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Authors: John Norman

El asesino de Gor (5 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Hablé. Por supuesto, el Jugador a lo sumo podía escuchar mi voz.

—Un tarn de oro de peso doble —dije— al rojo, si gana el rojo.

La gente ahogó una exclamación. El Viñatero pareció muy impresionado. El Jugador elevó hacia mi rostro sus ojos ciegos.

Extraje del cinturón un discotarn de doble peso y lo entregué al Jugador, que lo sostuvo entre los dedos y lo sopesó, y después lo deslizó entre los dientes y lo mordió. Me devolvió la moneda.

—De veras es oro —dijo—. No te burles de mí.

—Un tarn doble —dije— al rojo, si gana.

Yo sabía que no era probable que un Jugador ganase una suma tan elevada en un año entero.

El Jugador volvió la cabeza hacia mí. Tenía tensos todos los músculos del viejo rostro, como si intentase comprender qué había detrás de la oscuridad que era su mundo. Acercó la mano al tablero, y yo la estreché con firmeza. La sostuve un momento, y sentí su apretón, y entonces comprendí que aun ciego y marcado, débil y viejo, era un hombre. Soltó mi mano y se irguió, la espalda recta como la de un Ubar, una sonrisa en las comisuras de los labios. Los ojos ciegos parecieron brillar.

—Segundo Tarnsman —dijo— a Constructor nueve de Ubar.

Una exclamación de asombro recorrió a los espectadores. Incluso el Viñatero lanzó un grito.

Me dije que el Jugador tenía que estar loco. Ese movimiento carecía de relación con el juego. Era absurdo, insensato. De ese modo se exponía a uno de los ataques más devastadores que podía desencadenarse en el curso del juego. En cuatro movimientos su Piedra del Hogar caería. ¡Tenía que defenderse!

Con una mano temblorosa, el Viñatero empujó hacia la izquierda el Segundo Luchador de Lanza y capturó al Primer Luchador de Lanza del Jugador, que no estaba defendido.

Gemí interiormente.

—Jinete de Tharlarión de la Ubara —dijo el Jugador—, a Ubara ocho.

Cerré los ojos. Otro movimiento insensato. La gente miraba, desconcertada y muda. ¿Quizá ese hombre no era Jugador?

Implacable, el Viñatero avanzó de nuevo con su Segundo Luchador de Lanza, y esta vez capturó al Jinete de Tharlarión de la Ubara.

—Escriba de Ubar a Escriba seis de Ubara —dijo el Jugador.

En otra situación, me habría retirado aquí, pero como había ofrecido la pieza de oro comprendí que debía permanecer hasta el final; me consolaba pensando que ya no faltaba mucho para rematar la partida.

Incluso el Viñatero pareció inquieto.

—¿Deseas considerar el último movimiento? —preguntó, proponiendo una concesión poco usual en los aficionados a este juego; era una actitud que yo jamás habría esperado del Viñatero. Decidí que quizá no era un hombre tan malo.

—Escriba de Ubar a Escriba seis de Ubara —repitió el Jugador.

El Viñatero realizó mecánicamente el movimiento indicado por el Jugador.

—Mi Primer Tarnsman —dijo el Viñatero— captura al Escriba de la Ubara.

La captura de la Piedra del Hogar del Jugador se realizaría en el siguiente movimiento.

—¿Deseas reconsiderar tu movimiento? —preguntó el Jugador, y miró sin ver, pero sonriendo. En ese momento había en él algo grandioso, como si hubiera sido un gesto magnánimo digno de un Ubar victorioso.

El Viñatero lo miró desconcertado.

—No —dijo—. No lo deseo.

El Jugador se encogió de hombros.

—Capturo tu Piedra del Hogar en la próxima jugada —dijo el Viñatero.

—No tienes próxima jugada —dijo el Jugador.

La gente contuvo una exclamación, y todos, incluso el Viñatero, miramos el tablero.

