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Authors: John Norman

El asesino de Gor (8 page)

BOOK: El asesino de Gor
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—Misk, necesitas un espía.

—Ya sabía —dijo Misk— que no debía hablar de esto contigo.

—¿Cuál es el punto de contacto ya descubierto? —pregunté.

—Regresa a Ko-ro-ba —dijo Misk—. En esa ciudad vive y trata de ser feliz. Llévate contigo a esta joven. Que otros se ocupen de los aspectos más sombríos de la guerra.

—¿No permitirás que yo decida por mí mismo este asunto? —pregunté.

—Tarl Cabot, nada te pedimos —dijo Misk. Y después apoyó suavemente las antenas en mis hombros—. Incluso Ko-ro-ba será peligroso para ti —dijo—, pues los Otros sin duda conocen lo que hiciste para obtener el huevo de los Reyes Sacerdotes. Regresa a tu ciudad, Tarl Cabot, y trata de ser feliz; pero cuídate.

—Mientras los Otros amenazan —dije—, ¿cómo es posible que un hombre descanse tranquilo?

—Te he dicho demasiado —afirmó Misk—. Lo siento.

Me volví, y comprobé sorprendido que Elizabeth había entrado en la habitación. No sabía cuánto había escuchado.

—Hola —dije sonriendo.

Elizabeth no sonrió. Parecía temerosa.

—¿Qué haremos? —preguntó.

—¿Acerca de qué? —pregunté con expresión inocente.

—Hace mucho que está aquí —dijo Misk—. ¿Fue un error hablar delante de ella?

Miré a Elizabeth.

—No —dije—, no fue un error.

—Gracias, Tarl —dijo la joven.

—¿Afirmaste que existía un único punto de contacto evidente? —dije a Misk.

—Sí, la Casa de Cernus en Ar —dijo Misk.

—Es una de las grandes casas de tráfico de esclavos —afirmé—, y es muy antigua.

Las antenas de Misk confirmaron brevemente el hecho.

—Tenemos un agente en esa casa —dijo Misk—, un Escriba, el contable principal, llamado Caprus.

—Seguramente puede averiguar lo que necesitáis saber —dije.

—No —dijo Misk—, por su condición de Escriba y contable tiene limitada libertad de movimientos.

—Entonces —dije— necesitaréis otra persona en la casa.

—Regresa a Ko-ro-ba, Tarl Cabot —dijo Misk—. Ya hiciste demasiado.

—Nadie —repliqué— habrá hecho demasiado mientras no se acabe definitivamente con los Otros.

—Yo también iré —dijo Elizabeth.

Me volví bruscamente.

—Nada de eso —dije—. Te llevo a Ko-ro-ba, y allí te quedarás. Y eso es todo.

—Vengo de la Tierra —dijo Elizabeth—. La Tierra debe su libertad a los Reyes Sacerdotes.

—Lo siento —dije—. Lo siento, Elizabeth —meneé la cabeza. Quise abrazarla, pero ella retrocedió y me miró enojada—. Es muy peligroso, muy peligroso.

—Para ti como para mí —contestó, miró a Misk, y se acercó al Rey Sacerdote—. ¡Envíame! —pidió.

Misk la miró, los ojos luminosos, las antenas inclinadas hacia ella.

—Se arreglará —dijo— que seas esclava de la Casa de Cernus, en la condición de miembro del personal de Caprus. Se prepararán documentos para ti, y te llevarán a la Casa de Clark en Thentis, de donde una caravana de tarns te transportará a Ar; allí te venderán en una transacción privada, y la compra estará a cargo de los agentes de la Casa de Cernus, que obedecerán instrucciones de Caprus.

—¡Magnífico! —dijo descaradamente Elizabeth, que se plantó frente a mí, los brazos en jarras.

—Yo la seguiré —dije—, probablemente en el papel de un tarnsman mercenario, y trataré de entrar al servicio de la Casa de Cernus.

