El caballero de Solamnia (8 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
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—¡Éste fue quien me ayudó! Y puedo probarlo —insistió el prisionero. Era un pésimo orador, pero sus palabras atrajeron la atención y atizaron la cólera.

Padre se levantó de un salto y oyó lo que había querido oír durante todo ese tiempo, según supongo: que su hijo mayor, el pobre Alfric, sólo era culpable de ser insulso y tonto, y de meterse allí donde no lo llamaban. Bayard no se inmutó pero se volvió hacia el fuego, lo contempló durante un largo rato lleno de incertidumbre antes de proclamar:

—Danos de nuevo tu versión de lo que sucedió aquella noche, Alfric.

Mi hermano empezó a balbucear, moviendo los ojos de un lado para otro, buscando primero la aprobación de Padre y después la de Bayard. Yo ya conocía aquella mirada. Estaba intentando averiguar si le convenía mentir para librarse de los problemas.

Pero, en esta ocasión, mentir estaba fuera de sus posibilidades. Así que contó lo que pudo de su nebulosa vieja historia.

—Aquella noche salí de la sala del banquete, dispuesto a inspeccionar los aposentos de arriba, porque como siempre nos
dicís,
Padre, los tiempos son muy duros y quedan muy pocas personas honradas.

—Sea que no haya uno menos de los que tú pretendes, muchacho —lanzó Padre, ruborizándose bajo la barba y cejas pelirrojas.

Bayard dejó escapar un suspiro y volvió a su asiento. Al mismo tiempo una nube cubrió el sol y las ventanas se oscurecieron. El azul de las vidrieras que representaban a unos martín pescadores se volvió de un color grisáceo y llegó a parecer que había alguien tras la ventana del lado este. Durante un absurdo momento, eso pareció. Pensé que alguien
estaba
en la ventana, alguien que estuviera espiando el juicio, quizá. Miré a Bayard para comprobar si también lo había percibido.

Se había sentado y escuchaba las palabras de mi hermano.

—Había visto a Galen en la puerta de los aposentos de Sir Bayard y siendo, como quiero ser, un escudero protector de todos los intereses de mi señor...

—Sí, Alfric, sí —apremió Bayard—, abriste la puerta para que tu hermano...

—... que dijo que había un sospechoso merodeando fuera. La cosa se vuelve un poco borrosa a partir de aquí, Sir. Me parece que no
veí
lo que me golpeó.
Podería
haber sido ese bribón, que
andó
por allí. Y por lo que barrunto también
poderla
haber sido Galen.

Sonrió con inocencia, satisfecho al fin su corazón traicionero.

Hubo murmullos entre los criados y los campesinos. Todo eso, a decir verdad, era para ellos una gran diversión, como cabe esperar en gente de su clase. Padre enrojeció hasta el límite de la apoplejía y se echó hacia atrás, apretando los brazos de la silla hasta que pude oír su crujido, y poco faltó para que los astillase. Brithelm se apoyó en el hombro de Padre con cara apesadumbrada, tan pálida y llena de compasión que empecé a pensar que él también ocultaba alguna mala intención. Bayard inhaló profundamente, se puso recto en su silla, me miró de reojo y pareció afligirse.

—Lo siguiente que
sabí -
-continuó Alfric tranquilo es que me
sacastis
vos del armario y que recuperé los sentidos cuando esa pequeña comadreja estaba acabando de contar su coartada.

Empecé a lloriquear y a gritar:

—¡Padre, esto es absolutamente injusto!

Fue una buena intervención. Se me quebró la voz, miré al suelo y después fui rápidamente hacia uno de los rincones, donde una antorcha a medio apagar humeaba en un candelabro.

—... y me temo, Sir Bayard, que las palabras crueles de mi hermano hayan cogido, retorcido y roto su confianza como si ésta fuera una bellota.

Una mala pero sencilla comparación que me haría ganar, seguramente, el favor de criados y labriegos. Favor que podría resultarme útil. Miré con los ojos muy abiertos a la chisporroteante antorcha. El humo me irritó los ojos y se me humedecieron.

Era lo más cerca del llanto que puedo estar. Me volví hacia el público, y las lágrimas corrían por mis mejillas. El prisionero sonrió un poco e introdujo la mano entre los pliegues de su capa. Bayard se dio cuenta del movimiento y, tranquilamente, se alejó de la chimenea, como precaución, mirando fijamente al desharrapado hombre de negro.

—Magnánimo Caballero, mi descuido me convierte en causa de la deshonra de mi Padre y de su glorioso pasado...

Incliné la cabeza. Brithelm avanzó y me cogió amablemente del brazo.

—... una deshonra para la familia Pathwarden que alcanza a cinco generaciones pasadas y que se extenderá a las cinco venideras.

—Galen, Galen —mi hermano Brithelm manifestó todas sus capacidades para el consuelo—, seguro que nada que tú hayas hecho...

Aparté violentamente mi cuerpo de su compasivo abrazo, hundí la cabeza entre las manos y continué:

—¡Si fuera eso cierto! Pero mi descuido es vergonzoso. Eludí mis responsabilidades y me quedé atontado como mi hermano mayor...

