Authors: Italo Calvino
—¡Ah! ¿Quién? ¿Dónde está?
—Sobre vuestra nariz, ciudadano oficial.
—¡Lo veo! ¿Qué es? ¿Un hombre-pájaro, un hijo de las arpías? ¿Sois quizá una criatura mitológica?
—Soy el ciudadano Rondó, hijo de seres humanos, os lo aseguro, tanto por parte de padre como de madre, ciudadano oficial. Mejor dicho, tuve por madre un valeroso soldado, en los tiempos de las Guerras de Sucesión.
—Entiendo. Oh tiempos, oh gloria. Os creo, ciudadano, y estoy ansioso por escuchar las noticias que parecéis venir a anunciarme.
—¡Una patrulla austríaca está penetrando en vuestras líneas!
—¿Qué decís? ¡Es la batalla! ¡Es la hora! ¡Oh arroyo, apacible arroyo, dentro de poco estarás teñido de sangre! ¡Vamos! ¡A las armas!
Ante las órdenes del teniente-poeta, los húsares iban recogiendo armas y enseres, pero se movían de un modo tan torpe y flojo, desperezándose, tosiendo, maldiciendo, que empecé a estar preocupado por su eficiencia militar.
—Ciudadano oficial, ¿tenéis un plan?
—¿Un plan? ¡Marchar sobre el enemigo!
—Sí, pero ¿cómo?
—¿Cómo? ¡Cerrando filas!
—Pues bien, si me permitís un consejo, yo mantendría a los soldados quietos, en orden abierto, dejando que la patrulla enemiga se meta en la trampa sola.
El teniente Papillon era hombre conciliador y no puso objeciones a mi plan. Los húsares, diseminados por el bosque, no se distinguían de las matas de verde, y el teniente austríaco desde luego era el menos apropiado para captar la diferencia. La patrulla imperial marchaba siguiendo el itinerario trazado sobre el mapa, y de vez en cuando se oía un brusco :
«¡izquierda, maarchen!», o «derecha, maarchen!». De modo que pasaron ante las narices de los húsares sin advertirlo. Los húsares, silenciosos, propagando a su alrededor sólo ruidos naturales como murmullos de frondas o de aleteos, se dispusieron en una maniobra envolvente. Desde lo alto de los árboles yo les señalaba con el silbido de la perdiz o el grito de la lechuza los desplazamientos de las tropas enemigas y los atajos que tenían que tomar. Los austríacos, ignorantes de todo, estaban en la trampa.
—¡Alto ahí! ¡En nombre de la libertad, fraternidad e igualdad, os declaro a todos prisioneros! —oyeron gritar de pronto, desde un árbol, y apareció entre las ramas una sombra humana que blandía un gran fusil de largo cañón.
—
Urràh! Vive la Nation!
—y todas las matas de alrededor resultaron ser húsares franceses, con el teniente Papillon a la cabeza.
Resonaron oscuras imprecaciones austrosardas, pero antes que hubiesen podido reaccionar ya habían sido desarmados. El teniente austríaco, pálido pero con la frente alta, entregó su espada al colega enemigo.
Me convertí en un preciado colaborador del Ejército republicano, pero prefería realizar mis cacerías solo, valiéndome de la ayuda de los animales del bosque, como aquella vez en que puse en fuga a una columna austríaca arrojándoles un nido de avispas.
Mi fama se había difundido por el campo austrosardo, amplificada hasta el punto de que se decía que el bosque pululaba de jacobinos armados escondidos en lo alto de los árboles. Al andar, las tropas reales e imperiales aguzaban el oído: al más leve rumor de castaña desprendida de su erizo, o al más sutil chillido de ardilla, ya se veían rodeados por los jacobinos, y cambiaban el camino. De este modo, provocando ruidos y susurros apenas perceptibles, hacía desviar las columnas piamontesas y austríacas y conseguía conducirlas adonde quería.