—Ambos sois humanos —dijo Misk—, nobles humanos.

Después apoyó en nosotros sus antenas, una en mi hombro izquierdo y la otra en el hombro derecho de Elizabeth.

Pero antes de iniciar nuestro peligroso viaje, por sugerencia de Misk, Elizabeth y yo regresamos a Ko-ro-ba para descansar unos días y gozar de un interludio pacífico y afectuoso.

El retorno a la ciudad me conmovió, porque aquí mi espada se había puesto al servicio de una Piedra del Hogar goreana; aquí yo había aprendido el manejo de las armas y conocido la lengua goreana; aquí me había encontrado con mi padre, después de muchos años de separación; y había conocido a amigos muy queridos, como Tarl el Viejo, maestro de armas, y el pequeño y vivaz Torm, de la Casta de los Escribas; y aquí había comenzado, muchos años antes, la labor que conmovería al Imperio de Ar y costaría su trono a Marlenus de Ar, Ubar de Ubares; y no podía olvidar que antaño había traído aquí, no como a una esclava vencida sino como a una mujer orgullosa, bella y libre, a Talena, hija del mismo Marlenus, Ubar de Ubares. La había traído aquí, y ambos estábamos enamorados, y habíamos venido a compartir el vino embriagador del Libre Compañerismo.

Lloré.

Cruzamos los muros parcialmente reconstruidos, y nos encontramos entre cilindros, muchos en proceso de reconstrucción. Casi enseguida nos encontramos rodeados por guerreros, montados en tarns, los miembros de la guardia, y yo alcé la mano en el signo de la ciudad. Habíamos vuelto a casa.

Poco después abracé a mi padre y a mis amigos.

Fue suficiente una mirada, incluso en medio de la alegría del encuentro, para que ambos comprendiéramos que ninguno de los dos conocía el paradero de Talena, la que fuera compañera, pese a su condición de hija de un Ubar, de un sencillo guerrero de Ko-ro-ba.

Los días pasaban rápidamente y finalmente Al-Ka llegó a la ciudad, proveniente del Nido. Para cumplir esta misión se había dejado crecer el cabello. Casi no lo reconocí, porque los humanos del Nido, tanto los hombres como las mujeres, suelen afeitarse el cráneo —aunque la costumbre está cambiando— en concordancia con las prácticas sanitarias tradicionales del Nido. Los cabellos largos le molestaban bastante, y estoy seguro de que se lo lavaba varias veces al día. Elizabeth se mostró muy divertida con los documentos de esclava falsificados, que incluían una reseña detallada de su captura y, sucesivas reventas, así como endosos y copias de las notas de venta. Algunos datos, por ejemplo los certificados médicos y las medidas y las marcas de identidad, habían sido compilados en el Nido y transferidas después a los documentos. Al-Ka le tomó las impresiones digitales y las agregó a los documentos. En la columna de las características se anotó que no era analfabeta. Por supuesto, era necesario para justificar que Caprus la incorporase a su personal.

Besé una mañana a Elizabeth y después salió de la ciudad con Al-Ka, escondida en un carro.

—Ten cuidado —le recomendé antes de separarnos.

—Te veré en Ar —contestó Elizabeth mientras me besaba.

Después se acostó sobre un gran lienzo impermeable, y Al-Ka y yo la enrollamos en una alfombra, y disimulada de ese modo la llevamos al carro.

Una vez fuera de la ciudad el carro debía internarse en un pequeño bosque. El plan era que Elizabeth quemara sus ropas, y que Al-Ka le aplicara el collar típico de los esclavos. Después Elizabeth debía subir al carro, donde Al-Ka la aseguraría a una barra central mediante una cadena unida al collar. Después el viaje hasta la Casa de Clark. Una esclava más, desnuda y encadenada, quizás más hermosa que otras, pero en el fondo semejante a las que día tras día llegaban a una firma tan importante, la principal de Thentis, y una de las más conocidas de Gor.