—¡Ay! —exclamé, aunque la exclamación apenas concordaba con la sombría túnica negra que yo vestía; y un instante después el Cuidador de Tarns y el Talabartero también se dieron cuenta y comenzaron a golpear el suelo con los pies, y se dieron puñetazos en el hombro izquierdo. Los otros también gritaban alegremente. Yo mismo desenvainé la espada y con el acero golpeé el escudo. También el Viñatero comenzó a aullar de placer y a palmearse las rodillas, tanto lo complacía el maravilloso efecto, pese a que él mismo era la víctima.

—¡Grandioso! —exclamó con lágrimas en los ojos, y tomó de los hombros al Jugador y lo sacudió.

Y entonces el propio Viñatero, orgulloso como si se tratara de su propio triunfo, anunció la jugada siguiente del Jugador:

—Escriba se apodera de la Piedra del Hogar.

La gente y yo lanzamos gritos de placer, maravillados por la sencillez que ahora era evidente. Un ataque, no tanto organizado como revelado por los movimientos en apariencia insensatos, destinados únicamente a limpiar el tablero para el ataque esencial. Ninguno de nosotros, incluso el Viñatero, había siquiera sospechado el ataque. El Viñatero entregó el tarn de cobre que el Jugador le había ganado, y el Jugador depositó la moneda en su bolso. Después yo deposité en las manos del Jugador el tarn de oro, de doble peso, y el hombre lo sostuvo en sus manos, y sonrió y se puso de pie. El Viñatero estaba recogiendo las piezas y devolviéndolas al bolso de cuero, que después colgó del hombro del anciano. Finalmente, le entregó el tablero, y el Jugador lo colgó del otro hombro.

—Gracias por jugar —dijo el Viñatero. El Jugador extendió la mano y tocó el rostro del Viñatero, como para recordarlo.

—Gracias a ti por jugar —dijo el Jugador.

—Te deseo buena suerte.

—Te deseo buena suerte.

El Viñatero se volvió y comenzó a alejarse. El Jugador sonreía.

—¿Eres un mercader? —me preguntó el Jugador.

—No —dije.

—Entonces —preguntó—, ¿por qué tienes tanto dinero?

—Eso nada significa. ¿Puedo ayudarte a llegar a tu casa?

En ese instante el Cuidador de tarns, que se había apartado del Talabartero, se acercó a nosotros.

—Te comportaste bien, matador —dijo, y con una sonrisa se volvió y se alejó.

Me volví de nuevo hacia el Jugador, pero ahora él estaba de pie en la calle, y parecía muy lejos de mí, pese a que yo me encontraba casi a su lado.

—¿Perteneces a los Asesinos? —preguntó.

—Sí —dije—, es mi casta.

Depositó en mi mano la pieza de oro y se alejó, caminando a tropezones, la mano derecha extendida para tocar la pared.

—¡Espera! —grité—. ¡Te lo ganaste! ¡Llévatelo! —corrí tras él.

—¡No! —exclamó, y extendió una mano tratando de apartarme. Retrocedí. Permaneció de pie, jadeante, sin verme, el cuerpo inclinado, tenso por la cólera—. Es oro negro. Es oro negro.

Después se apartó, y comenzó a alejarse.

Permanecí inmóvil en la calle y lo vi marcharse, y en la mano sostenía el tarn de oro que yo había pensado regalarle.

3. CERNUS

—Trae ante mí tu primera espada —dije— para que pueda matarle.

Cernus de Ar, de la Casa de Cernus, me estudió con su rostro grande e impasible, y los ojos que nada revelaban, como piedras grises. Las manos grandes descansaban sobre los brazos de la silla curva que él ocupaba, y que a su vez estaba montada sobre una plataforma de piedra de aproximadamente treinta centímetros de altura y unos tres metros cuadrados. En la base de la plataforma estaban empotrados seis anillos destinados a los esclavos.

