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Authors: John Norman

El asesino de Gor (4 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Miré alrededor.

Siempre me había impresionado Ar, la ciudad más grande, más poblada y lujosa de Gor. Sus muros, sus innumerables cilindros, sus agujas, las luces y sus torres, los faros, los altos puentes, las lámparas, los faroles de los puentes, forman un cuadro increíblemente sugestivo y fantástico, sobre todo si se lo contempla desde los más altos puentes o desde los techos de los cilindros más elevados. Pero quizá el esplendor es aún mayor cuando se la ve de noche desde el lomo de un tarn. Recordé la noche, muchos años antes, en que por primera vez había franqueado las murallas de Ar, durante la Fiesta de la Plantación. Recordaba muchas cosas, y entre ellas a una muchacha; era Talena, hija del Ubar de Ubares, Marlenus, que muchos años atrás había sido la compañera de un sencillo guerrero de Ko-ro-ba, separado de la joven por voluntad de los Reyes Sacerdotes y devuelto a la distante Tierra, para esperar que lo necesitaran nuevamente en otro episodio de los crueles juegos de Gor. Cuando los Reyes Sacerdotes destruyeron la ciudad de Ko-ro-ba y dispersaron a su pueblo, de modo que no quedaron dos habitantes reunidos, la joven había desaparecido. El guerrero de Ko-ro-ba no la había vuelto a encontrar. Ni siquiera sabía si estaba viva o muerta. Los transeúntes se habrían sobresaltado si hubiesen advertido, sumido en las sombras, a un hombre que vestía el negro de los Asesinos y lloraba.

—¡Juego! ¡Juego! —oí gritar y me volví.

La palabra «juego», «Kaissa» en goreano, tiene carácter general, pero cuando se la usa sin aclaración se refiere a un solo juego. El hombre que gritaba vestía una túnica a cuadros rojos y amarillos, y el tablero de juego, que mostraba cuadrados análogos, con diez filas —un total de cien cuadrados—, colgaba de su espalda; también llevaba un bolso de cuero que contenía las piezas, veinte para cada uno, piezas rojas y amarillas que representaban a los Luchadores de lanza, los Tarnsmanes, los Jinetes del Alto Tharlarión, etcétera. El propósito del juego es la captura de la Piedra del Hogar del contrario. Las capturas de piezas individuales y los movimientos se parecen mucho al ajedrez. Las analogías entre los dos juegos no son casuales. Recordé que de tanto en tanto hombres de muchos períodos y culturas terrestres habían sido traídos a Gor, nuestra Contratierra. Era indudable que habían traído sus costumbres, sus técnicas y hábitos, y también sus juegos, los cuales seguramente después se habían modificado. Debo señalar que este juego es sumamente popular en Gor, y que incluso los niños lo practican, hay muchos clubes y se organizan concursos entre diferentes casas y cilindros; se lleva registro de los encuentros importantes, y se los estudia; las listas de las competencias y los torneos y los vencedores se archivan en el Cilindro de Documentos; en la mayoría de las bibliotecas goreanas incluso hay una sección con un número increíble de rollos que describen las técnicas, la táctica y la estrategia del juego. El hombre que ahora se acercaba no era un aficionado, ni un entusiasta, era un hombre que merecía el respeto de todas las castas de Ar; un hombre a quien probablemente reconocerían no sólo todos los niños que poblaban las calles de la ciudad, sino también un Ubar; era un Jugador, un profesional, un hombre que se ganaba la vida con el juego.

Los jugadores no son casta, ni un clan, pero tienden a diferenciarse y a vivir su propia vida. Son un núcleo constituido por hombres de diferentes castas que a menudo tienen en común únicamente el juego; pero eso basta y sobra. Hay concursos de jugadores, con premios asignados por las organizaciones de aficionados, y a veces por la propia ciudad; y en ocasiones estos premios bastan para enriquecer a un hombre. Pero la mayoría de los jugadores se ganan miserablemente la vida pregonando su mercancía, que es el encuentro con un maestro en la calle. Las apuestas son generalmente una contra cuarenta, un discotarn de cobre contra cuarenta piezas, y a veces contra ochenta piezas, y en ciertas ocasiones el aficionado que juega con el maestro insiste en imponer otras limitaciones, por ejemplo el derecho a realizar tres movimientos consecutivos en determinado momento del juego, o que el maestro retire del tablero, antes de iniciar la partida, a sus dos Tarnsmanes, o a sus Jinetes del Tharlarión Alto. Además, el maestro, si es sensato, a veces pierde una partida, una actitud bastante costosa; pero debe hacerlo con sutileza, de modo que el aficionado crea que triunfó.