Un día llevé una hasta un espeso matorral espinoso, y la hice perderse por él. En el matorral estaba escondida una familia de jabalíes; expulsados de los montes donde tronaba el cañón, los jabalíes bajaban en manadas a refugiarse en los bosques más bajos. Los austríacos extraviados marchaban sin ver a un palmo de sus narices, y de repente una manada de jabalíes hirsutos se levantó bajo sus pies, emitiendo gruñidos lancinantes. Proyectados con el hocico por delante aquellas bestias se lanzaban entre las rodillas de cada soldado arrojándolo al aire, y pisoteaban a los caídos con un alud de puntiagudas pezuñas, y clavaban los colmillos en las barrigas. Todo el batallón fue arrollado. Apostado en los árboles con mis compañeros, los perseguíamos con disparos. Los que regresaron al campamento contaron, unos, un terremoto que de pronto había sacudido bajo sus pies el terreno espinoso, otros, una batalla contra una banda de jacobinos brotados de tierra, porque estos jacobinos no eran más que diablos, medio hombres y medio bestias, que vivían o sobre los árboles o en lo hondo de los arbustos.
Os he dicho que prefería llevar a cabo mis golpes en solitario, o con los pocos compañeros de Ombrosa que se habían refugiado conmigo en los bosques después de la vendimia. Con el Ejército francés trataba de tener que ver lo menos posible, porque los ejércitos ya se sabe cómo son, cada vez que se mueven organizan desastres. Pero me había encariñado con la avanzadilla del teniente Papillon, y estaba no poco preocupado por su suerte. De hecho, al pelotón mandado por el poeta, la inmovilidad del frente amenazaba con resultarle fatal.
Musgos y líquenes crecían en los uniformes de los soldados, y a veces también tamujos y helechos; en lo alto de los colbacs hacían su nido los chochines, o brotaban y florecían plantas de muguete; las botas se soldaban con el mantillo en un zueco compacto: todo el pelotón estaba a punto de echar raíces. La amabilidad hacia la naturaleza del teniente Agrippa Papillon hacía hundirse a aquel puñado de valientes en una amalgama animal y vegetal.
Había que despertarlos. Pero ¿cómo? Tuve una idea y me presenté al teniente Papillon para proponérsela. El poeta estaba declamando a la luna.
—¡Oh, luna! ¡Redonda como una boca de fuego, como una bala de cañón que, exhausto ya el impulso de la pólvora, continúa su lenta trayectoria rodando silenciosa por los cielos! ¡Cuándo deflagrarás, luna, alzando una alta nube de polvo y favilas, sumergiendo los ejércitos enemigos, y los tronos, y abriendo para mí una brecha de gloria en el muro compacto de la escasa consideración en que me tienen mis conciudadanos! ¡Oh, Rouen! ¡Oh, luna! ¡Oh, suerte! ¡Oh, Convención! ¡Oh, ranas! ¡Oh, doncellas! ¡Oh, vida mía!
Y yo:
—Citoyen...
Papillon, molesto de que siempre le interrumpiesen, dijo seco:
—¿Y bien?
—Quería decir, ciudadano oficial, que habría un sistema para despertar a vuestros hombres de un letargo ya peligroso.
—Lo quiera el cielo, ciudadano. Yo, como veis, me desvivo por la acción. ¿Y cuál sería este sistema?
—Las pulgas, ciudadano oficial.
—Siento desilusionaros, ciudadanos. El ejército republicano no tiene pulgas. Se han muerto todas de inanición a consecuencia del bloqueo y la carestía.
—Yo puedo conseguíroslas, ciudadano oficial.
—No sé si habláis en broma o en serio. En cualquier caso, lo expondré a los mandos superiores, y ya se verá. ¡Ciudadano, os agradezco lo que hacéis por la causa republicana! ¡Oh, gloria! ¡Oh, Rouen! ¡Oh, pulgas! ¡Oh, luna! —y se alejó desvariando.