El viaje a Thentis duraba un día en tarn, pero en la carreta llevaría casi un mes goreano, es decir unos veinticinco días. En la mayoría de los calendarios de las diferentes ciudades hay doce meses goreanos de veinticinco días. Cada mes, de cinco semanas de cinco días, está separado de los restantes meses por un período de cinco días, llamado la Mano de Pasaje; con una excepción, que el último mes del año está separado del primer mes del año siguiente no sólo por una Mano de Pasaje sino por otro período de cinco días, la Mano que Espera, durante el cual, las puertas se pintan de blanco, se ingiere escaso alimento, se bebe menos y no hay cantos ni regocijo público en la ciudad; durante este período los goreanos salen lo menos posible. Por extraño que parezca, los Iniciados no atribuyen mucha importancia religiosa a la Mano que Espera. Quizá se trata de un período de duelo por el año que pasó; los goreanos, que pasan gran parte del tiempo al aire libre, sobre los puentes y en las calles, están mucho más cerca del año natural que la mayoría de los humanos de la Tierra; pero cuando llega el Equinoccio Vernal, que es el primer día del Año Nuevo en la mayoría de las ciudades goreanas, reina gran regocijo; las puertas se pintan de verde, y se entonan canciones en los puentes, se realizan juegos y concursos, se visita a los amigos y se celebran fiestas, que se prolongan los diez primeros días del primer mes, de modo que se duplican los días de la Mano que Espera. Por desgracia, los nombres de los meses difieren de una ciudad a otra; pero en las ciudades civilizadas hay cuatro meses asociados con los equinoccios y los solsticios y con las grandes ferias de las Montañas Sardar, meses que tienen nombres comunes, los meses de En´Kara o En´Kara-Lar-Torvis; En´Var o En´Var-Lar-Torvis; Se´Kara o Se´Kara-Lar-Torvis; y Se´Var o Se´Var-Lar-Torvis. Elizabeth y yo llegamos a Ko-ro-ba durante el segundo mes, y ella partió el segundo día de la Segunda Mano de pasaje, la que sigue al segundo mes. Calculamos que llegaría a la Casa de Clark hacia la Tercera Mano de Pasaje, la que precede al mes de En´Var. Calculábamos que, si todo salía bien, llegaría a la Casa de Cernus hacia fines de En´Var. Si la enviaban con otras jóvenes en carro, no sería posible ajustarse al plan; pero sabíamos que en el caso de mercancías selectas —y Elizabeth correspondía a esta categoría—, la Casa de Clark organizaba el transporte por tarn; es decir, seis esclavas en un canasto, y grupos de un centenar de tarns, con escolta y volando simultáneamente.

Yo había decidido esperar hasta la Cuarta Mano de Pasaje, la que seguía a En´Var, y después ir en tarn a Ar, donde me presentaría como un tarnsman mercenario que buscaba empleo en la Casa de Cernus; pero cuando, a principios de En´Var, mataron al guerrero de Thentis que se me parecía, decidí ir a Ar disfrazado de Asesino. Además, me parecía conveniente permitir que los habitantes de Ar creyesen que Tarl Cabot había muerto asesinado. Tenía que afrontar el asunto de la venganza; la sangre del guerrero muerto en un puente de Ko-ro-ba exigía la venganza de la espada. No se trataba sólo de que Thentis era aliada de Ko-ro-ba; además, se había cobrado la vida del guerrero buscando la mía, y por lo tanto a mí me tocaba hacer justicia.

—Ya lo tengo —dijo Elizabeth, que había estado practicando mi nudo-firma.

—Bien —dije.

Yo mismo había estado practicando el nudo que ella inventó y que, debía reconocerlo, era bastante ingenioso. Examiné el nudo de Elizabeth, atado a la manija de uno de los arcones puestos contra la pared.

