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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (37 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—¿Dónde está? —insistió Soth y, viendo que el conde seguía tocando las heridas del enano, el caballero lo asió por la muñeca—. ¿Adónde ha ido Caradoc? Strahd se lamió los labios y cerró los párpados de modo que los ojos quedaron reducidos a meras rendijas oscuras.

—Si Magda aún estuviera con vos, os ofrecería un intercambio: su vida por la del fantasma. Este enano no vale gran cosa. —Se soltó del apretón de Soth y señaló a Azrael—. Necesitaréis de él para encontrar a vuestro servidor errante. —Se separó de Soth y se estiró los puños de la camisa—. Caradoc huyó del castillo en dirección al portal de Gundaria, con la esperanza de lograr el apoyo del duque contra vos, aunque sospecho que Gundar os teme tanto que no osará acoger a nadie perseguido por vos.

—Entonces, lo que busca es la frontera brumosa —dedujo Soth— para alejarse de mí, y si lo persigo…

—Tal como os expliqué antes de que partierais hacia Gundaria —lo interrumpió Strahd—, las criaturas de la oscuridad corren grandes riesgos si se adentran en la frontera brumosa, aunque las más poderosas consiguen fundar un dominio a su alrededor, donde quedan atrapadas para siempre.

—Liberad a Azrael —contestó Soth sin dudar—. Debemos partir de inmediato.

El conde cumplió el deseo del caballero, y el enano, tan pronto como quedó libre del encantamiento, corrió al lado de Soth.

—Poderoso señor, he oído lo que hablabais. Es una trampa. Strahd espera que quedéis atrapado en la frontera brumosa.

—Ya lo sé —replicó Soth—. ¿Dónde, si no, habría obtenido Caradoc información sobre el portal y la frontera brumosa? —Se volvió hacia el conde—. Confío en que habréis llegado a un acuerdo con Gundar para que no nos cause problemas en el camino del castillo de Hunadora a la frontera.

—Así es —confirmó Strahd con una sonrisa en los labios—. Sois sumamente observador, lord Soth. —Azrael estaba asombrado; en vez de un encarnizado combate, el conflicto entre el caballero de la muerte y el señor de los vampiros se había convertido en un tenso intercambio de frases corteses—. Ve al portal de Vallaki —ordenó al enano—, donde encontrarás marcas del fantasma. Estoy seguro de que eres capaz de rastrearlo.

Sin más comentarios, Soth se puso en camino por la tortuosa carretera por donde había llegado de la aldea de pescadores. Azrael echó a correr tras él, pero antes de rebasar la última curva, donde los árboles le tapaban la vista, volvió los ojos hacia el castillo; el conde permanecía de pie, bañado por la luz de la luna, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No te preocupes, Azrael —le dijo Soth con frialdad mientras corrían en la noche—. Terminaremos con el fantasma ahora, porque podría escapársenos si lo dejamos para más adelante. Strahd, en cambio no puede huir. Está atrapado en Barovia para siempre y, aunque me cueste mil años, pagará por esto.

En el claro donde se había llevado a cabo la batalla, los pensamientos de Strahd eran una réplica de los del caballero de la muerte. Sabía que la persecución de Caradoc no era más que una forma de contener la cólera de Soth durante un breve tiempo; tarde o temprano, el caballero regresaría en busca de venganza.

Mientras cruzaba el puente hacia el alcázar, se dio cuenta con gran satisfacción de que el relato del castigo de Soth le había enseñado muchas cosas. El caballero caído era un ser apasionado con un absurdo sentido de la lealtad. Había abandonado la misión encomendada por un dios para castigar a su esposa porque sospechaba que le era infiel, y de igual modo sería capaz ahora de renunciar a huir del submundo por destruir a un servidor desleal.

«Efectivamente —concluyó Strahd para su fuero interno, mientras recorría los derruidos vestíbulos del castillo de Ravenloft—, aunque el hombre cambie de forma el corazón sigue siendo el mismo, tanto si late como si no».