Comprendí que tenía que actuar por mi cuenta. Me proveí de una gran cantidad de pulgas y, desde los árboles, en cuanto veía a un húsar francés, con la cerbatana le tiraba una encima, tratando con mi precisa puntería de entrársela por el cuello de la camisa. Después empecé a rociar a toda la sección, a puñados. Eran misiones peligrosas, porque si me hubiesen pillado, de poco habría servido la fama de patriota: me habrían hecho prisionero, llevado a Francia y guillotinado como un emisario de Pitt. En cambio, mi intervención fue providencial: el prurito de las pulgas volvió a encender agudamente en los húsares la humana y civil necesidad de rascarse, de hurgarse, de despiojarse; tiraban al aire las prendas musgosas, las mochilas y los fardos recubiertos de hongos y telas de araña, se lavaban, se afeitaban, se peinaban, en fin, volvían a tomar conciencia de su humanidad individual, y volvía a ganarles el sentido de la civilización, de la liberación de la naturaleza bruta. Además los incitaba un estímulo de actividad, un celo, una combatividad olvidados desde hacía tiempo. El momento del ataque los encontró invadidos de este ímpetu: los Ejércitos de la República vencieron a la resistencia enemiga, arrollaron el frente, y avanzaron hasta las victorias de Dego y de Millesimo...
Nuestra hermana y el desterrado D'Estomac escaparon de Ombrosa justo a tiempo para no ser capturados por el ejército republicano. El pueblo de Ombrosa parecía haber vuelto a los días de la vendimia. Alzaron el Árbol de la Libertad, esta vez más conforme a los ejemplos franceses, o sea algo parecido a un palo de cucaña. Cósimo, no hay que decirlo, trepó a él, con el gorro frigio en la cabeza; pero se cansó enseguida y se fue.
En torno a los palacios de los nobles hubo un poco de alboroto, gritos como:
«Arístò, aristò, alla lanterna sairà!»
A mí entre que era hermano de mi hermano y que siempre hemos sido nobles de poca importancia, me dejaron en paz; es más, después me consideraron incluso un patriota (por lo que, cuando cambió de nuevo, tuve problemas).
Montaron la
municipalité,
el
maire,
todo a la francesa; mi hermano fue nombrado de la junta provisional, aunque muchos no estaban de acuerdo, considerándolo un demente. Los del antiguo régimen reían y decían que eran una pandilla de locos.
La junta se reunía en el viejo palacio del gobernador genovés. Cósimo se encaramaba a un algarrobo, a la altura de las ventanas, y seguía las discusiones. A veces intervenía, voceando, y daba su voto. Ya se sabe que los revolucionarios son más formalistas que los conservadores: ponían dificultades, que era un sistema que no marchaba, que disminuía el decoro de la asamblea, y así sucesivamente, y cuando en lugar de la República oligárquica de Génova proclamaron la República Ligur, en la nueva administración ya no eligieron a mi hermano.
Y pensar que Cósimo en esa época había escrito un
Proyecto de Constitución para Ciudad Republicana con Declaración de los Derechos de los Hombres, de las Mujeres, de los Niños, de los Animales Domésticos y Salvajes, incluidos Pájaros, Peces e Insectos, y de las Plantas sean de Alto Tallo u Hortalizas y Hierbas...
Era un bellísimo trabajo, que podía servir de orientación a todos los gobernantes; en cambio nadie lo tomó en consideración y quedó en letra muerta.
Pero la mayor parte de su tiempo Cósimo lo pasaba todavía en el bosque, donde los zapadores del Cuerpo de Ingenieros del Ejército francés abrían una carretera para el transporte de la artillería. Con las largas barbas que salían de debajo de los colbacs y se perdían en los grandes delantales de cuero, los zapadores eran distintos de todos los demás militares. Quizá esto dependía del hecho de que detrás de sí ellos no llevaban ese rastro de desastres y despilfarros de las otras tropas, sino la satisfacción de cosas que quedaban y la ambición de hacerlas lo mejor posible. Además tenían muchas cosas que contar: habían atravesado naciones, vivido asedios y batallas; algunos de ellos incluso habían visto las grandes cosas ocurridas allá en París, la Bastilla y las guillotinas; y Cósimo se pasaba las noches oyéndoles. Tras dejar las palas y las azadas, se sentaban en torno a un fuego, fumando cortas pipas y desenterrando recuerdos.
