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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

El bokor (4 page)

BOOK: El bokor
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—De haber tenido tiempo habría sacrificado a una gallina —dijo mientras acercaba el plato humeante al sacerdote.

—El pescado estará bien, la gallina podrá vivir para poner el huevo de mañana.

La vieja rio mostrando sus encías moradas como berenjenas y Jean se unió al festejo.

—¿He dicho algo gracioso?

—Disculpe padre, no debí reírme de esa manera, tan solo me hizo un poco de gracia que piense usted en las necesidades del mañana, aquí vivimos el día a día. ¿Sabía usted que en la isla se debe sobrevivir en un mes con lo que usted puede gastar en un día?

—No soy un hombre que gaste demasiado.

—Entonces estará bien en la residencia, no hay muchos lujos, pero al menos es fresca y está lejos del ruido del pueblo.

—¿Es muy ruidosa la gente por aquí?

—Donde quiera que haya negros, habrá música y baile y licor y todas esas tonterías a las que se dedican los hombres.

—Parece no aprobar la diversión.

—La diversión es del demonio, usted debería saberlo padre.

—Intentaré no divertirme mucho entonces.

—¿Le ha gustado el guiso?

—Está bueno, no lo había probado antes ¿Qué es?

—Cambute —dijo Jean— una especie de molusco con un gran caracol. Está guisado con plátano y yuca —agregó sonriente.

—Es mi primer alimento haitiano.

—Se acostumbrará —dijo la negra— no hay gran diversidad en la isla y casi todo de lo poco que tenemos nos lo da el mar.

—Dios bendiga el mar entonces —dijo el sacerdote mientras seguía comiendo de aquel guiso.

La vieja se sirvió de la olla y se sentó a comer en la otra esquina de la mesa.

—Aun es temprano —dijo Kennedy. —¿Será posible ir a conocer los alrededores?

—Hoy es la noche de todos los santos —dijo la vieja.

—Vi las celebraciones al llegar.

—Por la noche estará más animado.

—Supongo que habrá procesiones y esas cosas.

—Haití quizá es un poco diferente a lo que usted pueda conocer, padre Kennedy, pero si de verdad quiere conocer el pueblo, Nomoko lo guiará.

—¿Nomoko?

—En realidad se llama Miguel Ángel, es un niño —dijo Jean— el más listo de ellos.

—Será un placer conocer a Nomoko.

—A estas horas debe estar jugando, pero pronto vendrá a comer, parece que solo se acerca a la casa cuando su estómago le recuerda que tiene abuela.

—Entonces es su nieto.

—Así es —dijo la mujer recogiendo un poco del guiso que quedaba sobre el plato y volviéndolo a echar en la olla, Nomoko lo acompañara una vez haya cumplido con sus deberes.

Capítulo II

Nueva Orleans, actualidad

Debió dormir largamente, porque al levantarse, Adam Kennedy sentía que todo aquel malestar de la morriña mezclada con el alcohol había desaparecido y había dado paso a un buen apetito. Tuvo que volver a mirar el reloj de pared para darse cuenta de que ya era media tarde y apenas si le quedaba tiempo para una ducha helada y vestirse para ir a su cita con Jenny McIntire y su esposo. Deseó que la mujer hubiese preparado algo para recibirlo, de no ser así tendría que pasar a un restaurante de comida rápida para saciar su hambre y eso no le agradaba mucho desde que empezó a padecer del estómago y que su médico le indicara que tenía a su pobre corazón trabajando a marchas forzadas y que tan solo esquivaba un infarto gracias a su pasado deportista. Se quitó la ropa que ya se había secado en su cuerpo y la sintió áspera, lo mismo que su piel. Aun quedaban restos del hombre musculoso que fue, aunque la zona abdominal daba cuenta de que su estado físico ya no era el mismo que hacía apenas unos pocos años. Se miró desnudo, con los vellos del pecho encanecidos y largos, se metió en la ducha y sintió el agua refrescante correr por su cuerpo. En sus años mozos, usaba un gel de baño aromático que le dejaba un olor fresco aun pasadas varias horas, ahora, solo jabón desinfectante, preferentemente del que utilizaban para bañar a los perros sarnosos. Había adquirido la práctica de usarlo desde su estancia en Haití donde los hongos y las bacterias lo habían atacado sin piedad, el olor a azufre lo hizo recordar, como era habitual, toda su estancia en la isla. Cuanto deseaba poder deshacerse de aquellos pensamientos mortificadores, pero, a pesar de que pasaban los años, la imagen de Nomoko parecía acecharlo, esperando el mejor momento para atacarlo. Quizá, su fe salió mas quebrantada de aquella isla que su cuerpo mismo. Miró el agua correr por el piso del baño y despedirse en un remolino en su camino hacia el desagüe. Suspiró y levantó la cabeza para que el agua terminara de despertarlo. Visitar a Jenny McIntire no lo hacía feliz, por el contrario estaba convencido de que toda aquella locura debía de acabar, Jenny tenía que darse cuenta de que su hijo Jeremy había muerto y ahora dormía el sueño de los justos a la espera de una resurrección gloriosa en la que cada día le costaba más creer.