—Hiciste algo más que quedarte atontado, Galen Pathwarden —rebuznó triunfalmente el prisionero—, más que atontarte, porque aceptaste el trato con ansiedad.

Para mi asombro, el huesudo prisionero extrajo de su capa mi anillo personal, el que llevaba grabado mi nombre, la prueba que él —o quienquiera que fuese el que robó la armadura aquella aciaga noche— me había quitado para asegurarse mi silencio.

Se apagó una antorcha al fondo del salón, pero los criados estaban demasiado cautivados por la escena como para preocuparse de ella y así quedó. Tartamudeé buscando torpemente una historia.

Pero no me salió nada. Todo lo que podía articular eran incoherencias y gimoteos:

—¿Cómo te hiciste con mi anillo personal? ¡No puede ser el mío! ¡Debe de tratarse de una copia! ¡Además de robar hacen también falsificaciones...! —dije, débilmente.

Padre ya estaba de pie. La enorme silla cayó al suelo al levantarse. Los perros salieron zumbando, aullando.

—¡Silencio, Galen! —bramó el anciano—. ¿Cómo pudo saber tu nombre? ¿Cómo pudo copiar tu anillo personal si sólo existe uno en todo mundo?

—No lo sé, Padre. Quizás él... me lo arrancó de la mano mientras estaba inconsciente la noche en que robó la armadura.

Padre no se tragó aquello.

—¡Enséñame la mano! —ordenó con un tono que no dejaba lugar a vacilaciones.

No me quedaba más remedio que obedecer. Mi mano desnuda y temblorosa provocó una oleada de murmullos y de
ya te lo decía yo
entre los ensimismados criados. La cara de Padre se convirtió en una oscura sombra.

—Pero... pero...

—Y ¿por qué razón —preguntó Padre con una amenazadora voz baja— no habíamos tenido noticia de la desaparición de tu anillo personal hasta este mismísimo momento?

Aquello me puso en tal aprieto que fue difícil inventar una mentira rápidamente. El silencio era mortal.

—Galen, estoy profundamente herido —dijo Padre después de una interminable pausa, con una voz baja y desanimada—. Cuando pienso en ti y en tu hermano, en todo lo que habéis hecho juntos y por separado, cuando pienso en el ladrón, estoy muy tentado de mandar ejecutarlo y a vosotros daros tal paliza que deseéis la muerte. Pero supongo que eso va contra el Código Solámnico, aunque lo dicte el sentido común. Por ello dejo juicio y sentencia en manos de Sir Bayard Brightblade.

Con estas palabras, me sacaron escoltado fuera de la sala, con los mismos malos modales que a mi hermano, pero desgraciadamente no fuimos confinados en la mazmorra. A Alfric se le permitió andar por la casa, todavía bajo arresto por su descuido. Pero yo fui temporalmente confinado en la biblioteca de Gileandos. Nos libramos del verdadero arresto en celda porque sólo había una y debía ser ocupada por el hombre de negro.

Allí, entre atriles y pupitres, libros y pergaminos, huesos y especímenes, tubos y alambiques de alquimia, tiré el Calantina otra vez, y saqué nueve y once, túnel sobre piedra, el Signo de la Rata. Consulté los comentarios de los libros y, una vez más, mi destino me dejó sorprendido.

Esperé durante horas. Sólo oía las campanas de la torre, que daban las tres, las cuatro y luego las cinco. Avanzada ya la tarde oí el agudo graznido de un arrendajo al otro lado de la ventana de la biblioteca. Y un par de veces, el inconfundible resoplido y la pesada respiración de mi hermano husmeando por el pasillo.

Una vez intentó abrir la puerta. Para su pesar y mi tranquilidad, estaba cerrada con llave. Y tras los sucesos de hacía dos semanas ya no era él quien guardaba las llaves. Sin embargo escondí la bolsa de los ópalos en el fondo del bolsillo de mi túnica y esperé a que pasase el tiempo hasta la noche.

Leí un libro sobre tradiciones de los gnomos y otro sobre explosivos. Me probé muchas de las ropas de Gileandos, delicadamente colgadas en la alcoba de la biblioteca, y jugué un rato con los elixires y polvos que guardaba entre toda aquella parafernalia de alquimia. Después de todo esto, me subí a la mesa y me quedé dormido entre papeles y manuscritos, hasta que me desperté al sentir una sombra negra, afuera, con la molesta sensación que uno tiene cuando se despierta en una habitación y sabe que no está solo.

—¿Qui... quién anda por ahí?

No hubo respuesta, pero oí un breve e irregular aleteo cerca de la ventana. Evidentemente, allí estaba encerrado algo más que el hijo menor.

Encendí una vela, contuve la respiración y me dirigí hacia donde había oído el ruido.

Se trataba sólo de un pájaro posado en el alféizar: un enorme y desgarbado cuervo que golpeaba los oscuros cristales de la ventana con su aún más oscuras alas. Me acerqué al pájaro y abrí la ventana susurrando:

—¿Cómo has entrado aquí, pajarito?