A pesar de que gozaban del respeto y hasta cierto punto de la adulación de casi todos los goreanos, los Jugadores vivían en la pobreza. Cuando visitaban la Calle de las Monedas incluso se veían en dificultades para obtener préstamos. No gozaban del aprecio de los posaderos, que no les permitían ingresar en los locales si no pagaban por adelantado. Muchas noches un Maestro aparecía envuelto en su manta en una taberna; allí, por un pedazo de carne y un cuenco de Paga, tenía que jugar gratis con los clientes, permitiéndosele dormir en el local. Muchos de los Jugadores soñaban con el día en que podrían participar en las competiciones entre ciudades, durante las Ferias de Sardar, pues un triunfador en ese concurso gana lo suficiente para mantenerse bien durante años; y así puede dedicar el tiempo al estudio más profundo del juego. Los maestros también ganan ciertas sumas organizando concursos, anunciados en grandes tableros próximos al Cilindro Central, en la preparación de la publicación de papiros acerca del juego, y en la enseñanza de los individuos que desean mejorar su habilidad. Pero en general, los Jugadores viven en condiciones de extrema pobreza. Por supuesto, los lugares más favorables para jugar son los puentes más altos que están cerca de los Cilindros más ricos, las tabernas más caras y lugares parecidos. Se distribuyeron estos lugares o territorios de acuerdo con el resultado de los juegos realizados entre los propios jugadores. En Ar, el alto puente que está cerca del Cilindro Central, y que alberga el palacio del Ubar y el lugar de reunión del Supremo Consejo de la ciudad, estaba en poder, desde hacía cuatro años del joven y brillante Scormus de Ar.

—¡Juego! —escuché y luego un grito como respuesta, y un hombre gordo, de la Casta de los Viñateros, un individuo de respiración jadeante y ojos brillantes, que vestía una túnica blanca con un dibujo de hojas verdes alrededor del cuello y en las mangas, emergió de un portal.

Sin hablar, el Jugador se sentó con las piernas cruzadas en un costado de la calle, y depositó frente a sí el tablero. Ante él se sentó el Viñatero.

—Dispón las piezas —dijo el Jugador.

Me sorprendí, y miré con más atención al Jugador.

Era un hombre bastante anciano, un hecho poco usual en Gor, donde los sueros de estabilización fueron creados hace varios siglos por la Casta de los Médicos de Ko-ro-ba y Ar, y comunicados a los Médicos de otras ciudades en varias Ferias de Sardar. Es un hecho interesante que las Castas de Médicos de Gor consideran a la vejez como una enfermedad, y no como un fenómeno natural inevitable. El hecho de que pareciera una enfermedad universal no impedía que la casta estudiase el modo de combatirla.

Las enfermedades en general eran ahora casi desconocidas en las ciudades goreanas; la única excepción es la temida enfermedad llamada Dar-Kosis, o Enfermedad Sagrada; la Casta de los Iniciados suele mirar con malos ojos la investigación de este asunto, pues insiste en que la dolencia es una expresión del desagrado de los Reyes Sacerdotes. Creo que el éxito goreano en la lucha contra el envejecimiento puede responder en parte a las severas limitaciones aplicadas a la tecnología de los seres humanos en el planeta. Los Reyes Sacerdotes no desean que los hombres alcancen en Gor el poder que les permita desafiar la supremacía de aquéllos en el planeta.

Por ello han limitado severamente la actividad del hombre en este planeta. Sobre todo evitan la posesión de armas y el perfeccionamiento de las comunicaciones y los transportes. Por otra parte, la inteligencia que los hombres hubieran podido canalizar hacia la destrucción, casi por necesidad se vio orientada hacia otros campos, y sobre todo hacia la medicina; no obstante se obtuvieron realizaciones notables en la producción de artefactos para la traducción, iluminación y arquitectura. Los sueros de Estabilización, considerados un derecho de todos los seres humanos, civilizados o bárbaros, amigos o enemigos, se administran en una serie de inyecciones; y por extraño que parezca, el efecto es una transformación paulatina y gradual de ciertas estructuras genéticas que determinan una sustitución constante de células sin deterioro del esquema general. En la mayoría de los casos el efecto está asegurado; pero hay individuos en quienes el efecto no es la estabilización sino la aceleración del proceso degenerativo, aunque esto ocurre raramente. Y son pocos los goreanos que, si creen necesitar el Suero, no piden inmediatamente que se les aplique. Como he dicho, el Jugador era bastante viejo; quizá no demasiado, pero sí bastante. Tenía el rostro pálido y arrugado, el cabello blanco y la cara completamente afeitada.

Lo que más me sorprendió en él no fue encontrar a un individuo más anciano de lo que suele ser el caso en las calles de la ciudad goreana, sino más bien el hecho de que evidentemente era ciego. No me agradó mirar esos ojos, porque parecían no tener iris ni pupila, eran sencillamente láminas ovoides de tejido cicatrizado, arrugado e irregular, e incluso las cuencas de los ojos estaban revestidas de tejido blanco. Comprendí entonces de qué modo ese hombre había perdido la vista. Un hierro candente había sido aplicado a cada uno de sus ojos, probablemente hacía mucho tiempo. En el centro de la frente una ancha marca, la primera letra de la palabra goreana que significa esclavo. Pero comprendí que no era esclavo, porque los Jugadores no pueden serlo. Que un esclavo juegue parece un insulto infligido a los hombres libres, también un insulto al juego. Además, un hombre libre no admitiría ser derrotado por un esclavo. De la ceguera y la marca en la frente, deduje que el hombre había ofendido alguna vez a un traficante de esclavos, a un hombre poderoso de la ciudad.