Adam se vistió deprisa y salió a la calle, Nueva Orleans resurgía, su vida nocturna, bohemia y pecadora había olvidado los efectos del huracán Katrina y la mezcla de culturas hacía de sus noches un sitio preferente para los que gustaban de la diversión, ya desde el fin de la tarde se veía crecer el tránsito de personas hacia las tabernas y las calles en busca de los desfiles diarios que iniciaban desde el seis de enero, la noche de la Epifanía, faltaban tan solo unos días para Mardi Gras y todo era envuelto por ese aire carnavalesco que traía consigo la celebración del martes de grasa o de engorde con el que supuestamente se prepararían para la abstinencia que implicaba la cuaresma. El aire caliente le golpeó la cara y Adam inició el camino hacia la residencia de los McIntire, le tomaría al menos media hora caminando, pero la economía no estaba como para tomar un taxi y el transporte público no lo dejaría mucho más cerca del lugar donde ya lo debían estar esperando, además, la creciente cantidad de turistas que llegaban a celebrar los carnavales atestaban los servicios. Su andar era rápido, no se detenía a mirar escaparates que ya conocía de memoria y mucho menos a los muchos vagos e indigentes que poblaban las calles de los suburbios por donde acortaba camino. En el centro, las aceras eran pequeñas y hacían imposible no golpearse con quienes viajaban en dirección contraria, pero en los suburbios, quizá por lo peligroso, no eran muchos los que se animaban a caminar por las calles, lo que dejaba el sitio desierto y propicio para caminar deprisa. Miró hacia el final de la acera que transitaba y pudo ver a dos hombres que hablaban en la esquina, uno de ellos caminó cruzando la calle y el otro se recostó contra la pared de la parte trasera de un edificio semiderruido. Adam apretó los puños y los nudillos crujieron, era una reacción instintiva cuando se sentía en peligro. Pudo ver al sujeto que había cruzado la calle, ahora caminaba con prisa calle abajo, mientras que el otro, en el segundo que tardó en volver su vista hacia la otra acera, había desaparecido. Paró de golpe y siguió al tipo con la vista, lo vio detenerse en la esquina y encender un cigarrillo mientras no le quitaba la mirada de encima. Adam retomó la marcha y sintió como el hombre había vuelto a cruzar la calle y ahora caminaba con prisa en su misma dirección. Al llegar a la esquina, el primer sujeto le salió al paso, en su mano llevaba una cuchilla automática sin accionar. Era un tipo negro, mal vestido, no le costó reconocerlo como parte de la escoria que habitaba en aquel sitio y que asaltaba a viejos y mujeres para costearse sus drogas. Oyó los pasos del hombre que le seguía, estaba a no más de diez pasos de distancia. Paró su marcha y buscó apoyar la espalda en la pared del edificio, el hombre negro hizo saltar la cuchilla y se acercó a él con un poco de indecisión.

—Entrégueme su dinero.

Adam observó como el segundo tipo se acercaba despacio, vio sus manos y llevaba una cadena arrollada en la muñeca de la que solo colgaban unos veinte centímetros y remataba en una especie de bola dentada.

—No llevo dinero —dijo con la voz firme.

—Algo llevará anciano —dijo el negro que nervioso acariciaba la navaja.

—Nada que pueda ser de valor para ustedes.

—Se lo advierto —dijo el negro— no saldrá vivo de aquí si no colabora.

—Ya les he dicho que no llevo dinero.

En ese momento pudo ver la cara del segundo sujeto, era un hombre blanco con el cabello encanecido y una barba gruesa y descuidada, muchas marcas de acné poblaban sus mejillas y una alergia rojiza le cubría ambos lados de la nariz hasta bien adentradas las mejillas.

—Solo denos lo que queremos —dijo amenazador— luego podrá marcharse tranquilo.

—Soy un sacerdote —dijo intentando apelar a la vocación religiosa de aquellos hombres.

—Yo fui un monaguillo —dijo el tipo blanco— y mi amigo sería un cardenal de no haber sido un sinvergüenza.

El negro rio ruidosamente y echó su cabeza hacia atrás haciendo crujir las vertebras del cuello.

—Señores, entiendo sus necesidades, pero créanme no tengo nada de valor conmigo.

—Al menos llevará alguna imagen, un crucifijo, algo que podamos vender.

—Lo siento pero no es así —mintió Kennedy.

—Padre, no se burle de un pobre monaguillo —dijo acercándole la boca a su oreja.

Adam pudo sentir el aliento a licor rancio y lamentó encontrarse en aquel lance, pero sabía que no le quedaría más que pelear.

El negro levantó la navaja a la altura de la cintura y Adam aprovechó el momento y con un violento cabezazo hizo estallar la nariz del tipo blanco que cayó en medio de fuertes maldiciones. Tomó al negro por la muñeca en que llevaba la navaja y retorciéndola como a un trapo viejo lo hizo soltar el arma. Luego, de un fuerte puñetazo en las costillas lo hizo inclinarse lo suficiente para descargarle un rodillazo en la quijada. El negro cayó al suelo sin conocimiento, mientras el sujeto blanco se ponía en pie y se limpiaba la nariz con la manga de su camisa.