Cernus de Ar vestía una tosca túnica negra, tejida probablemente con la lana del hurt de dos patas, un marsupial domesticado que se criaba en gran número alrededor de varias ciudades septentrionales de Gor. Yo había oído decir que la Casa de Cernus tenía intereses en varias de las estancias que se dedicaban a la cría del hurt en la ciudad.

Cuando terminé de hablar, varios de los guerreros de Cernus se movieron inquietos. Algunos habían llevado la mano a las armas.

—Yo soy la primera espada de la Casa de Cernus —dijo Cernus.

La habitación en la cual yo estaba era el salón de la Casa de Cernus. Era una sala espaciosa, un cuadrado de unos veinte metros de lado y con un techo de unos quince metros de altura. Empotrados en la pared, a la izquierda, lo mismo que en la plataforma de la base de piedra, anillos para los esclavos, aproximadamente una docena. En las paredes había brazos para las antorchas; pero ahora estaban vacíos. El cuarto estaba iluminado por la luz solar que se filtraba por varias ventanas estrechas con barrotes. A su modo, me recordó una prisión; y a su modo lo era, porque se trataba de una sala de la Casa de Cernus, de la principal casa de tráfico de esclavos de Ar.

Cernus tenía alrededor del cuello, colgado de una cadena de oro, un medallón que exhibía el distintivo de la Casa de Cernus, un tarn con cadenas de esclavo sujetas de sus garras.

—He venido —dije— para alquilar mi espada a la Casa de Cernus.

—Te esperábamos —dijo Cernus.

No demostré sorpresa.

—Entiendo —dijo Cernus— que Portus, de la Casa de Portus, trató en vano de contratar tu espada.

—Es cierto —dije.

Cernus sonrió.

—Si no hubiera sido así —dijo—, sin duda no habrías venido aquí… porque en esta casa somos inocentes.

Era una alusión a la marca que exhibía en mi frente.

Yo había pasado la noche mirando el juego en una posada, había borrado la marca y esa mañana, bien temprano, después de despertar, volví a aplicarla en mi frente. Después de comer carne fría, y beber un poco de agua, me dirigí a la Casa de Cernus.

Cuando fui llevado a su presencia aún no era la séptima hora goreana, pero ya el traficante estaba de pie y atendía sus asuntos. A la derecha estaba un Escriba, un hombre angular y hosco de ojos profundos, munido de tabletas y punzón. Era Caprus de Ar, principal contable de la Casa de Cernus. Vivía en la casa, y rara vez salía a la calle. Vella había sido puesta bajo la custodia de este hombre. En la Casa de Cernus, después de quitarle los brazaletes, la correa y el collar, varios agentes de la casa habían verificado sus impresiones digitales, comparándolas con las que venían en los documentos. Se decía que Caprus era amigo de los Reyes Sacerdotes. Aparentemente, la incorporación de Vella a la Casa de Cernus no había acarreado dificultades. Sin embargo, yo temía por su seguridad. Era un juego peligroso.

—¿Puedo preguntar —inquirió Cernus— por quién llevas en la frente la marca de la daga negra?

Estaba dispuesto a hablar hasta cierto punto a Cernus de estas cosas, porque era importante, aunque peligroso, que él comprendiese cuál era el propósito de mi misión. Ahora era el momento de revelar ciertas cosas, de manera que se filtrasen a las calles de Ar.

—Vine a vengar —dije— a Tarl Cabot de Ko-ro-ba.

Los guerreros profirieron gritos de asombro. Sonreí para mis adentros. No dudaba que en el plazo de un ahn la anécdota correría por todas las tabernas de Ar, por todos los puentes y todos los cilindros.

—En esta ciudad —dijo Cernus— Tarl Cabot de Ko-ro-ba es conocido por el nombre de Tarl de Bristol.

—Sí —dije.

—Oí cantos alusivos a su persona —dijo Cernus. Observé atentamente al traficante de esclavos. Parecía inquieto y disgustado.

