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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (5 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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* * *

Así estaban las cosas. Padre seguía enfadado por la negligencia de Alfric y abrigaba crecientes sospechas sobre mí, aunque no tenía prueba alguna que viniera a demostrar mi culpabilidad. También Bayard parecía empezar a perder su buen humor después de pasar en la casa del foso semanas de siniestra inactividad.

Cuando nos llegó la noticia del asesinato, Padre acabó de perder los nervios por completo.

Un nuevo grupo de campesinos, más numeroso en esta ocasión, había venido a la casa del foso, trayendo las peores noticias que habíamos recibido hasta el momento. Fue poco después del amanecer. Bayard ya había salido para su diaria búsqueda del violento ladrón de armaduras. Los campesinos sorprendieron a Padre echando a los perros de su silla del salón principal para celebrar audiencia con dignidad.

La más vieja del grupo, una mujer de unos ochenta años, vestida con un sayo tejido a mano que la protegía del frío tan anormal en aquella época del año, llevaba la voz cantante. Tenía el pelo cano y verrugas en la cara, como la bruja de los cuentos. Sin perder el tiempo, empezó a lanzar su discurso antes de que el último perro estuviera aullando en el suelo.

—Sucedió como os voy a contar, Su Gracia. Y que los dioses nos maldigan a mí y a mis hijos en cinco generaciones si todas y cada una de las palabras que voy a decir no son ciertas.

Padre se sentó, enrojecido y resoplando y puso cara de interesarse. Yo intentaba adivinar dónde golpearía primero la ira celestial cuando aquella vieja arpía empezara a mentir, como siempre sucedía.

—Tiemblo al decir esto, Su Gracia, pero ha habido un asesinato en vuestras tierras, el asesinato más espantoso que se pueda contar, cometido por un miembro de vuestra Orden.

Lo hacía bien, la vieja. Padre se agarró a la silla, agraviado. Brithelm estaba junto a la chimenea y sofocó un grito de consternación. Alfric y yo no nos movimos de nuestros asientos. Alfric afilaba ostensiblemente su daga, mientras yo hundía la cabeza en un libro que no leía.

Escuché todo el tiempo, pero no puedo decir que los lamentos de la vieja «abriesen mi corazón a la triste realidad de los campesinos», como se supone que deben hacer los sufrimientos de otra persona en alguien con un mínimo de nobleza en el alma. Sabía muy bien que aquellos pobres tenían unas vidas llenas de penalidades, pero que nunca nos llegarían a afectar a nosotros.

A decir verdad, prefería que las cosas siguiesen como estaban.

Además, parecía que cada vez que aquellas vidas interferían en las nuestras, Padre perdía la razón y sus hijos sufríamos las consecuencias. Me puse más cómodo en la silla, mientras la desgraciada vieja, ya más calmada, continuaba su relato triste y violento. Si la suerte me sonreía, sería Alfric quien cosecharía las consecuencias.

Mi hermano mayor, heredero de todas las posesiones, estaba allí sentado, limpiándose las narices en la manga de la camisa, inconsciente de que se le avecinaban tiempos aún peores. Un bulldog, creyendo que el silencio era una buena señal, entró en la sala y empezó a pedir comida al lado de mi asiento.

—Es una historia terrible la que os traigo —siguió la vieja harapienta—. Ayer al caer la tarde un hombre a caballo que vestía la armadura de Solamnia llegó a la casa de mi sobrino Jaffa. ¿Os acordáis de él, Su Gracia? El que perdió una oreja peleando con vuestro hijo mayor a causa de los impuestos del año pasado. No es que le quiera echar las culpas al chico o que Jaffa, los dioses lo tengan en su seno, tuviese intenciones vengativas contra Maese Alfric. No. «Los hombres que llevan espada corren ciertos riesgos —solía decir—, y además, la herida no ha afectado a mi oído.»

¡Por Huma! ¡Sí que lo hacía bien, la vieja! Eché una mirada al libro y otra al perro, intentando desesperadamente parecer conmovido. Alfric había dejado de prestar atención a su cuchillo. Se estaba poniendo muy nervioso. «Perfecto», pensé, y sonreí ocultando el rostro en el libro.

—Bueno, pues Jaffa estaba arreglando la paja de nuestro tejado, la que se quemó en un misterioso incendio hace sólo un mes.

Ahora era Alfric quien sonreía y miraba reveladoramente en mi dirección. Me oculté tras las tapas del libro.

Después de todo, no era mi intención que aquel fuego se me fuera de las manos.

La vieja prosiguió felizmente enredada en su vivo relato de matanzas.

—El Caballero se bajó del caballo. Ya habíamos oído hablar de él, de Sir Cuervo, que se acerca a las aldeas exigiendo quesos y ganado y la virtud de nuestras hijas. Pero nunca pensamos que llegaría a la nuestra. Pero ¿quién piensa en la desgracia hasta que ésta toca en nuestra puerta? El Caballero pidió un queso, y quiero que sepáis que Jaffa bajó dejándose caer por la paja del tejado cuando el Caballero lo pidió. Estaba dispuesto a dárselo y a hacerlo con gusto, pensando que se trataba de alguien de vuestra familia o de algún amigo relacionado con esta casa. Pero entonces Sir Cuervo exigió que le diera a
Ruby,
nuestra vaca, y Jaffa cayó en la cuenta de quién era en realidad y se quedó quieto.