—Maldición, me ha roto usted la nariz.

—Lamento haberte golpeado…

—Es usted un maldito y me las pagará —dijo blandiendo la cadena y asestando un fuerte golpe en la cadera del sacerdote— quien, recuperándose rápidamente evitó un segundo golpe y acto seguido descargó su furia en aquel hombre. Ambos cayeron al suelo, el sacerdote golpeaba al tipo insistentemente, mientras el sujeto intentaba defenderse blandiendo la cadena. Adam golpeó al tipo hasta dejarle el rostro desfigurado. Sus manos rezumaban tanta sangre como su cabeza, apenas si se dio cuenta pero había recibido un golpe de la cadena a un lado de la oreja, sobre el cuero cabelludo. Notó su respiración excitada y la adrenalina corriendo por sus venas. Deseaba seguir golpeando a aquel hombre hasta convertirlo en una masa informe, pero de pronto, un sentido de culpa se apoderó de él y se levantó de prisa mirando el desastre que su furia había provocado en aquellos dos infelices.

—Maldición, les dije que no llevaba nada y aun así me han obligado a molerlos a golpes, ¿es que no entienden? Debieron marcharse y dejarme en paz —dijo sin poder quedarse quieto. Un auto de policía se asomó en la bocacalle y accionó su sirena, en un acelerón se colocó al lado de Adam.

—¿Qué ha sucedido?

—Lo lamento agente, pero estos dos hombres intentaron asaltarme.

—Parece que no les ha ido mejor que a usted —dijo el policía acercándose para revisarlo.

—Soy el padre Kennedy…

—¿Un sacerdote? —dijo el otro uniformado que salía del auto. —Satanás mismo debería andarse con cuidado si es que ha sido usted quien le provocó estas heridas a estos hombres.

—Me avergüenza decir que así es.

—No debe usted de avergonzarse padre, estos tipos son de peligro y usted no ha hecho más que defenderse. ¿Esta usted armado?

—Solo con un crucifijo.

—En esta zona no le será de mucha ayuda.

—No esperaba encontrarme con estos hombres.

—Supongo que el sentimiento es mutuo, creo que este par no esperaba que opusiera resistencia —dijo el primer oficial ofreciendo un pañuelo para que el padre se limpiara la sangre de las manos y la que comenzaba a correrle por la cara.

—Muchas gracias.

—¿Presentará usted cargos?

—No, creo que no. Supongo que le darán unas cuantas horas de encierro y luego volverán a estar en las calles.

—Lamento decirle que así es.

—Entonces creo que será mejor no hacerlo, pero al menos incautarán las armas ¿no es verdad?

—Por supuesto, aunque no tardarán en sustituirlas.

—Está bien oficial, no levantaré cargos —dijo llevándoselo a un lado donde no pudieran escucharlo— pero al menos llévenlos a dar una vueltecita, lo más lejos de mi camino, un enfrentamiento al día es suficiente.

—Bien padre, cuídese y si es posible, dese a ver esa herida en la cabeza.

—Lo haré —dijo guardando el pañuelo en su bolsillo— se lo devolveré cuando esté limpio.

—Puede quedárselo y lo tomaré como mi contribución a la iglesia.

Los policías esposaron a los dos hombres y los metieron a la parte trasera del auto. Adam los miró por la ventanilla en una mezcla de furia y compasión que no lograba explicarse. El policía se despidió con un apretón de manos y puso en marcha el coche patrulla.

Adam dudó por un momento, pero no quiso dejar con el plantón a la señora McIntire, a pesar de que las heridas en las manos y la cabeza le empezaban a arder, decidió seguir su camino y lamentó no haberle pedido un aventón a los policías. Aun le quedaban varias cuadras que caminar y hubiese preferido no llamar la atención.

Pasaron quince minutos y Adam Kennedy llegó hasta la casa de Jenny McIntire que lo esperaba ansiosa, al verlo, no pudo menos que lanzar un gritito de sorpresa.

—Padre Kennedy, por amor de Dios, ¿Qué le ha pasado?

—Tuve un altercado camino a su casa, un par de tipos…

—Vamos pase, le curaré esa herida en la cabeza, aunque creo que debería ir usted al hospital, un par de puntos de sutura no estarían mal.

—No es nada, mañana habrá cerrado y con un poco de cuidado…

—¿Se ha puesto usted algún desinfectante?

—No ¿Por qué lo pregunta?

—Su cabello huele a medicina —dijo intentando no parecer indiscreta.

—No todos podemos oler a rosas, señora McIntire.

—Padre, hablando de olor a rosas, ¿ha escuchado usted algo respecto a súbitos olores a flores?

—No sé a que se refiere.

—A una aparición que deja olor a flores.

—¿Se refiere usted a Jeremy?

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