Authors: Italo Calvino
Llegó el emperador, con el séquito en el que cabeceaban los bicornios. Era ya mediodía, Napoleón miraba entre las ramas hacia Cósimo y le daba el sol en los ojos. Empezó a dirigirle a Cósimo cuatro frases de circunstancias:
—
Je sais très bien que vous, citoyen...
—y se hacía pantalla con la mano—,
...parmi les forêts...
—y daba un saltito para que el sol no le fuera a los ojos—,
parmi les frondaisons de notre luxuriante...
—y daba un saltito hacia otro lado porque Cósimo, con una inclinación de asentimiento, le había descubierto de nuevo el sol.
Viendo la inquietud de Bonaparte, Cósimo preguntó, cortés:
—¿Puedo hacer algo por vos,
mon Empereur?
—Sí, sí —dijo Napoleón—, poneos un poco más acá, os lo ruego, para protegerme del sol, sí, así, quieto... —Luego se calló, como asaltado por una idea, y vuelto al virrey Eugenio—:
Tout cela me rappelle quelque chose... Quelque chose que j'ai déjà vu...
Cósimo acudió en su ayuda:
—No erais vos, Majestad: era Alejandro Magno.
—¡Ah, pues claro! —dijo Napoleón—. ¡El encuentro de Alejandro y Diógenes!
—
Vous n'oubliez jamais votre Plutarque, mon Empereur
—dijo Beauharnais.
—Sólo que entonces —añadió Cósimo—, era Alejandro quien preguntaba a Diógenes qué podía hacer por él, y Diógenes quien le rogaba que se apartara...
Napoleón chasqueó los dedos como si por fin hubiese encontrado la frase que andaba buscando. Se aseguró con una ojeada que los dignatarios del séquito lo estuviesen escuchando, y dijo, en óptimo italiano:
—¡Si yo no fuera el emperador Napoleón, habría querido ser el ciudadano Cósimo Rondó!
Y se dio la vuelta y se fue. El séquito le siguió con gran ruido de espuelas.
Todo acabó en eso. Se esperaba que al cabo de una semana le llegase a Cósimo la cruz de la Legión de Honor. Pero nada. Mi hermano quizá se burlaba de ello, pero a la familia nos habría gustado.
La juventud se va pronto sobre la tierra, imaginaos sobre los árboles, donde todo está destinado a caer: hojas, frutos. Cósimo envejecía. Tantos años, con todas sus noches pasadas al frío, al viento, al agua, bajo frágiles abrigos y sin nada alrededor, rodeado del aire, sin nunca una casa, un fuego, un plato caliente... Cósimo era ya un viejecito encogido, con las piernas arqueadas y los brazos largos como un mono, giboso, embutido en un capote de pieles que terminaba en una capucha, como un fraile peludo. La cara estaba requemada por el sol, era rugosa como una castaña, con claros ojos redondos entre los pliegues.
Con el ejército de Napoleón derrotado en el Beresina, la escuadra inglesa desembarcada en Génova, pasábamos los días esperando noticias de los acontecimientos. Cósimo no se dejaba ver en Ombrosa: estaba encaramado sobre un pino del bosque, al borde del camino de la Artillería, donde habían pasado los cañones para Marengo, y miraba hacia oriente, por la ruta desierta en donde ahora sólo se encontraban pastores con sus cabras o mulos cargados de leña. ¿Qué esperaba? A Napoleón lo había visto, la Revolución sabía cómo había acabado, no podía esperarse más que lo peor. Y sin embargo, estaba allí, con los ojos fijos, como si de un momento a otro por un recodo tuviese que aparecer el ejército imperial todavía recubierto de carámbanos rusos, y Bonaparte a caballo, con el mentón mal afeitado inclinado sobre el pecho, febril, pálido... Se pararía bajo el pino (detrás de él, un confuso amortiguarse de pasos, un entrechocar de mochilas y fusiles contra el suelo, un descalzarse de soldados exhaustos al borde del camino, un desvendar pies llagados) y diría: «Tenías razón, ciudadano Rondó; dame de nuevo las constituciones por ti escritas, dame de nuevo tu consejo que ni el Directorio, ni el Consulado, ni el Imperio quisieron escuchar: ¡empecemos otra vez por el principio, volvamos a alzar los Árboles de la Libertad, salvemos la patria universal!» Éstos eran sin duda los sueños, las esperanzas de Cósimo.