El sol aparecía sobre el horizonte como un enorme disco rojo contra el cielo que ya se oscurecía; era la brújula que indicaba a Caradoc la dirección sudeste desde el castillo de Hunadora a la frontera brumosa. Strahd le había dicho que era el único lugar por donde podría escapar a, lord Soth y, aunque el fantasma no se fiaba del conde, no tenía alternativa: si Strahd mentía, su suerte estaba echada, pero, si no, tal vez lograra esquivar la ira del caballero de la muerte.

No le hizo falta mirar hacia atrás para saber que Soth y Azrael le pisaban los talones. Había atravesado el portal hasta el alcázar de Gundar y después el poblado de tiendas asentado extramuros de Hunadora, pero no había logrado despistar a sus perseguidores. Había caminado muchas jornadas, no recordaba cuántas con exactitud, recorriendo interminables kilómetros por los bosques de la montaña, pero por muy deprisa que avanzara no lograba dejar atrás al zoántropo y al caballero; además, a lo largo de las últimas horas habían estado a punto de caer sobre él varias veces.

Oyó un gruñido a su derecha y echó un vistazo al barranco que corría paralelo al sendero desde el mediodía. Detectó movimientos en las cuevas esparcidas por el collado, seres que lo vigilaban con cuatro pares de ojillos brillantes.

—Si queréis comer algo sólido —gritó al precipicio—, un enano y un hombre muerto vienen detrás de mí.

Las criaturas parpadearon y se refugiaron en sus respectivas madrigueras. «Valió la pena intentarlo», dijo para sí.

—Tu desesperación es digna de lástima —dijo una
voz
hueca a su espalda. Caradoc se dio la vuelta y vio emerger a Soth de la sombra de una peña a unos cuantos metros; sus ojos anaranjados, que jamás parpadeaban, brillaron amenazadores en el crepúsculo—. Detente ahora y terminaré enseguida contigo.

El caballero se sumergió de nuevo en la sombra de la peña y desapareció, pero Caradoc no esperó a ver dónde reaparecía. Sin perder un segundo, se tiró al suelo y penetró en la dura tierra con facilidad; había esquivado al caballero de la muerte de esa misma forma en varias ocasiones durante las últimas horas, pero era una mera medida de emergencia porque bajo la tierra no veía nada y se perdía sin remedio.

Salió a la superficie al cabo de un rato; sacó la cabeza con cautela y oteó el panorama desde el interior de un árbol caído. El caballero de la muerte lo buscaba profiriendo juramentos y escudriñaba la tierra por donde había desaparecido. El fantasma sonrió ligeramente aliviado; había burlado a su perseguidor de nuevo, al menos de momento.

—Ahí estás, cobarde —insultó una voz, y una maza le atravesó la cabeza sin hacerle daño.

Levantó la mirada y vio a Azrael, que se preparaba para asestarle el segundo golpe. Las armas normales eran inocuas para la forma incorpórea del fantasma, pero Caradoc sabía que él podía hacer daño a cualquier ser mortal, incluso a los sobrenaturales como Azrael. Antes de que el enano advirtiera a lord Soth con un grito, el fantasma salió disparado de la tierra y, al pasar junto a Azrael, le tocó la cara con sus etéreas manos. El dolor fue tan intenso que el enano cayó de rodillas resollando e incapaz de levantar la voz; el roce del fantasma le había dejado el frío de la tumba en el cuerpo, le dolía la cara y el cráneo como si diez cuchillos de sierra lo hubieran atravesado, y la pelusa que acababa de crecerle en las patillas se tornó blanca como la nieve recién caída.

La agonía del enano proporcionaba a Caradoc un tiempo precioso; sin aquella bestia rastreadora, el caballero no podría seguirle la pista con tanta facilidad. Además, el cielo comenzaba a encapotarse. Con un poco de suerte, la luna quedaría tapada y Soth no hallaría sombras para trasladarse deprisa, de modo que tendría que limitarse a caminar.