—¡Quieto pero sin desafiarlo ni insultarlo ni mucho menos! —gritó una voz más joven de entre el grupo que estaba detrás de la vieja.

¿Lo habrían preparado de antemano?

Me moría de ganas por preguntar cosas sobre el Caballero misterioso, de saber si su voz era baja, suave y peligrosa. Pero no podía hacerlo. Si hubiera hecho alguna pregunta, se descubriría que sabía más de lo que había dicho. Aparté los ojos del libro cuando el bulldog se cansó de pedir y se fue anadeando hacia donde estaba sentado Alfric. Parecía como si todo el mundo estuviera buscando problemas aquella mañana.

—Como dice la chica, sin desafiarlo, insisto, pero quieto hasta que el Caballero se impacientó y le volvió a pedir a
Ruby.
Pero esta vez era más una orden que una petición, ¿me seguís? Entonces le pidió a Agnes, y sólo en ese instante Jaffa le contestó con palabras fuertes. Agnes misma os confirmará que os lo cuento tal y como sucedió —dijo la vieja y sacó del grupo a una chica rubia con cara de empanada y ojos de rana. Era la que había estado gritando en la parte de atrás como un ronco eco. ¿Esposa o hija de Jaffa? Ni lo sabía ni me importaba. Fuera lo que fuese, el intruso habría hecho mejor negocio llevándose a
Ruby,
la vaca.

La tal Agnes anduvo con torpeza hasta el frente del grupo con una camisa ensangrentada en sus manos, prosiguió a historia desde donde la vieja la había dejado.

Lo confieso, aquello era demasiado para mí.

—Es tal y como dice la buena mujer, Su Gracia —gimoteó la chica, retorciendo la manchada camisa en sus toscas manos—. Jaffa no se movió. Entonces sacó su puñal y dice a Sir Cuervo, le dice: «Por más alcurnia que
siáis,
no
hais
de tocar un solo pelo a la moza». Ésas fueron sus palabras cabales, y si no, que una plaga divina caiga sobre mi familia durante cinco generaciones.

Parecía que todos estuvieran deseando poner a sus familias en peligro. Entendía perfectamente esa estratagema.

La vieja contó el resto de la historia. Cómo Jaffa se mantuvo, cómo las palabras se convirtieron en gritos, los gritos en golpes y los golpes en un rápido movimiento de la espada que atravesó brutalmente el pecho del campesino. Una vez que hubo terminado, siguieron los consabidos lloriqueos ante el señor del feudo, seis versiones más de la misma historia (todas con el mismo desgraciado final), la prueba de los desvalidos supervivientes: la vieja, la hija (o esposa o lo que fuere). Los campesinos se ofrecieron incluso a mostrar a
Ruby
(«la vaca de marras», como decía la vieja) por si ello ayudara a ablandar un poco más el corazón de Padre.

La cara de Padre se encendió al oír los agravios. Brithelm, que estaba junto a él, se mostraba comprensivo. Alfric le dio una patada al infortunado bulldog, cuando Padre prometió justo castigo.

—Por mi honor como Caballero —declaró mano en espada—, no descansaré hasta que esas fechorías hayan sido corregidas; hasta que el felón esté postrado ante mí y reciba castigo; hasta que todos aquellos cuyos actos estén relacionados con estos hediondos sucesos hayan purgado sus culpas.

Y, cuando los campesinos se fueron, bañados en lágrimas y quejas y
benditos sean los señores;
cuando, encabezados por la afligida Agnes y la vaca de marras, hubieron cruzado el desvencijado puente levadizo —que los criados no se atrevían a reparar por el peligro que eso conllevaba ni mostraban interés alguno en hacerlo—, entonces Padre se dirigió a mi hermano mayor.

—Deja en paz esa daga y mírame, muchacho.

Una rápida ojeada me confirmó que se refería a Alfric, así que me escondí de nuevo detrás del libro, dispuesto a escuchar y a disfrutar.

—Esto no se soluciona respetando las obligaciones de un padre para con un hijo o de un hijo para con su padre. Puede que te haya tratado demasiado benignamente estas últimas semanas, pero que los dioses me perdonen. Creía que tu negligencia no iba a tener consecuencias verdaderamente serias. Si bien es cierto que éramos culpables de haber abandonado los deberes de la hospitalidad hacia un invitado, y que en los viejos tiempos no había castigo lo bastante severo para tales traiciones, estos tiempos son nuevos y se hace la vista gorda ante estos delitos no... capitales.

Se puso en pie, y, ya con la luz de la mañana, pareció recuperar un poco de la estatura y el porte que debió de haber tenido antes de que naciéramos, cuando se lo contaba entre los mejores de Coastlund; antes de que le llegaran los años de decadencia y se retirara a nuestro pequeño y remoto feudo.