En cambio, un día, renqueando por el Camino de la Artillería, desde oriente avanzaron tres tunantes. Uno, cojo, se sostenía con una muleta, el otro tenía en la cabeza un turbante de vendas, el tercero era el más sano porque llevaba sólo un parche negro en un ojo. Los harapos descoloridos que llevaban encima, los jirones de alamares que les colgaban del pecho, el colbac sin copa pero con penacho que uno de ellos tenía, las botas rotas todo a lo largo de la pierna, parecían haber pertenecido a uniformes de la guardia napoleónica. Pero armas no tenían: o sea, uno blandía una vaina de espada vacía, otro llevaba al hombro un cañón de fusil como un bastón, para sostener un hatillo. Y avanzaban cantando:
—
De mon pays... De mon pays... De mon pays...
—como tres borrachos.
—Eh, forasteros —les gritó mi hermano—, ¿quiénes sois?
—¡Mira qué pájaro! ¿Qué haces ahí? ¿Comes piñones? Y otro:
—¿Quién quiere darnos piñones? Con el hambre atrasada que tenemos, ¿quiere darnos piñones?
—¡Y la sed! ¡La sed que nos ha entrado de comer nieve!
—¡Somos el Tercer Regimiento de los húsares!
—¡Al completo!
—¡Todos los que quedan!
—Tres de trescientos: ¡no está mal!
—¡Para mí, yo me he salvado y ya está!
—Ah, todavía no lo puedes decir, ¡los pies en tu casa todavía no los has puesto!
—¡Así te dé un cáncer!
—¡Somos los vencedores de Austerlitz!
—¡Y los jodidos de Vilna! ¡Alegría!
—Dinos, pájaro parlante, explícanos dónde hay una cantina por aquí cerca.
—¡Hemos vaciado los toneles de media Europa, pero la sed no se nos pasa!
—Es porque estamos acribillados por las balas, y el vino se escapa.
—¡Tú sí que estás acribillado y donde yo sé!
—¡Una cantina que nos haga crédito!
—¡Pasaremos a pagar otra vez!
—Paga Napoleón.
—Brrr...
—¡Paga el Zar! ¡Nos está siguiendo, presentadle las cuentas a él! Cósimo dijo:
—Vino por aquí nada, pero más adelante hay un riachuelo y podéis quitaros la sed.
—¡Ahógate tú en el riachuelo, búho!
—¡Si no hubiese perdido el fusil en el Vístula ya te habría disparado y asado a la parrilla como un tordo!
—Esperad: voy a meter los pies en remojo en este riachuelo, que me arden...
—Por mí, como si te quieres lavar el culo...
En cambio fueron al riachuelo los tres, a descalzarse, a meter los pies en remojo, lavarse la cara y la ropa. El jabón lo obtuvieron de Cósimo, que era uno de esos que al envejecer se vuelven limpios, porque les coge ese asco de sí mismos que en la juventud no se advierte; de modo que iba a todas partes con el jabón. El frescor del agua disipó un poco la niebla de la borrachera de los tres veteranos. Y al pasar la borrachera pasaba la alegría, y volvían a entristecerse por su estado y suspiraban y gemían; pero con aquella tristeza el agua límpida se convertía en un gozo, y disfrutaban de ella, cantando:
—
De mon pays... De mon pays...
Cósimo había vuelto a su puesto de vigía en el borde del camino. Oyó un galope. Era un pelotón de caballería ligera que llegaba, levantando polvo. Vestían uniformes nunca vistos; y bajo los pesados colbacs se veían unos rostros rubios, barbudos, algo aplastados, de entornados ojos verdes. Cósimo los saludó con el sombrero.