El sol se hundió en el oeste, y la aterciopelada oscuridad de la noche sustituyó a los apagados colores del crepúsculo. Una caverna de la garganta vomitó un millar de murciélagos que rasgaron el aire con sus chirridos a la caza de sustento. Caradoc sintió envidia de la libertad de aquellos pequeños voladores, que cruzaban el cielo nuboso como dardos.

Sin el sol ni la luna como puntos de referencia, también el fantasma tuvo que aminorar el paso; aunque hubiera divisado las estrellas entre las nubes, tampoco habría podido orientarse por ellas puesto que no conocía bien las constelaciones de Gundaria. El miedo se insinuaba en su mente, y desbocaba su imaginación. Detrás de cada árbol creía ver oculto a Soth o al enano; cada ruido nocturno —el aullido distante de un gato montes, el susurro de las hojas que se mecían en el aire frío, el murmullo del río que corría por el fondo del barranco…— se le antojaba el anuncio del fin que le esperaba a manos del caballero de la muerte.

Así pasó toda la interminable noche, corriendo siempre con el precipicio a la izquierda. Al principio avanzaba cerca del borde del barranco, pero una rama retorcida que sobresalía de la ladera le pareció una mano dispuesta a atraparlo y prefirió internarse un poco en el bosque; tal vez la rama fuera una advertencia, se dijo, convencido de pronto de que hasta la propia tierra colaboraba para que Soth le tendiera una emboscada.

Así como las nubes tapaban la luz de la luna, el miedo le entumecía los sentidos y la abotargaba el intelecto. La noche bullía de cosas que aterrorizaban al fantasma, y su mente comenzó a dar vueltas; no oía los repentinos sonidos de animales al acecho ni el viento entre el follaje. Al poco tiempo, sólo el horrible vacío que aguardaba a las criaturas no muertas cuando eran destruidas ocupaba su imaginación, y los olores de la vegetación que lo rodeaba resultaban imperceptibles ante la apocalíptica visión.

Caradoc no notó las primeras bandas de azul pálido y dorado que aparecieron en el horizonte por el este preludiando la aurora, ni tampoco la fina neblina que flotaba sobre el suelo mientras corría a ciegas por el bosque de pinos. Incluso aunque hubiera visto la neblina, no habría comprendido que por fin había llegado a los comienzos de la frontera brumosa. A medida que el sol ascendía en el horizonte y los árboles comenzaban a proyectar sombra, Caradoc se obsesionaba con una única idea: tenía que continuar corriendo porque el caballero de la muerte le seguía los pasos.

Estaba equivocado. De la sombra de un pino retorcido, justo ante el fantasma, salió una mano con guantelete. Los dedos de hielo quisieron cerrarse sobre la garganta de Caradoc, pero apresaron el cabello.

—Por fin te tengo —bramó Soth. El caballero de la muerte salió de la sombra y levantó al fantasma en el aire por el pelo. El dolor y el susto sacaron a Caradoc de su entumecimiento, pero ya tenía poco que hacer. Soth le cruzó la cara cruelmente con el dorso de la mano tres veces—. El sol se pondrá hoy y yo no habré terminado contigo todavía.

—¡Poderoso señor! —gritó Azrael precipitándose entre los árboles—. ¡Se están levantando las brumas!

El enano estaba en lo cierto. A la luz del sol naciente, densos jirones de niebla blanca comenzaban a trepar por los gruesos troncos de los árboles como serpientes gigantes, y unos zarcillos más finos de la misma materia se enroscaban en las piernas de Soth hasta las rodillas. La niebla cubrió las sombras y amortiguó la luz del día.

—¡Rápido! —insistió el enano—. ¡Matadlo! Todavía podemos escapar de aquí.