Dos de sus hombres salieron deprisa de la habitación. Oí que gritaban por los corredores de la casa.

—Lamento saberlo —dijo al fin Cernus. Después me miró—. Pocos habitantes de Ar —dijo— no te desearán que tengas éxito en tu sombría tarea.

—¿Quién podría matar a Tarl de Bristol? —exclamó un guerrero, sin siquiera darse cuenta de que Cernus no le había reconocido el derecho de hablar.

—Un cuchillo en el puente alto —dije—, en la vecindad del Cilindro de los Guerreros… durante el vigésimo ahn, en la oscuridad y las sombras de las lámparas.

Los guerreros se miraron.

—Sólo así pudo ser —dijo uno.

Yo mismo pensé con amargura en un puente mal iluminado, cerca del Cilindro de los Guerreros, porque por ese puente un joven de la Casta de los Guerreros había caminado apenas un cuarto de ahn antes que yo. Su delito, si alguno había cometido, era que se parecía mucho a mí, y sus cabellos, en la sombra, la semioscuridad de las lámparas y las tres lunas de Gor, debieron parecer los míos a quien estaba vigilando. Tarl el Viejo, el maestro de armas de Ko-ro-ba y yo mismo habíamos encontrado el cuerpo, y muy cerca, el lienzo verde metido en una rajadura de uno de los postes que sostenían las lámparas del puente; quizá había sido arrancado del hombro de un individuo que corría velozmente. Tarl el Viejo había dado vuelta al cuerpo, y después de examinarlo entre los dos, nos miramos.

—Este cuchillo —dijo Tarl el Viejo— estaba destinado a ti.

—¿Conoces al muerto? —pregunté.

—No —dijo—, salvo que era un guerrero de la ciudad aliada de Thentis, un pobre guerrero.

Vimos que no le habían quitado el bolso. El asesino había querido únicamente su vida.

Tarl el Viejo había extraído el cuchillo. Era un arma arrojadiza, del tipo utilizado en Ar, mucho más pequeña que la quiva sureña. Era un cuchillo para matar. En el pomo de la daga, rodeándolo, se encontraba la leyenda «Lo busqué. Lo encontré».

—¿De la Casta de los Asesinos? —había preguntado.

—Es imposible —dijo Tarl el Viejo—, pues los Asesinos generalmente son demasiado orgullosos para usar veneno —señaló una mancha blanca en la punta del cuchillo.

Más tarde, Tarl el Viejo, mi padre Matthew Cabot, Administrador de Ko-ro-ba, y yo analizamos largamente el asunto. Supimos que este atentado contra mi vida tendría algo que ver con las Montañas Sardar y los Reyes Sacerdotes, y los Otros, que no eran Reyes Sacerdotes, que deseaban imponerse en este mundo, y subrepticia y cruelmente luchaban para conquistarlo, aunque todavía, por temor al poder de los Reyes Sacerdotes, o porque no comprendían bien cuánto había disminuido su fuerza en la Guerra del Nido, hacía de eso más de un año, no se habían atrevido a atacar francamente. De modo que difundimos por la ciudad la noticia de que Tarl Cabot había muerto. Ahora yo había llegado a Ar pero no sabía a quién buscaba.

—¿Conoces el nombre del asesino? —preguntó Cernus.

—Sólo tengo esto —dije, y extraje del cinturón el lienzo verde y arrugado.

—Es el lienzo de una facción —dijo Cernus—. Hay millares así en Ar.

—Es todo lo que tengo —dije.

—También esta casa —observó Cernus— está aliada con la facción de los Verdes; y es el caso de otras casas, y de diferentes establecimientos de la ciudad, asociados con otras facciones.

—Sé —dije— que la Casa de Cernus simpatiza con los Verdes.

—Ahora veo —dijo Cernus— que varias razones te indujeron a alquilar tu espada a esta casa.

—Sí, por lo que sé, el hombre a quien busco puede ser de esta casa.

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