—¿Qué os trae por aquí, caballeros? Se detuvieron.
—
Sdrastvuy!
Oye,
batiuska,
¿cuánto nos falta para llegar?
—Sdrastvuite,
soldados —dijo Cósimo, que había aprendido un poco de todas las lenguas y también de ruso—,
Kudá vam?,
¿para llegar adonde?
—Para llegar a donde llega esta carretera...
—Ah, esta carretera, llegar llega a muchos sitios... ¿Vosotros adónde vais?
—V Parizh.
—Bueno, para París las hay mejores...
—Niet, nie Parizh. Vo Frantsiu, za Napoleonom. Kudá vediót eta doroga?
—Eh, a tantos sitios: Olivabassa, Sassocorto, Trappa...
—
Kak?
¿Aliviabassa?
Niet, niet.
—Bueno, si se quiere se va también a Marsella...
—V Marsel... da, da, Marsel... Frantsia...
—¿Y qué vais a hacer a Francia?
—Napoleón ha venido a hacer la guerra a nuestro Zar, y ahora nuestro Zar corre detrás de Napoleón.
—¿Y desde dónde venís?
—Iz Jarkova. Iz Kieva. Iz Rostova.
—¡Pues así habréis visto sitios bonitos! Y qué os gusta más, ¿esto nuestro o Rusia?
—Sitios bonitos y sitios feos, pero a nosotros nos gusta Rusia.
Un galope, una polvareda, y un caballo se detuvo allí, montado por un oficial que gritó a los cosacos:
—Von! Marsh! Kto vam pozvolil ostanovitsia?
—Do svidania, batiuska!
—dijeron aquéllos a Cósimo—,
Nam porá...
—y picaron espuelas.
El oficial se había quedado al pie del pino. Era alto, delgado, de aire noble y triste; tenía levantada la cabeza desnuda hacia el cielo surcado de nubes.
—
Bonjour, monsieur
—dijo a Cósimo—,
vous connaissez notre langue?
—
Da, gospodin ofitsér
—respondió mi hermano—,
mais pas mieux que vous le français, quand même.
—Êtes-vous un habitant de ce pays? Etiez-vous ici pendant qu'il y avait Napoléon?
—Oui, monsieur l'officier.
—Comment ça allait-il?
—Vous savez, monsieur, les armées font toujours des dégâts, quelles que soient les idées qu'elles apportent.
—Oui, nous aussi nous faisons beaucoup de dégâts... mais nous n'apportons pas d'idées...
Estaba melancólico e inquieto, y sin embargo, era un vencedor. Cósimo le cogió simpatía y quería consolarlo:
—Vous avez vaincu!
—Oui. Nous avons bien combattu. Très bien. Mais peut-étre...
Se oyó un estallido de gritos, una zambullida, un chocar de armas.
—
Kto tam?
—dijo el oficial. Volvieron los cosacos, y arrastraban por el suelo unos cuerpos medio desnudos, y en la mano sostenían algo, en la izquierda (la derecha empuñaba el largo sable curvo, desenvainado y —sí— chorreando sangre), y ese algo eran las cabezas barbudas de aquellos tres húsares borrachines—.
Frantsuzy! Napoleón!
¡Todos muertos!
El joven oficial con secas órdenes hizo que se los llevaran. Volvió la cabeza. Habló de nuevo a Cósimo:
—Vous voyez... La guerre... II y a plusieurs années que je fais le mieux que je puis une chose affreuse: la guerre... et tout cela pour des ideáls que je ne saurais presque expliquer moi-même...
—También yo —respondió Cósimo—, vivo desde hace muchos años por unos ideales que no sabría explicarme siquiera a mí mismo:
mais je fais une chose tout a fait bonne: je vis dans les arbres.
El oficial de melancólico se había puesto nervioso.
—
Alors
—dijo—,
je dois m'en aller
—saludó militarmente—.
Adieu, monsieur... Quel est votre nom?
—
Le baron Cosme de Rondeau
—le gritó Cósimo, y él ya había partido—.
Proshaite, gospodin... Et le votre?