Azrael vociferaba presa del pánico, y no sólo por la amenaza de las brumas, sino porque se veía en el lugar del fantasma.

Caradoc se debatía para desasirse de Soth, pero el caballero, echando chispas por los ojos, cerró la mano en torno a su garganta.

—Jamás… tendrás… a Kitiara —logró decir el fantasma a pesar del dolor.

—No estás en la posición ideal como para negarme nada, traidor —se burló Soth.

El condenado fantasma no esperaba ni podía esperar una vida eterna mejor, pero, en el instante en que moría por segunda vez, vio que la niebla envolvía a lord Soth y supo que el caballero lo había perdido todo por vengarse. Con eso tuvo suficiente.

Las brumas ondearon alrededor de Soth cuando Caradoc murió, y el cuerpo del fantasma resbaló de entre los dedos del caballero como arena fina. La niebla llenó el mundo de Soth, igual que en el alcázar de Dargaard, y lo aisló de los ruidos y de las formas; ya no había sol, ni Azrael, ni bosque, como si nunca hubieran existido. Por un breve momento, tuvo la esperanza de que el blanco sudario se levantaría y se encontraría de nuevo en Krynn, en la requemada sala del trono del alcázar de Dargaard.

Una silueta apareció entre las nubes bajas, vestida de los pies a la cabeza con brillante armadura de rosas y martines pescadores grabados, los símbolos de la Orden de la Rosa. Una cinta, prenda de la mujer amada, ceñía su cintura: era de un tono azul como el cielo claro de primavera, en armonía con los ojos que asomaban tras la visera del yelmo.

Soth se puso en tensión al ver al caballero, que se movía con pasos ágiles y seguros demostrando que era un guerrero experto. Sólo quienes estuvieran familiarizados con el campo de batalla serían capaces de manejarse con gallardía llevando una pesada armadura sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, la esperanza renació en él, pues la aparición de un Caballero de la Orden significaba que había encontrado el camino a Krynn.

—Sígueme —le indicó el caballero con voz clara y serena, plena de resolución—. He venido a rescatarte. —Dio media vuelta y avanzó entre la niebla.

Soth lo siguió, y, al cabo de pocos pasos, la cortina de niebla se levantó y el caballero vestido de plata y él se encontraron en una calle transitada, una amplia avenida que atravesaba el próspero asentamiento de tiendas que se extendía extramuros de un castillo. Cientos de caballeros, sacerdotes y mercaderes se apresuraban hacia el alcázar, que los acogía gustosos con el puente tendido y las verjas abiertas. La piedra de la fortaleza era rojiza, y la torre principal terminaba en un pico retorcido muy semejante a un capullo de rosa; unos estandartes azules, dorados y blancos ondeaban al viento, y el sonido de risas y música alegró los oídos de Soth.

—¡El alcázar de Dargaard! —exclamó el caballero de la muerte, atolondrado ante la visión de su antiguo hogar.

—Sí, Soth —dijo feliz el misterioso caballero—. Dargaard jamás fue así, pero tú podrías hacer que llegara a serlo.

Una mujer se acercó entonces a los caballeros. Era delgada y caminaba con el donaire de los elfos; lucía una melena dorada que le caía sobre los hombros como la cálida luz del sol, y ocultaba el rostro tras un velo, pero sus ojos brillaban hermosos y serenos.

—Mi señor —saludó con una leve inclinación de cabeza.

Cuando el caballero de la armadura plateada se retiró el yelmo para besar a la mujer, a Soth se le cortó la respiración. ¡Era su propio rostro, de hacía mucho, muchísimo tiempo! Los rizos dorados le enmarcaban la cara como un halo y tenía el bigote bien recortado; los ojos azules brillaban de sabiduría y paz, dones que había perdido mucho antes de su muerte. Esos ojos lo taladraron como un punzón helado cuando levantó el velo de su esposa y la besó.

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