—Las piezas están en los lugares —dijo el Viñatero, y le temblaban los dedos.

—¿Tus condiciones? —preguntó el Jugador.

—Muevo primero —dijo el Viñatero.

Era una ventaja, porque de ese modo el Viñatero podía elegir su propia apertura, quizá una que había estudiado la vida entera. Más aún, si movía primero, podía desplegar más velozmente sus piezas, y llevarlas a los lugares centrales del tablero, donde podían controlar los casilleros fundamentales y las encrucijadas. Además, si hacía el primer movimiento podría probablemente llevar la iniciativa durante varios movimientos seguidos, e incluso hasta el final.

—Muy bien —dijo el Jugador.

—Además —dijo el Viñatero—, reclamo el derecho a tres movimientos cuando yo lo decida; y tú debes jugar sin el Ubar y la Ubara, o sin el Primer Tarnsman.

Ahora había cuatro o cinco individuos reunidos alrededor de los dos jugadores. Identifiqué a un Constructor, a dos Talabarteros, un Panadero y un Cuidador de tarns, un individuo que exhibía en el hombro un parche verde, indicativo de que él apoyaba a los Verdes. Ciertamente, ese día no había carreras en Ar, y si este hombre mostraba el distintivo era quizá porque estaba al servicio de los Verdes. Ninguno de los que observaban parecía objetar mi presencia en el lugar, aunque por otra parte nadie quiso quedarse cerca de mí. El pequeño grupo de espectadores reaccionó con murmullos irritados ante las condiciones del Viñatero.

—Muy bien —dijo el Jugador, y pareció que miraba al tablero, pese a que no lo veía.

—Y la apuesta —dijo el Viñatero— es uno contra ochenta.

Al oír estas palabras, un rugido de cólera partió de los espectadores.

—Uno contra ochenta —dijo el Viñatero, con voz firme y triunfante.

—Muy bien —dijo el Jugador.

—Tarnsman de Ubar a Médico siete —dijo el Viñatero.

—La Apertura centiana —dijo uno de los Talabarteros, y todos se inclinaron para ver cómo respondería el Jugador.

Con gran sorpresa de mi parte, el Jugador decidió retirar el Luchador de Lanza de la Ubara para cubrir Ubar dos, una actitud que me pareció más bien defensiva, y que sin duda le costó la posibilidad de un contraataque peligroso pero no prometedor. Vi que dos o tres observadores se miraban disgustados, pero el Viñatero no pareció advertir nada, y formuló la respuesta agresiva normal, profundizando el ataque mediante el movimiento del Luchador de Lanza al Iniciado Cinco. El rostro del Jugador tenía una expresión plácida. Yo, por mi parte, me sentía profundamente decepcionado. Ahora me parecía bastante claro que el Jugador había realizado un movimiento débil con el fin de perjudicar sus propias oportunidades. En Ko-ro-ba había visto a Centius de Cos practicar su propia apertura más de una docena de veces, y él jamás había retirado el Luchador de Lanza de la Ubara en esa etapa del juego. Cuando vi la excitación del Viñatero y la placidez serena y estoica del Jugador me entristecí, porque comprendí que el Viñatero ganaría la partida. Es necesario advertir que el Viñatero no era mal jugador.

Continué mirando, pero no me sentía feliz. Una o dos veces vi que el Jugador realizaba movimientos sutilmente ineficaces, en apariencia certeros, pero que dejaban huecos que cuatro o cinco jugadas después podrían ser aprovechados decisivamente. Más avanzado el juego, el Jugador pareció consolidar un poco su posición, y el Viñatero pareció sudar, y comenzó a frotarse las manos y a menear la cabeza, mientras estudiaba el tablero como si hubiera querido perforarlo con la mirada.

Ninguno de los observadores se mostró impresionado por el hecho de que el Jugador era ciego, pese a lo cual recordaba todos los movimientos y los aspectos complejos del tablero. Los goreanos a menudo juegan sin tablero y sin piezas, aunque en general los prefieren, porque en ese caso necesitan aplicar menos esfuerzo a los aspectos meramente mnemónicos.

Nadie hablaba. De tanto en tanto otros espectadores venían a mirar, pero cuando comprendían lo que estaba ocurriendo, se alejaban. Pero casi siempre había siete u ocho individuos, yo incluido, que observaban el juego.

Finalmente, la partida se acercó a su conclusión, y faltaban a lo sumo cuatro o cinco movimientos antes de que el Jugador perdiese la Piedra del Hogar. El Viñatero había aprovechado su derecho a tres movimientos bien avanzado el juego y, gracias a ese privilegio, había llevado adelante un ataque devastador. El Jugador estaba ahora en tal aprieto que yo dudaba que Centius de Cos, o Quintus de Tor, o incluso Scormus de Ar, el campeón de la ciudad, hubiera podido hacer mucho. Yo y otros espectadores comenzamos a enojarnos.

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