La criatura permaneció en el alféizar y me miró indiferente. Por un momento me pareció un ave disecada y me pregunté si no habría soñado su movimiento, su ruido. Entonces, irguió lenta, casi mecánicamente la cabeza y habló con una voz seca que parecía salir de ninguna parte.

—De modo muy parecido a como tú lo has hecho, pequeño. Me busqué problemas con quienes son más poderosos que uno.

—¿Qué? —La vela se me resbaló de la mano. La agarré en un acto reflejo y al apagar la mecha me quemé con el sebo caliente.

Volvimos a estar en la oscuridad, aunque ahora no era completa gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana que había abierto. El cuervo retrocedió por el alféizar, bañado por la luz roja de Lunitari. Irguió de nuevo la cabeza y se lanzó parsimoniosamente al aire, yendo a aterrizar sobre un atril en apenas dos golpes de ala.

—¿Pensabas que iba a abandonar a quienes me... obedecen? ¿Que te iba a arrojar a los lobos solámnicos?

La voz era monótona y sin musicalidad en aquella garganta de cuervo. Pero inmediatamente reconocí el ritmo, las dulces frases que encubrían hierro y veneno. El aire de la biblioteca se enfrió.

—Yo... confiaba en que volveríais, señor —mentí temblando.

—Estás mintiendo —el pájaro saltó nervioso—, pero estoy de vuelta. Te necesito otra vez —dijo la voz del Escorpión.

—Es un placer estar a vuestro servicio, señor. Y dejadme añadir que...

—¡Calla! —la voz parecía desproporcionada para aquel cuerpo de pájaro y para la habitación.

Retrocedí y golpeé una silla que fue a caer encima de una colección de tubos, retortas y cristalería que contenían los dioses sabrán qué elixires.

—Todavía tienes mucho que hacer por mí, Galen Pathwarden. Mucho que hacer para salvar tu piel.

Todo esto me parecía un poco menos siniestro viniendo de un pájaro.

—Y ahora, ¿qué? ¿No me he metido ya en bastantes líos para vuestra satisfacción? —Me puse en pie, tirando otra cubeta.

—Apenas has empezado.

El cuervo me echó una mirada, breve y apagada, y prosiguió:

—Has de saber que las amistades que hago las conservo toda la vida y, además, no esperarías haber ganado una docena de ópalos con lo poco que has hecho, ¿verdad?

Me tapé con una de las túnicas de Gileandos. Empezaba a sentir un frío muy intenso.

—¿Crees que estoy atrapado sólo en este cuerpo? ¿Que no podría convertirme en una víbora o en un leopardo o en tu amigo con el aguijón en la cola de hace unas pocas noches? ¿Te acuerdas?

Asentí con la cabeza, estúpidamente, pues olvidé que estábamos a oscuras.

—Hace poco tiempo adquiriste una deuda, pequeño. Y sólo has empezado a pagarla.

—¿Queréis que os devuelva los ópalos? Podríamos considerar que el trato está cerrado definitivamente.

—Pero no está «cerrado», Galen. Porque he perdido a mi valioso criado en la transacción: el nombre que está encerrado en estos momentos en la mazmorra de la torre y que ya no me podrá servir nunca más porque elegí jugar según las reglas.

—¿Qué queréis decir?

—Así que se me debe restituir un criado, pequeño Galen, a cambio del que he perdido. Supongo que no hay que añadir que ese criado eres tú.

Me quedé atónito, sin palabras.

—Por lo tanto, harás todo lo que te mande. Acompañarás al tal Sir Bayard en su viaje hacia el sur de Solamnia, camino del torneo que tan ansiosamente desea ganar. Cuidarás de sus armas, de sus ropas, de sus caballos, de todas las cosas de la que se encarga un escudero. Y durante el viaje con Sir Bayard me informarás, de vez en cuando, de pequeños detalles tales como su paradero, su estado de ánimo, sus intenciones. Sobre todo te tomarás tu tiempo para llegar al torneo. Y te encargarás de que Sir Bayard se tome el suyo.

¿Qué era esa extraña nueva vuelta de tuerca? ¿Por qué tenía siempre la mala suerte de ser el elegido?

—Tendréis que pedir el visto bueno a mi padre, señor —contesté confiado—. Porque voy a estar aquí encerrado durante cierto tiempo, a la espera de castigo. Recordad que hicisteis que mi padre descubriese mi anillo personal en manos del hombre de negro y que me relacionase con todo este desagradable asunto. No, lo siento, señor, pero no veo de qué manera puedo seros útil. Tendréis que buscar en otra parte un diestro escudero, aunque me duela decepcionaros de esta manera.

—Ah, pero a mí no se me deja así como así, pequeño. Oh, no. Y tu libertad está entre mis garras.

—¿Qué queréis decir?

—Tu anillo personal. Porque éste es el momento de devolvernos las cosas que deseamos el uno del otro.

El pájaro aleteó y vino hacia mí. Me encogí, me cubrí la cara y sentí el suave cosquilleo de sus garras sobre mis hombros. Bajé la mano y miré directamente a sus mortecinos ojos.

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