—
Je suis le Prince Andrei...
—y el galope del caballo se llevó consigo el apellido.
Ahora yo no sé qué nos traerá este siglo decimonono, que ha comenzado mal y que continúa cada vez peor. Gravita sobre Europa la sombra de la Restauración; todos los innovadores —fueran jacobinos o bonapartistas—, derrotados; el absolutismo y los jesuitas han recobrado su espacio; los ideales de la juventud, las luces, las esperanzas de nuestro siglo decimoctavo, todo son cenizas.
Yo confío mis pensamientos a este cuaderno, no sabría expresarlos de otro modo: he sido siempre un hombre sosegado, sin grandes impulsos o manías, padre de familia, de linaje noble, ilustrado de ideas, respetuoso de las leyes. Los excesos de la política nunca me han dado sacudidas demasiado fuertes, y espero que continúe así. Pero dentro, ¡qué tristeza!
Antes era distinto, estaba mi hermano; me decía: «está ya él que piensa», y yo me dedicaba a vivir. La señal de que las cosas han cambiado para mí no ha sido ni la llegada de los austrorrusos, ni la anexión al Piamonte, ni los nuevos impuestos o qué sé yo, sino el no verlo ya a él, al abrir la ventana, allá arriba en equilibrio. Ahora que él no está, me parece que tendría que pensar en muchas cosas, filosofía, política, historia, sigo las gacetas, leo los libros, me rompo la cabeza con ellos, pero lo que quería decir él no se presenta, es otra cosa lo que él pretendía, algo que lo abarcase todo, y no podía decirlo con palabras sino viviendo como vivió. Sólo siendo tan despiadadamente él mismo como fue hasta su muerte, podía dar algo a todos los hombres.
Recuerdo cuando enfermó. Nos dimos cuenta porque llevó su yacija al gran nogal allí en medio de la plaza. Antes los lugares donde dormía los había tenido siempre escondidos, con su instinto selvático. Ahora sentía la necesidad de estar siempre a la vista de los demás. A mí se me encogió el corazón: siempre había pensado que no le gustaría morir solo, y aquello quizá era ya un signo. Le mandamos un médico, con una escalera; cuando bajó hizo una mueca y abrió los brazos.
Subí yo por la escalera. «Cósimo —empecé a decirle—, tienes sesenta y cinco años cumplidos, ¿cómo puedes continuar estando ahí arriba? A estas alturas lo que querías decir lo has dicho, lo hemos entendido, ha sido una gran fuerza de ánimo la tuya, lo has conseguido, ahora puedes bajar. Incluso quien ha pasado toda su vida en el mar llega a una edad en la que desembarca.»
Pero qué va. Dijo que no con la mano. Ya casi no hablaba. Se levantaba, de vez en cuando, envuelto en una manta hasta la cabeza, y se sentaba en una rama a disfrutar de un poco de sol. Más allá no se desplazaba. Había una vieja del pueblo, una santa mujer (quizá una antigua amante suya), que iba a asearlo, a llevarle platos calientes. Teníamos la escalera de mano apoyada contra el tronco, porque había siempre necesidad de subir a ayudarlo, y también porque se esperaba que se decidiese de un momento a otro a bajar. (Lo esperaban los demás; yo sabía muy bien cuál era su naturaleza.) Alrededor, en la plaza, había siempre un corro de gente que le hacía compañía, hablando entre sí y a veces dirigiéndole también algunas palabras, aunque se sabía que no tenía ya ganas de hablar.
Se agravó. Izamos un lecho al árbol, conseguimos mantenerlo en equilibrio; se acostó de buen grado. Tuvimos remordimientos por no haberlo pensado antes: a decir verdad él las comodidades no las rechazaba nunca: aunque viviese en los árboles, siempre había tratado de vivir lo mejor posible. Entonces nos apresuramos a darle otras comodidades: esteras para resguardarlo del aire, un baldaquino, un brasero. Mejoró un poco, y le llevamos una butaca, la aseguramos entre dos ramas; empezó a pasarse los días allí, envuelto en sus mantas.