar, uní mi voz a la del pueblo en esa canción, la canción de la Gloriosa Ar.

Cernus me miró enfurecido.

Me arranqué la máscara de cuero que me cubría el rostro.

Cernus lanzó una exclamación de espanto y retrocedió tambaleándose. Incluso Safrónico, capitán de los taurentianos, me miró incrédulo y aturdido.

Seguido por millares de hombres, Murmillius se detuvo frente al palco del Ubar, Los ballesteros le apuntaron con sus armas.

Se quitó el yelmo, el mismo que durante muchos meses había disimulado sus rasgos.

Cernus se llevó las manos a la cara. Con un grito de horror se quitó la túnica de Ubar, y después se volvió y salió del palco.

Los ballesteros arrojaron sus armas al suelo.

Safrónico, capitán de los taurentianos, se quitó el manto púrpura y el yelmo y descendió del palco a la arena. Allí, se arrodilló delante del hombre que esperaba y depositó su espada a los pies de Murmillius, sobre la arena.

Después, Murmillius subió al palco del Ubar y depositó su yelmo sobre el brazo del trono. Le pusieron sobre los hombros la túnica del Ubar. Con la espada sobre las rodillas, se sentó en el trono.

Había lágrimas en los ojos de todos, y tampoco mis propios ojos estaban secos.

Un niño preguntó a su padre:

—¿Padre, quién es?

—Es Marlenus —dijo el padre—. Ha vuelto a su hogar. Es Ubar de Ar.

De nuevo la multitud comenzó a cantar. Desmonté y me acerqué al cuerpo de Menicio, atravesado por cuatro flechas. Extraje del cinturón mi cuchillo y lo arrojé sobre la arena, al lado del cuerpo. La leyenda en el mango decía: «Lo busqué. Lo encontré».

Después volví donde estaba el tarn. Tenía la espada en la vaina, la quiva en el cinto.

Volví a montar.

Aún tenía cosas que hacer en la Casa de Cernus, el que fuera Ubar de Ar.

21. TERMINO MIS ASUNTOS EN LA CASA DE CERNUS

Esperé en el salón de Cernus, ocupando su propia silla. Frente a mí, sobre la mesa de madera, estaba mi espada.

No había sido difícil llegar antes que él a su propia casa. Había venido en el tarn negro. Nadie me había cerrado el paso, y en efecto casi todas las habitaciones de la casa ahora estaban vacías. Al parecer, ya se conocía lo ocurrido en el Estadio de los Filos.

En su habitación encontré a Sura.

Yacía sobre el jergón de una esclava, pero se había envuelto el cuerpo con el atavío de una mujer libre. Por supuesto, todavía tenía el collar. Sus ojos estaban cerrados y se la veía muy pálida.

Corrí hacia ella y la tomé en mis brazos.

Abrió los ojos y pareció que no me reconocía.

—Era un hermoso muchacho —dijo—. Un hermoso muchacho.

La deposité en el suelo y desgarré un lienzo para vendarle las muñecas ensangrentadas.

—Llamaré a un miembro de la Casta de los Médicos —murmuré. Seguramente Flaminio, borracho, aún estaría en la casa.

—No —dijo, y buscó mi mano.

—¿Por qué hiciste esto? —exclamé con enojo.

Me miró un tanto sorprendida.

—Kuurus —dijo, llamándome por el nombre con el cual me había conocido en la casa—. Eres tú, Kuurus.

—Sí —dije—. Sí.

—No deseaba continuar viviendo como esclava.

Lloré.

—Dile a Ho-Tu —murmuró— que le amo.

Me incorporé de un salto y corrí hacia la puerta.

—¡Flaminio! —grité—. ¡Flaminio!

Un esclavo acudió al oír mis gritos.

—¡Trae a Flaminio! —grité—. ¡Y que consiga sangre! ¡Sura debe vivir!

El esclavo corrió para cumplir la orden.

Regresé al lado de Sura. De nuevo tenía cerrados los ojos. Estaba muy pálida. Apenas se oían los latidos de su corazón.

Miré alrededor y vi algunas de las cosas con las cuales habíamos jugado, la seda marcada con los cuadriláteros del juego, las botellitas, los frasquitos.

Sura abrió por última vez los ojos, me miró y sonrió. —Un hermoso muchacho, ¿verdad, Kuurus? —preguntó.

—Sí —dije—, un hermoso muchacho.

—Es un hermoso muchacho —dijo, con una sonrisa de reproche en los ojos.

—Sí —dije—. Sí.

Después Sura cerró los ojos. En sus labios se dibujó una sonrisa.

Flaminio llegó casi enseguida. Traía los elementos de su oficio y un frasco de fluido. Había alcohol en su aliento, pero tenía los ojos serenos. Se detuvo en la puerta, en el rostro una expresión de dolor.

—¡Deprisa! —grité.

Dejó las cosas que había traído consigo.

—¡Deprisa!

—¿No lo ves? —dijo—. Ha muerto.

Con lágrimas en los ojos, Flaminio se arrodilló al lado de Sura. Se llevó las manos a la cabeza.

Ahora, me encontraba esperando en el salón de Cernus. Estaba vacío. Miré las mesas, el suelo de mosaicos, los anillos para los esclavos empotrados en la pared, el cuadrilátero de arena entre las mesas. Había ocupado el sillón de Cernus; tenía desenvainada la espada y la deposité sobre la mesa de madera, frente a mí.

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