Debió de haber sido así hace muchos años y, por todos los dioses, ¡tenía que ser formidable! Si me hubiera hecho preguntas en aquel momento, creo que habría soltado toda la historia —todo lo del trato con el Escorpión e incluso otras antiguas fechorías—, porque daba la impresión de que podía ver a través de nosotros y de que nos castigaría con más severidad si mentíamos.

Pero Padre había terminado con las preguntas.

—Pero ése ya no es el caso —prosiguió—. Has cometido un delito terrible que se vuelve mas terrible aún con el transcurso del tiempo. Sea negligencia o algo peor, para fechorías como ésa, sólo la Medida tiene la respuesta, la Medida y el Código.

Padre miró al suelo y mantuvo allí la mirada durante largo rato antes de volver a hablar.

—No me queda nada más que un camino a seguir. Podría haber sido de otra manera pero no me queda más remedio. —Y levantó la espada haciendo el saludo ritual solámnico—. Hasta que Sir Bayard Brightblade, Caballero de Solamnia, detenga al ladrón, al falso portador de su armadura, y lo traiga ante nosotros para ser juzgado y ejecutado, debo confinar a mi hijo mayor, Alfric Pathwarden, en la torre de este lugar, hasta que podamos determinar un castigo justo y apropiado para sus desgraciadas acciones en este asunto. Espero que, en esos desolados muros, mi hijo medite sobre su parte de culpa en los crímenes que han mancillado el nombre de nuestra familia y de la Orden Solámnica.

Debo admitir que nunca hubiera creído que Padre lo hiciera. Miré a Brithelm, que se encogió de hombros y miró al techo. Alfric, por su parte, estaba demasiado aterrado para hacer otra cosa que reír. Al principio reía y sacudía la cabeza, como si no creyera lo que acababa de oír, y le propinó otra patada al bulldog, que finalmente se arrastró hasta Brithelm en busca de seguridad y consuelo.

Alfric dejó de reír cuando por fin cayó en la cuenta de que, por muy ridículo que sonara el castigo, Padre no estaba bromeando. Calmándose un poco, mi hermano intentó decir algo: cualquier cosa que expresase su propia indignación. Pero todo lo que pudo emitir fue una especie de balido nasal, que sonó como si en los establos los criados estuviesen esquilando a una oveja.

Padre clavó la mirada inconmovible en su primogénito y heredero.

—Si pudieras saber —afirmó lúgubre, monótonamente— hasta qué extremo me han decepcionado tus actos, Alfric, ese conocimiento sería castigo suficiente.

—¡Buaaahh...! —respondió mi hermano.

El bulldog lo miró con curiosidad desde debajo de la silla de Brithelm.

—Pero del honor, de la responsabilidad, del sufrimiento sólo sabes... —los enfurecidos ojos de Padre buscaron algo en la habitación— lo que ese bulldog, que está echado debajo de Brithelm. —Y señaló al perro, que se encogió.

—¡Buaaahh! —Alfric berreó sin poder contenerse.

Yo empecé a reír con disimulo. Aquella mirada enojada se clavó en mi persona.

Me hice una idea de cómo se habrían sentido los hombres de Neraka cuando mi padre era joven y vigilaba los desfiladeros.

—Y viendo que mi hijo menor, tu hermano Galen, no se ha explicado lo suficiente como para quedar libre de toda sospecha, te acompañará en el período de confinamiento hasta que los hechos se aclaren del todo y podamos discernir en quién reside toda la culpa.

—¡Pero, Padre...! —empecé a suplicar.

Una aterrorizada ojeada hacia Alfric me permitió descubrir una media sonrisa que borraba de su cara el miedo y el ultraje. Estaríamos solos allá abajo, en la mazmorra, solos y sin nadie que pudiera oír lo que pasara. Y Alfric con una nueva ofensa que echarme en cara.

Todo lo que pude hacer fue tartamudear.

—¡Pe... pero, Padre! ¡Pe... pero, Padre!

Por una vez me quedé mudo. No lo hice mucho mejor que Alfric.

* * *

La mazmorra olía a moho, a roble y a vino agrio. Me acurruqué en un rincón, en la oscuridad. Después me acerqué hasta la parte más alejada del muro, tan lejos de Alfric como me fue posible. No dejaba de pensar en la huida, que, desde luego, sería la primera nota de la agenda si sobrevivía a las fraternales atenciones que con seguridad intentaría depararme mi hermano.

Padre se quedó en la puerta, con Brithelm y Gileandos. Brithelm llevaba una lámpara que enmarcaba al grupo con una difuminada y vacilante luz. Gileandos apenas era visible porque, comprensiblemente, se mantenía alejado de las llamas desde que hacía un mes Alfric y yo lo habíamos quemado, en la última ocasión en que ambos habíamos cooperado en una diversión compartida.

Apenas se podían ver los destellos de la luz en sus vendajes.

—Se os alimentará dos veces al día —proclamó Padre—. Queremos ser severos, no inhumanos. Cada mañana se os permitirá dar un paseo por el patio para que respiréis aire fresco. Todo esto contiene una lección —prosiguió—, una lección para todos. Pero me sorprendería si llegara a saber cuál es.

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