Durante el día Cósimo ayudaba a los trazadores a delinear el recorrido de la carretera. Nadie mejor que él estaba en condiciones de hacerlo: sabía todos los pasos por los que el camino podía pasar con menor desnivel y menor pérdida de plantas. Y siempre tenía en la cabeza, más que la artillería francesa, las necesidades de las poblaciones de aquellos rincones sin carreteras. Al menos, de todo aquel paso de soldados robagallinas, salía algo ventajoso: una carretera hecha a sus expensas.
Menos mal: porque ahora las tropas ocupantes, especialmente desde que republicanos habían pasado a ser imperiales, a todos les caían mal. Y todos iban a desahogarse con los patriotas: «¡Mirad lo que hacen vuestros amigos!» Y los patriotas abrían los brazos, alzaban los ojos al cielo, contestaban: «¡Bah! ¡Soldados! ¡Esperemos que pase!»
De las cuadras, los napoleónicos se llevaban cerdos, vacas, hasta cabras. En cuanto a impuestos y diezmos era peor que antes. Y además se impuso el servicio de la leva. Esto de irse de soldado, entre nosotros, nadie lo ha entendido nunca: y los jóvenes a quienes se llamaba se refugiaban en el bosque.
Cósimo hacía lo que podía para aliviar estos males: vigilaba el ganado en el bosque cuando los pequeños propietarios, por miedo a un saqueo, lo mandaban al monte; o hacía guardia para los transportes clandestinos de trigo al molino o de aceitunas a la almazara, de manera que los napoleónicos no pudiesen quedarse con una parte; o indicaba a los jóvenes de la leva las cavernas del bosque donde podían esconderse. En fin, trataba de defender al pueblo de los abusos, pero ataques contra las tropas ocupantes no los realizó, aunque por esa época por los bosques empezase a haber bandas armadas de «barbetti», que hacían la vida imposible a los franceses. Cósimo, testarudo como era, nunca quería retractarse, y habiendo sido amigo de los franceses antes, seguía pensando que tenía que ser leal, incluso si tantas cosas habían cambiado y si era todo distinto de como se esperaba. Y además hay que tener en cuenta también que empezaba a hacerse viejo, y ya no se ajetreaba mucho, ni de un lado ni de otro.
Napoleón fue a Milán a hacerse coronar y luego realizó algún viaje por Italia. En cada ciudad lo acogían con grandes fiestas y lo llevaban a ver las rarezas y los monumentos. En Ombrosa pusieron en el programa una visita al «patriota de lo alto de los árboles», porque, como acostumbraba a pasar, a Cósimo aquí nadie le hacía caso, pero fuera era muy famoso, especialmente en el extranjero.
No fue un encuentro improvisado. Todo estaba dispuesto de antemano por el comité municipal de los festejos para hacer un buen papel. Se escogió un buen árbol; querían una encina, pero el que mejor se veía era un nogal, y entonces disfrazaron el nogal con un poco de follaje de encina, pusieron cintas con los tres colores franceses y los tres colores lombardos, unas escarapelas, unos galones. A mi hermano lo hicieron encaramarse allá arriba, vestido de fiesta pero con el característico gorro de piel de gato, y una ardilla en el hombro.
Todo estaba fijado para las diez, había un gran corro de gente alrededor, pero naturalmente hasta las once y media no se vio a Napoleón, con gran fastidio de mi hermano que al envejecer empezaba a padecer de la vejiga y de vez en cuando tenía que esconderse detrás del tronco para orinar.