Quizá parezca sorprendente, pero creo que era fácil saber qué nudo era obra de un hombre, y cuál de una mujer; más aún, el nudo de Elizabeth en cierto modo me recordaba su persona. Era inteligente, complicado, bastante estético, y aquí y allá revelaba rasgos ingeniosos. En una cosa tan simple como estos nudos, volví a recordar las diferencias de sexo y personalidad que dividen a los seres humanos, las diferencias expresadas en millares de sutilezas, por ejemplo el modo de plegar un pedazo de lienzo, de formar una letra, o recordar un color, de completar una frase. Me parecía que en todo nos manifestamos, y que cada uno lo hace de manera diferente.

—Podrías examinar este nudo —dijo Elizabeth.

Revisé el nudo, y ella hizo lo mismo con el mío, y así, movimiento por movimiento, cada uno controló el nudo del otro.

El nudo de Elizabeth tenía cincuenta y cinco vueltas. El mío cincuenta y siete.

Ella había amenazado con inventar un nudo de más de cincuenta y cinco vueltas, pero cuando yo amenacé con castigarla decidió someterse a la razón.

—Lo hiciste a la perfección —dije.

Después de reflexionar, me pareció que Elizabeth tenía un propósito específico que la inducía a crear su propio nudo. Por ejemplo, quizá después de cierto tiempo tuviese en Gor su propia habitación o sus propios arcones, y en ese caso podía necesitar un nudo individual. Por supuesto, podía haber utilizado el mío, pero después de examinar el que ella había preparado y ver en qué se distinguía del mío, no dudé que el suyo le parecía a Elizabeth más feliz, más grato y más personal. Por otra parte, como legalmente se había sometido a la Casa de Cernus, y ahora era esclava, las pequeñas cosas que podía tener o hacer sin duda le parecían preciosas. Yo sabía que algunos esclavos se mostraban muy celosos de cosas tan sencillas como un plato o una taza, a las que habían llegado a considerar propias, probablemente en razón del uso. Además, la posesión de un nudo propio podía tener un valor ocasional, incluso en las circunstancias actuales, por ejemplo, si yo llegaba a la puerta y veía en su lugar el nudo de Elizabeth, tenía que saber que ella no se encontraba en el aposento. Ese tipo de cosa era trivial, pero nunca sabía cuándo podría sobrevenir una situación menos trivial. En definitiva, me parecía conveniente que Elizabeth tuviese su propio nudo, y lo que era más importante, ella lo había deseado así.

—Todas las jóvenes —me informó altivamente— deberían tener su propio nudo. Más aún, si tú lo tienes, yo debería tenerlo. En presencia de esta lógica, originada en las contaminaciones de la Tierra, no quedaba más alternativa que capitular, por fastidioso que eso pudiera parecer.

—Bien, Kuurus —dijo Elizabeth—, parece que ataste bien mi nudo, aunque quizá con torpeza un tanto mayor de la que yo habría demostrado.

—Lo que importa —dije— es que las cosas se hagan bien.

Se encogió de hombros.

—Imagino que así es —dijo.

—Pero cuando haces mi nudo —dije con acento hosco— el resultado es un poco demasiado elegante.

—Mis nudos no son elegantes —me informó Elizabeth—. Lo que tú llamas elegancia es simplemente limpieza, sencilla y común limpieza cotidiana.

—¡Oh! —dije.

—No puedo evitar que mis nudos parezcan más ordenados que los tuyos.

—Yo diría que te gusta hacer nudos —observé.

Se encogió de hombros.

—¿Deseas que te muestre otros? —pregunté.

—¿Nudos usados como firma? —preguntó.

—No —contesté—, nudos sencillos, nudos goreanos comunes.

—Sí —respondió Elizabeth, complacida.

—Tráeme un par de cordeles de sandalias —le dije.

Cumplió la orden, y después se arrodilló frente a mí, mientras yo me sentaba con las piernas cruzadas. Sostenía en la mano uno de los cordeles.

—Éste es el sostén del canasto —expliqué, y con un gesto le pedí que extendiese una mano—. Se utiliza para asegurar un canasto a la montura del tarn.

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